Como una pegatina de esas que se adhieren a la piel y cuesta un mundo despegar, tengo grabadas en mi cerebro las incontables imágenes que nos han mostrado del terremoto que destrozó Puerto Príncipe el pasado martes. Grabadas en mi cerebro y tatuadas en el alma; las fotografías de niños vagando por las calles en busca de alguna cara familiar; de ancianos desesperados abriendo sus brazos vacíos, mirando al cielo como quien espera un último favor; de calles enteras que hoy muestran escombros donde antes había vida. Imágenes de destrucción más allá de lo que puede cualquiera imaginar, imágenes que muestran el terror absoluto de la naturaleza enfurecida.
Y no puede uno dejar de preguntarse ¿por qué? Un país pobre como ninguno, políticamente revuelto desde siempre; con demasiadas historias de horror como para sumarle una más, de pronto es estremecido por el más terrible de los percances naturales. Francamente, cualquier cosa que uno quiera decir, siempre sonará a lugar común. Pero, hay que decirlo, por el bien de ellos, hay que mostrar el lado más humano que nos quede, aun a riesgo de repetir palabras sueltas y ya dichas.
No he ido nunca a Haití. Tengo algunos amigos que lo han hecho y lo recuerdan con gusto; pero, cuando viví en NY, conocí a un grupo musical cuyos miembros, todos, eran Haitianos; no sólo hacían una música estupenda, eran gente divertida y muy solidaria. Tal vez por eso, tuve siempre la impresión de que los haitianos eran un pueblo de sonrisa fácil, a pesar de todo. Hoy no puedo repetirme esa idea. Por eso, desde aquí, siento que debo unirme en oración a todos los que, sea lo que sea que piensen de Dios, anhelan un poco de paz para los sobrevivientes y esperan que esta catástrofe sirva al menos para empezar de nuevo. Será imposible borrar las cicatrices, pero algo se podrá hacer para volver a poner una sonrisa en el rostro de quienes quedaron para contarlo. Hagámoslo juntos, hasta donde podamos.
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