
Ha sido la noticia de los últimos meses. Primero, estudiantes apostados en espacios simbólicos se someten a largos ayunos que, al no recibir la atención esperada, dan lugar a la terrible laceración. Después, enfermeros que exigen justas reivindicaciones, son forzados a actos de protesta que escalan en su intensidad hasta convertirse en sangrientos. Más tarde, un grupo numeroso de reclusos en una cárcel guayanesa, reclamando un elemental trato humano, derraman su sangre, cuando deja de escucharse su voz. Son gritos de ayuda, voluntarios e inéditos en el largo historial de protestas de nuestra vida republicana, dignos de atención por su inusual frecuencia.
No obstante, los destinatarios de esos mensajes permanecen mudos, que es como decir muertos. Desafían el derrame indetenible de cruentas emociones, demostrando un estomago de hierro alimentado por las carencias de quienes se someten a su hambre. Cierran los ojos, atentos a otras peticiones mejor remuneradas y esperan, quizás, a que el miedo que pregonan acalle conciencias y desvíe miradas, mientras la sangre tiñe el último escalón antes del sótano; ese al que nos empujan cada vez que repiten que la patria o es socialista o no es patria.
Por lo pronto, es sangre; que empieza a brotar en pequeños hilos desde un labio decepcionado pero, terminará creando inmensos lagos bajo un pueblo desesperado.
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