
Se lo que digo. Fui exiliado. Jamás tuve nostalgias insuperables y cuando me provocó una arepa para reafirmarme la patria, la preparé y me comí varias; siempre llevé conmigo la poca música criolla que me gusta, y mi biblioteca, que es mi ancla a tierra, va conmigo a todas partes.
Sin embargo, nunca me metí en nada que no fuera votar cuando me lo permitían y opinar sin mucha profundidad sobre lo que significa ser venezolano, no sobre lo que significa vivir en Venezuela, por una razón muy simple: yo no vivía en Venezuela. Todo lo que sabía sobre la “situación” venezolana lo leía en Internet o lo escuchaba decir a alguien. No lo estaba viviendo. Por eso, salvo el 11 de abril que participé en un programa de TV local para hablar de la Venezolanidad a la luz de ese descalabro; mis pocos amigos venezolanos y yo, hicimos del exilio una ocasión para entender aquello de “el que va a la villa, pierde la silla” y en consecuencia actuábamos. Reconozco los motivos del exilio, e incluso sus derechos, pero poco más. Creo que el que se va del país en medio de esta profunda crisis que vivimos, hace lo que su conciencia le dicta y hace bien, pero pierde el derecho a participar en la contienda diaria y a ser parte del cambio. Es uno de los precios que se paga al poner tierra de por medio, por las razones y bajo las circunstancias que sean.
El papel del venezolano en el exilio debería limitarse a discretas opiniones y apoyos puntuales ante la comunidad internacional acordes a lo que se decide y pregona desde aquí. Es preocupante entonces que, cada vez más seguido, el exilio “opositor” insista en atacar a la MUD, repetir el chisme de las elecciones fraudulentas y proponer que no vayamos a elecciones en 2012, haciendo gala de una irresponsabilidad digna de toda reprobación. Supongo que, desde un piso climatizado en el Madrid de Zapatero, es fácil llamar a la rebelión estilo “países árabes” (sancta sanctorum del exilio) pues no saben cuantas armas circulan en este país porque no las han visto. Suena muy duro; pero con euros y mercados bien abastecidos, es muy sencillo oponerse al régimen de horror que está acabando “ese país de allá abajo” que, admítanlo o no, empieza a ser extraño después de cruzar el Mar Caribe. Puede parecer chauvinismo y me apena que así sea, pero en mi vida aprendí que EL QUE SE VA NO HACE FALTA Y EL QUE SE QUEDA NO ESTORBA. Si su decisión fue irse, sea feliz y cierre la boca.
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