La primera vez que lo probé, Mauricio evitaba conversaciones con el mundo, Beatriz empezaba a ser Catherine Denueve en tablas mucho más tropicales y desagradecidas y la casa se iluminaba con la guapura y el buen hacer de Jhony. Desde la cocina del pequeño apartamento de Sans Souci, frente a bares de maricas y paradas de transformistas, María arrastraba los pies para hablar ronco y ponernos a todos a comer un congrí que estaba hecho para amar.
Lo perseguí como quien persigue el buen recuerdo de un sabor ajeno que es de uno, porque han sabido darselo. Aun en medio de uno de sus proverbiales ataques de malcriadez, o tal vez por eso, el congrí de María llegaba a la mesa para convertirse en presencia inolvidable, en memoria que se busca, en mapa de tesoro y arcón repleto. Lo volví a comer en cualquier otro de los sitios a donde los años me llevaron para encontrar de nuevo a Beatriz, lo comí una vez en Chuao intoxicado de cerdo, de frijoles y de güisqui y, sin que eso estuviera nunca en los planes, lo comí por última vez en su casa luminosa de La Habana.
Era mucho más que un plato de comida. Era mucho más que una manera particular de mezclar arroz blanco y frijoles negros, era mucho más que un obsequio. Era María, corrigiendo el mundo que estaba derecho pero estorbaba, hablando duro, ejerciendo de mamá y explicando con naturalidad que hacer un buen congrí, no tenia mayor ciencia. Era María, admitiendo también, que cocinaba sabroso porque sabía mezclar ingredientes, buscados con afán y mano izquierda, en un mercado que no se ufana de bondades. Era su manera especial de dar un abrazo que no terminaba hasta la siesta ventilada para la que prestaba su cama.
Era, ya lo dije, el mejor congrí del mundo y, desde esta mañana, cuando supe que María se fue sin recoger sus bártulos; los rincones donde guardo el recuerdo de un arroz blanco con caraotas, que no sabía a arroz blanco ni a caraotas negras, sino a la tierra de gracias que era la mesa de María, me asaltan para llenarme los ojos de lagrimas y el corazón de penurias. Puesto a tener que contarlo, me atrevo a decir que el arroz jamás perdía presencia, que el fríjol negro no se desvanecía entre condimentos innobles, que el toque justo de ají estaba por algún lugar, y tal vez también, el olor de la pimienta; que al sofrito le ponía naranja amarga para que uno nunca lo sintiera y que el agua en que lavaba los frijoles una y otra vez, siempre fue la misma de la olla Express. Pero, importa poco. No puede uno contar un sabor, sobre todo si es uno de los recuerdos más amados de una tarde que pasó entre la luz de diciembre y el fresco del patio, de la casa bien puesta de María en La Habana.
Todo lo demás me pertenece. Guardaré su inmensa gentileza, sus ojos chinos que se abrían para reírse del que pasaba y nuestro pleito de amigos por un tamal en cazuela que se quedó en proyecto. Sobre todo, guardaré la dicha de haberme comido varios platos del mejor congrí del mundo, servido por ella misma para que, gracias a sus manos gordas y su cubaneo, me sintiera ahijado de esa mesa. Tuve muchísima suerte; desde hoy, sólo volveré a comer arroz con frijoles. Para un buen congrí hace falta el genio de María y ese, por lo pronto, ha empezado a pertenecer a la nostalgia.
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