
Uno de los síntomas de la terrible enfermedad que acabó con la vida de mi Mamá, era la súbita aparición de ataques de pánico. Ataques verdaderos que le impedían funcionar y que en varias ocasiones la derribaron por completo. Eran ataques producidos por una insidiosa enfermedad, demasiado fea para hablar de ella, y por lo tanto, no se podían justificar concretamente. Nada tangible los producía. Se desencadenaban a partir de una puerta que se golpeaba, por ejemplo, o se instalaban sin motivo alguno, para descalabrar la escasa paz que con esfuerzo la familia juntaba en esos días aciagos.
Buscando respuestas, acudimos a todo lo que estuvo a nuestro alcance. Fue en vano. Los ataques de pánico se repetían y nadie podía explicar claramente por qué. Mi Mamá se convirtió entonces en una enferma que estaba despierta por una pastilla y dormida por otra. Así, hasta que un día se cansó y se negó a abrir los ojos. Siempre digo que Mamá murió de miedo. Si; es más, puesto un poco a indagar termino admitiendo, muy a mi pesar, que en buena medida, Mamá vivió con miedo. O mejor dicho, con miedos, en plural. Miedos que fueron minando su resistencia hasta que borraron su cordura y su extraordinario buen humor. Hasta que la borraron a ella.
Conozco el miedo. Le temo al miedo. A pesar de no ser valiente, me da miedo tener miedos. Me da miedo haber heredado ese gen. Le temo a la cobardía, le temo a equivocar prioridades. Le temo, he de repetirlo, al miedo. Al miedo que paraliza. Al miedo que se come la esperanza. Al miedo que se lleva vidas. Al miedo que nos impide querer hacer alguna cosa para evitar enfrentar sus consecuencias.
Es tal vez el peor de todos los miedos: el miedo a querer hacer. El miedo a vivir para no tener que enfrentar las muchas muertes de las que se compone la vida.
En medio de su enfermedad, en los poquísimos espacios en que reinaba alguna especie de cordura, Mamá me dio una de las grandes lecciones de mi vida. La soltó cuando caminábamos un día por un parque. Sin que viniera a cuento, me invitó a orar. La madurez me ha hecho comprender el valor de la oración, a pesar de la mala fama que tiene la iglesia y todo lo que puede significar ser tenido por chupacirios; me gusta hacerlo. Ese día, animado por lo que parecía ser un mantra que mantenía la calma de mi enferma adorada, acepté gustoso la invitación y le respondí pidiéndole que enunciara alguna de las muchas oraciones que ella conocía de memoria. Me contestó diciendo en voz muy baja: “El miedo es lo contrario de la Fe, no hay que tener miedo, hay que tener Fe”. Lo dijo una segunda y una tercera vez. Luego se agarró a mi brazo y, en silencio, continuamos nuestro paseo.
Había repetido una de las expresiones favoritas de su Papa preferido: Juan Pablo II, un hombre que, aun a pesar de ciertas dolorosas equivocaciones, cambió para siempre la forma en que muchos admitimos el catolicismo. Hay que tener Fe. Es decir, hay que creer en algo. Hay que tener esperanza, hay que saber que somos autores de nuestro propio destino. Hay que tener Fe. Hay que tener futuro. Y para ello, no es necesario ser religioso ni hacen falta grandes búsquedas espirituales. Ni siquiera hace falta valor; lo único que hace falta es desterrar el miedo, el que otros han instilado. El que no nos pertenece, el que inventa calamidades allí donde nosotros queremos inventar futuro.
No es fácil; como todo lo posible, es aterrador. Pero se puede y se debe, ahora mismo y sin demora. Sería horrible que, por miedo, tengamos luego que entender que le pasamos de lado al futuro.
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