
Verá; mi “cosa” con usted empezó hace tiempo, y ha ido agudizándose en las horas interminables que he pasado esperándolo, sin que usted me responda ni una mísera miradita de caridad. Usted, ahí, detrás de su vidrio de seguridad, blindado contra todo y yo aquí, del otro lado, en la indefensión inmisericorde de la fila que espera avanzar y llegar hasta usted, mendigando una sonrisa de amabilidad y una respuesta educada.
He pensado en todas las posibilidades, he pensado en todas las excusas. Por ejemplo, he intentado ponerle un nombre, porque a pesar de los meses transcurridos no tengo idea de cómo se llama usted. Yo he decidido que usted debe llamarse Remberto. Usted tiene cara de Remberto. Eso me ha servido para disculparlo algunas veces, pues la verdad, es que debe ser horrible andar por la vida atendiendo gente detrás de un vidrio blindado, y encima de eso tener que llamarse uno, Remberto. Sería distinto si usted se llamara Yorsyks, por ejemplo; ese es un nombre siglo XXI, un nombre que lo hace único; pero, no, yo estoy seguro que usted se llama Remberto y, créame, lo entiendo. No me sirve de gran justificación, pero al menos lo entiendo.
He pensado también que yo le caigo mal. Eso no sería raro. Yo le caigo mal a un gentío. Pero lo que pasa es que a la mayoría de la gente que yo le caigo mal, yo le he dado motivos. A usted, sin embargo, no. A usted yo lo saludo cuando finalmente tengo la suerte de llegar a la taquilla; es más, hasta me he arriesgado, todo insinuante yo, a decirle hermanazo, a sonreírle grande. Nada. Usted insiste en ser más insensible que el yuppie del platanito. Usted es el rey del ninguneo.
Por eso me he atrevido, por eso acudo ante usted para escribirle y reclamarle su maltrato. Por eso esta carta es tan solemne. Esta es, la carta de rompimiento que usted nunca ha recibido. Con esta carta, lo que soy yo, boto tierrita y no juego más, aunque entienda sus razones. Para empezar, yo soy varón, tengo el cabello gris y soy más bien anodino. Yo he notado que usted sonríe cuando a su taquilla llega la muchachita de la tienda de arriba, la que anda mortificadísima por el tema de los implantes franceses que, me parece, usted nunca va a poder disfrutar antes de que se los quiten. Y otras cosas he notado; mejor dicho, otros motivos para sonreír también le he notado. Eso, aunque me llena de esperanzas vanas, me hace regodearme en mi decrepitud y mi poca buena pinta, y me deja sin argumentos para acercarme a su corazón. Parece, simplemente que entre usted y yo, jamás habrá pipa de la paz ni palomita blanca.
¿Qué le he hecho yo? ¿Cuando le saqué la lengua? ¿Cuándo lo he caribiao? A lo mejor usted me confunde con alguien, porque, hasta donde yo soy capaz de recordar, usted y yo no podemos haber ido juntos a la escuela, porque yo soy infinitamente mayor que usted y, se lo juro, yo no lo hice reparar Física de 4to año. Yo no estaba aquí cuando eso. Entonces, ¿a qué se debe el desamor? ¿A qué el mutismo?, ¿a que su manía de responder con un no rotundo y sin explicaciones a todas mis preguntas? ¿Por qué, ayer, por no ir más lejos, usted decidió abrir ese infame sobre amarillo que le había dejado la chama de los implantes, justo en el momento en que, después de dos horas de espera, yo había tenido la dicha inexplicable de llegar a su taquilla? Se lo juro, cuando usted abrió el sobre llenecito de favores y empezó a “procesar” peticiones, en lugar de responder mi saludo y mirar, aunque fuera mirar, el cheque que yo le extendí, yo sentí que esa era la última que estaba dispuesto a perdonarle. Que hasta aquí nos trajo el rio, que uno tiene su dignidad. Que se cansa uno.
Por eso he decidido ponerme en terapia, aunque usted no me lo pida, pues estoy seguro que tendré que seguir visitándole y no albergo esperanzas. Usted no va a cambiar, porque la gente grande no cambia y usted, para colmo de males, no tiene eso que llaman “el estimulo para el cambio”. A usted, ni siquiera Escotet le manda una tarjetica de navidad. Así que, me permito anunciarle formalmente que desde hoy, usted ha sido elevado al rango de visto y desaparecido. Yo no sufro más por usted. Aunque otros digan lo contrario y a pesar de BANESCO y de todo lo que entre nosotros se interpone, aprovecho para dejarle claro que en esta ruptura yo no tengo culpa alguna. Yo a usted no le he hecho nada. No soy responsable de las malas jugadas del universo. No me achaque a mí las antipatías de otros, ni la distancia que lo separa a usted de los implantes que trabajan en la tienda de arriba.
Lo siento. Ninguno de los errores de este mundo, que lo han convertido a usted en cajero de BANESCO y a mí en cliente, es culpa mía. No lo pague conmigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario