Es cierto, la mujer que murió esta mañana, lejos de ser perfecta, era imposiblemente hermosa. Sus ojos, carta de presentación de una cara bendecida por los dioses, tenían un extraño color gris azuloso que, de acuerdo a como se mirasen, podían terminar siendo violetas, y su cuerpo, escaparate de voluptuosidades inusuales, no alcanzaba más de 1.68 de estatura. No necesitó más. Su ferocidad emocional, la manera como se entregaba a cualquier estado de profunda pasión y la sinceridad con que luchó por causas que otros consideraban escabrosas y perdidas, la convirtieron en una mujer más grande que la vida misma.
Es cierto, también, que atesoraba riquezas, maridos, diamantes y escándalos con devoción de filatelista. Son legendarios sus pleitos con Richard Burton, sus encerronas con Eddie Fischer, sus devaneos con las drogas y el alcohol, su irregular carrera de actriz y sus dichos lapidarios. Son y serán ciertos sus premios, sus reconocimientos y sus logros, tanto como la certeza inequívoca de ser la ultima diva del celuloide. Pero, para todos los que alguna vez tuvimos que enfrentarnos al SIDA como la plaga que cambió para siempre la cara de la sociedad en que crecimos, su cara es el rostro de la bondad. Lo supe en New York, un día de 1990 en que fuí invitado a la presentación de un spot preventivo que había sido pagado y protagonizado por ella. La cita era a las 11 de la mañana, en la oscura sala de proyecciones de un edificio donde, algunos hombres y mujeres de buena intención y pocos recursos, intentábamos conjurar los efectos de la epidemia. En punto, se apagaron las luces y la pantalla mostró el rostro rellenito de esa mujer madura, en el esplendor de una desnudez adivinada, alumbrada por diamantes y unos ojos imposibles, que decían al unísono de su voz sensualona y autoritaria:
“hágalo con quien usted quiera, hombres o mujeres, conocidos o no, pero por favor…úselo” y al decir úselo, mostraba a la cámara el famoso paquetico azul metálico, un condón en las manos de Elizabeth Taylor.
Eso habría sido suficiente, y lo era para todos, menos para ella. Ella escogió hacer mucho más y alzar esa voz diminuta a niveles que no han podido igualarse. Elizabeth Taylor es el nombre ligado, por atrevimiento y con convencimiento, a cuatro letras que aun hoy, significan espanto: SIDA
Hay muchas cosas ciertas en esa vida de
soap-opera; todas, y las que no lo son, serán repetidas en estos días. Ese spot que tuvo poquísima difusión, pero llegó a donde tenía que llegar, estará guardado en algún sitio. A la Taylor le sobrevive AMFAR, la vida agradecida de los que vivieron para contarlo y la seguridad que, de no haber sido por ella, seguiríamos llamando las cosas por el nombre equivocado.
Todo lo demás, sale de sobra.
Muchas gracias por compartir este relato donde queda evidencia de que no solo fue extraordinariamente hermosa sino una mujer generosa y con calidad humana.
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