Lo conocí, a él y su historia, este domingo en Lagunillas. Se llama Raúl y no debe tener más de 40 años. Sus ojos, azul intenso, son los de un agricultor andino en toda regla, lo que más o menos quiere decir que es callado, trabajador, poco confiado y buen cuidador de los dineros suyos y ajenos. Sus tierras, en un paraje casi idílico de los Pueblos del Sur merideños, se dedican al cultivo del café desde hace más tiempo del que él mismo pueda recordar; las heredó de su padre quien a su vez las heredó del suyo y le han servido a toda la familia para ir por la vida celebrando crecimientos y alguna gran alegría; como la vez que un extranjero decidió venir a conocer su granos tostados, los encontró valiosísimos y empezó a comprarle cada cosecha que producía a un precio realmente bueno; es decir, a precio de mercado, pagado contante y sonante en cada entrega. Sirvió para terminar las eternas tareas de adecentamiento de la casa familiar – tan antigua como sus tierras – y para construir algunos sueños tan modestos como la educación de sus hijos.
Sirvió también para mejorar la forma en que se ocupaban de sembrar y recoger uno de los mejores cafés del mundo. Raúl, entusiasmado con lo que podía ser el negocio de su vida, obtuvo asesoramiento técnico, abonos de primera calidad e insumos varios, que garantizaban más crecimiento y más trabajo tanto para él, como para los jornaleros que en cada cosecha aumentaban de número. Un día, en un procedimiento que ni él, ni ningún otro agricultor de la zona han logrado entender, Agroisleña, la empresa que los surtía de todo lo que usaban, fue convertida en Agropatria y cundió el desconsuelo. Para hacer corto un cuento largo y doloroso, un simple litro de insecticida, es imposible de conseguir en la misma tienda que antes vendía todo lo que ellos necesitaban para producir algunos cientos de quintales de café y seguir soñando.
Las tierras de Raúl perdieron, desde entonces, todo lo que tenían de idílicas. Las plantas de café han ido cediendo tanto a las lluvias como a las plagas; las siembras protectoras han debido ser podadas – es imposible mantenerlas – y el extranjero ha dejado de venir por estos lares a tratar de comprar café. Raúl está casi en la ruina, o eso es lo que espera que suceda, y ahora apenas va a sus tierras para ver si continúan allí. Trabaja cada vez menos y no entiende nada cuando escucha a los jerarcas hablar de plenitud alimentaria y cosas de esas. Él lo único que sabe es que para los Pueblos del Sur, Agropatria sólo ha llevado largas colas de registro, papeleo y burocracia inútil.
Al menos, consiguió como pasar el tiempo. Ahora, Raúl es el aguerrido directivo de una de esas organizaciones cuya existencia molestan mucho a los rojos de Caracas. Y no está sólo.
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