
Debe haber sido que esa noche yo estaba más bien aburrido y buscando lo que no había perdido. No tengo otra explicación para mis, hasta ahora únicos, 15 minutos de gloría Twittera. Leyendo entre tweets, encontré uno de @Diego_Arria en el que se refería a las corridas de toros; decía algo así como que, a él tampoco le gustaban y trataría de prohibirlas en un eventual gobierno suyo. Palabras más, palabras menos.
Fue uno de esos impulsos innegablemente suicidas, lo que me hizo responderle inmediatamente que a mi sus gustos me tenían sin cuidado y que no se metiera con las corridas de toros. Cinco minutos más tarde, la prueba de la efectividad de las redes sociales reposaba íntegra en mi buzón “menciones”: Mensajes (literalmente de todo tipo) me acusaban de monstruo sin derecho a pataleo. Simple, y no tan llanamente, mi comentario a @Diego_Arria, me había convertido, en segundos, en un paria de esta sociedad maravillosa cuyas prioridades ocupan, orgullosamente, lugares de excelencia para la defensa a los animales. Incluyendo toros, mapanares y cobras venenosas.
Creo que lo he dicho antes: yo no logro hacer conexión emocional de ningún tipo con animal alguno. Conozco y he conocido muchos cuentos conmovedores de animales (especialmente de perros) y he intentado de muchas maneras “abrir mi corazón” a diversas faunas sin el menor éxito. Nunca he sentido nada al acariciar un perro (salvo el irrefrenable deseo de lavar mis manos con agua y jabón) y los gatos, con el debido perdón de mis congéneres, me parecen creaciones demoníacas y punto. Obviamente, nunca he pensado en el sufrimiento de un toro en la Plaza de las Ventas.
Eso no significa, por supuesto, que yo quiera salir por ahí a divertirme matando animalitos indefensos. Significa que ellos allá y yo aquí, y que jamás me va a dar por ir de safari a Kenya. Significa también que respeto muchísimo los sentimientos de alguna gente por sus animales, pero que no entiendo (creo tener derecho) por que tratar a Layka como si fuera Maria Eugenia (y a Maria Eugenia como debería tratarse a Layka). Pues bien, esa falta imperdonable de sensibilidad, me ha convertido en un monstruo al que (según alguna de las ofendidas twiteras de la noche) habría que ponerle banderillas y muleta en una plaza pública.
Está bien, admito mi error. No es este el momento para defender a Paquirri ni salir a pontificar sobre las artes taurinas. He debido pensarlo: consiguieron los catalanes acabar con la tauromaquia en sus linderos; imagínense lo que puede quedar para una simple plaza de pueblo. Así como Mary Quant y las minifaldas, odiar toreros y corridas es nuestra moda más socorrida en este siglo XXI de identidades perdidas y amor por las criaturas de Dios, desde el bachaco culón de la amazonia, hasta el rinoceronte africano en peligro de extinción.
Viéndolo bien, menos mal que les ha dado por ahí y no por tirar piedras (que diría mi madre). Claro que me cuesta entender por que seguimos empeñados en prohibir cosas, en impedir que haya un bando que se exprese como quiera, en dividir al mundo en una mitad que sabe lo que es bueno y otra mitad (la mía) que se quemará en las pailas del infierno por malucos. Pero, nada, no hay caso; Ole torero y olé olé, estará desterrado de nuestras vidas dentro de poco y al queno le guste, que le den... Seguramente lo merecemos por insensibles y descastados malos hijos de San Francisco de Asís. Seguramente. Lo que molesta es que sea a través de un decreto y un bando de proclama, que lo mismo nos prohíbe admirar un torero, que salir de casa después de las 7 de la noche, o encender el televisor en el canal que uno quiera.
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