
No por la globalización virtual, La Habana está en nuestro vecindario más cercano. Tal vez haya que buscar razones en otros fenómenos de la modernidad: obligados por un loco, hemos sido hermanados a una tierra que no deja de apuntar al cuento de la hermandad antillana y se consuela con ser el patio de atrás, ese territorio árido de donde sólo vienen noticias. Malas, por cierto, muy malas.
Titulares, para ser exactos. Acostumbrados a un secretismo que hemos copiado al carbón, de vez en cuando una línea noticiosa nos estremece y tapa de un plumazo la novedad de los cuentapropistas, los autos del siglo XXI y el nuevo mercado hipotecario. A veces, en esa línea escueta se cuela el nombre de un hombre cualquiera, como ahora, como hace poco mas de un año, como a cada rato.
Wilman Villar: un preso de quien se sabe poco y no se conoce el por qué, murió después de una huelga de hambre de 50 días con la que aspiraba lograr que su caso fuera revisado y su sentencia se pareciera a algo justo, si es que la merecía. El titular, así, desprovisto de toda emoción, deja miles de preguntas en el aire. A esas preguntas, se remiten diariamente, tanto el gobierno de la Isla como los familiares y amigos de Wilman. Obviamente, nunca podrán ponerse de acuerdo. Es decir, nunca se sabrá la verdad de lo acontecido a Wilman, aunque sea muy fácil suponerlo.
A falta de mejores explicaciones, parece tomar fuerza la tesis que dice que a Wilman Villar lo dejó morir el régimen de los Castro, varias veces: Cuando se negaron a aceptar sus razones y atender sus reclamos, cuando descuidaron la atención a su salud quebrantada por el largo ayuno, cuando lo llevaron a un hospital en el que poco o nada podía hacerse y cuando, al fallecer, lo tildaron de delincuente común. Es triste. Es profundamente triste. Y es además, muy grave. Por lo que dice, pero como suele suceder en estos casos, por lo que deja de decir, por lo que indica.
Básicamente porque una vez más, lloramos a un muerto que no debió morir y pensamos una y otra vez, antes de atrevernos a proclamar que la muerte de Wilman Villar es innecesaria. Completamente innecesaria. Envuelta en profunda soledad, en desesperanza, su muerte no sirve sino para crear mártires donde debería haber héroes.
Respeto profundamente la decisión de Wilman. Aunque nunca pueda llegar a compartirla y aunque no lo conocí ni de oídas, hay algo muy especial en los hombres que deciden dar su vida por una causa. Suele verse en quienes, como él y tantos otros, se han privado de toda forma de sustento para exigir una reivindicación propia o de su colectivo. Son seres que padecen una profunda desesperanza o sienten una irremediable necesidad de ser escuchados. Son los hombres de las últimas consecuencias. Son tan difíciles de entender como los Kamikazes japoneses o los fundamentalistas islámicos.
¿Cual es el Dios que quiere eso para sus hijos, si de religión se trata? ¿Cual es el pueblo que quiere esa muerte a cuenta gotas, para sus hombres aguerridos, para los que se atreverán, por qué, si a enfrentar la ignominia?
No puedo entenderlo. Me duele la ambigüedad de un sentimiento que condena al condenado y lo salva con la misma mano. Me estremece pensar en la terrible determinación de un hombre dispuesto a dar su vida, y a darla a despecho de toda circunstancia, por el logro de una reivindicación negada de antemano. Ante un gobernante sordo, inconmovible, incapaz de sentimiento alguno de justicia o de piedad, nada es más suicida que atreverse a llegar hasta el fin.
Zapata Tamayo, Franklin Brito, Wilman Villar: tres nombres hermanados por el triste destino del martirologio innecesario. Tres hombres cuyas voces deberían resonar, no en consignas, no en fotos detenidas en un tiempo del que ya ellos no disponen, sino ante el altavoz del que tiene la razón. Tres hombres que, literalmente, pusieron su destino en manos de un régimen que no perdona ni olvida. Que ejecuta, que lacera, que degrada, que ofende.
En una orilla o en otra del mismo Mar Caribe, privarse de la vida ante monstruos de lo inhumano, no suena a acción con sentido. Suena a heroísmo, eso si. Al heroísmo de un hombre que calla antes que pudiéramos escuchar todo lo que tenía que decir. A heroísmo del destiempo. A batalla perdida en la conciencia.
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