Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos. El Ángel dijo a las mujeres: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba y vayan en seguida a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán
(Mateo, 28 1-10)
Hubo un momento muy particular en mi vida, en el que necesité echar mano de cuanto recurso espiritual estuviera disponible, para no hundirme sin remedio en la oscuridad de una depresión que me habría llevado irremediablemente al final. No soy un hombre proclive a largas melancolías; pero, (diría Vallejo), hay golpes tan duros en la vida, ante los que es indispensable tener alguna cosa superior a uno en la que apoyarse. Fue mi caso, y como me niego a creer en soluciones tipo nueva era o en alguna de las múltiples opciones que en materia de crecimiento personal están en el mercado, apelé a mi origen más primario y puse los ojos en la Iglesia Católica.
Pocas cosas pueden resultar tan complicadas; la Iglesia Católica se ha convertido en símbolo de fea corrupción moral e impone un acercamiento cauteloso, en el que se obliga un contacto tan ideológico y filosófico como ritualista y vital. No hay, entonces, ocasión mas propicia para desmenuzar la catolicidad que la Semana Santa.
Llena de ocasiones de una solemnidad sobrecogedora, el tiempo en que los católicos conmemoramos la pasión y muerte de Jesús, brinda excelentes oportunidades para encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos al trascender el puro acto de fe, (razón fundamental de existencia de cualquier religión) mirando por dentro los actos de nuestra vida, en contraste con los de la vida de un ser superior. Así, los siete momentos en que Jesús admite de viva voz la aceptación de un hecho extraordinariamente trágico, se convierten en Siete Potajes que compartimos el Jueves Santo en familia y la visita a los Siete Templos, en una revisión de nuestras propias iniquidades, rememorando las siete terribles vergüenzas a que los hombres sometimos al Nazareno en su camino a la muerte.
Sin embargo, nada se puede comparar al indispensable mensaje de esperanza que significa el Domingo de Resurrección. En tiempos de aciaga desnudez como los actuales, creer desde dentro de sí que “al tercer día, Jesús resucitó de entre los muertos y subió al cielo” convierte a la Resurrección en prueba irrefutable de nuestras posibilidades para creernos capaces de construir el futuro mejor que anhelamos; más allá de los sinceros cuestionamientos que debemos hacerle a una iglesia anquilosada que parece ajena.
Siendo capaces de comprender en toda su dimensión humana el significado de la Resurrección de Jesús, sin fanatizarlo ni deificarlo mas allá de lo que cada quien considere justo, estaremos empezando a trascender las historias que nos separan de la iglesia y nos acercan a una opción de salvación: cualquiera que sea nuestro Dios, el principio de todo es la FE; dos letras que significan Creer sin más. ¿Qué tal si empezamos por tener fe en nosotros mismos?
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