
Caminábamos entonces, las pocas cuadras hasta su casa. En el camino, Isaac saludaba con picardía a las transfors que comenzaban a poblar los alrededores del teatro Los Ruices y, con correcta simpatía, a los vigilantes de los edificios cercanos, los pocos tenderos que aun no cerraban sus locales y alguno que otro conocido. En el periplo, empezábamos también a desgranar conversaciones. Nunca hablábamos de trabajo, nunca hablábamos del país, nunca de otro tema que no fuera mi vida, entonces en un terrible episodio de desamor o la suya, entonces comenzando a ser un recorrido por la historia.
Al llegar a casa, Sarita nos ofrecía alguna cosa ligera (y exquisita) para cenar. Yo servía los tragos de whisky, (con soda para mí, con hielo y un tris de agua para él) y apoltronados en la frescura del salón en la Florida, nos dedicábamos a poner en orden las vidas maltrechas. Reíamos muchísimo, y a veces, la seriedad se imponía ante algunas confidencias.
Fue uno de esos martes que me enteré de la enfermedad de Luís y contribuí a diseñar una estrategia de ataque. Fue uno de esos martes que reviví el terremoto que se había llevado a Mercedes. Fue uno de esos martes que supe a ciencia cierta por qué escritor y no economista. Fue uno de esos martes que supe de sus amores y desamores, fue uno de esos martes que decidió por mí, mi mudanza a New York y puso manos a esa obra. Fueron muchos de esos martes los que me fueron haciendo gente grande y fue el conjunto de esos martes lo que me aclaró para siempre el concepto favorito de su vida: la familia escogida vs. la familia biológica. En uno de esos martes, también, me entregó por primera y única vez, el borrador de una obra de teatro para que la leyera: Escrito y Sellado, quizás lo mejor de todo lo que escribió.
Es la memoria de una vida en la que se revuelven aprendizajes, peleas, logros y fracasos, escondidos en un amor que se fue llenando de horas e instalándose en el corazón a fuerza de vivir, juntos, la difícil tarea de ser su asistente y todo lo que las malas lenguas pensaban erróneamente. Algunas, la mayoría de las veces, éramos padre e hijo, (mi hijo putativo, mas puta que tivo, era el chiste de ese entonces) y como tales vivíamos. Peleados, orgullosos de algún pequeño alcance, prestos al consejo de lado y lado y listos para algún abrazo de palmadas cariñosas. Nunca, mientras duró la prohibición de usar el auto los martes, suspendimos el encuentro de ese día. Y nunca, cuando ya no hubo razones para ello, dejamos de sentarnos juntos en el sofá esquinero de su casa, a compartir tragos y hacer fiesta. La fiesta que a él le gustaba tener por escenario, aquella en la que él protagonizaba y los demás éramos buenos actores de reparto.
Creo que fue la vida la que se ocupó de alejarnos físicamente. Yo regrese de New York, y a los pocos años volví a irme, esta vez por decisión propia y él apoyó la decisión diciéndome que le parecía la cosa mas trascendente que me había propuesto en la vida. Desde entonces, me permitió volar a mis anchas, pero no dejó nunca de estar por ahí, en la inmediatez de un email casual de saludos, en la cercanía de una llamada telefónica o en la esporádica visita del gocho que llegaba de Mérida, muchos años después, con una caja de bocadillos de guayaba que él escondía celosamente. Alejándonos y acercándonos cuidadosamente, para que no nos sorprendiera el día de hoy.
Esta mañana me despertó el mensaje de su partida. Esta mañana se revolvieron en mi vida, el recuerdo de una parte que siempre será la mejor parte de la que llevo vivida. Esta mañana se me llenaron los ojos de unas lágrimas que no encuentran por donde salir y que no sirven para nada. Lo que sirve es saber, con certeza y para siempre, que hubo un martes, hubo un día de parada y una historia que comenzó, curiosamente, en un autobús accidentado en el páramo de Mérida, un día de 1978. Y eso lo agradeceré hasta el último minuto de mi vida. Yo sé por qué.
No hay comentarios:
Publicar un comentario