Mi familia, tan disfuncional como cualquiera, enfrentaba el segundo domingo de mayo con la angustia de sentir que ese día se homenajeaba una cursilería hecha de palomitas de cristal y flores repujadas. Creativos a la hora de convencernos para honrar la fecha, nos montábamos en el tren de una celebración que, aunque no dudábamos necesaria, se diseñaba para no torcer el deseo de hacerlo como gente normal y civilizada. Mamá, que podía tener el mejor humor del mundo si quería, se anotaba de primera y nos acompañaba en el intento, recitando poemas tontos y cantando canciones de Libertad Lamarque como prueba de buen talante. Pronto, sin embargo, retomaba las riendas del Día en su honor y nos conducía suavemente al mundo de las cosas bien hechas; es decir, a la misa dominical, los claveles rojos en la tumba de las abuelas y el almuerzo familiar, que dejó de hacerse en un restaurante cuando yo empecé a demostrar buena mano con ollas y sartenes. Rodeados de tías y primos que brindaban algo más que compañía era, además, una ocasión perfecta para ponernos al día en historias de una familia macondiana que cada año develaba sus secretos al calor del jolgorio.
Fue un Día de Las Madres que mamá anunció, gravemente, las diferencias insalvables entre mi hermano y su primera esposa y fue un Día de Las Madres el escogido por la vida, para confirmar terribles noticias de salud para mi hermano mayor. Pintado de ocasión inmejorable, el Día de Las Madres servía, entre muchas cosas, para que todos viviéramos un poco más de cerca la suerte de pertenecer a una familia de disparates, en la que cada quien tenía su propio mundo al revés mientras intentaba componer el del otro, guiados por una mamá divertida y solidaria.
Esa mama ya no está, la misa dominical es asunto de cada uno y los planes de almuerzo se resuelven tan en familia como se puede y con quien se puede; sólo permanecen los claveles rojos y cierta manera dolorosamente nostálgica de buscar a esa señora bonita que nos reunía en una mesa y adoraba mi comida: un rito al que le tengo miedo, si he de ser honesto. Tal vez por eso, desde hace algunos años, cada segundo domingo de mayo que amanece, me da por recordar el verso cursi e indispensable que tanto recité para reírme al lado de mamá: si tienes una madre todavía da gracias al señor que te ama tanto; lo malo es que ya no lo hago para reírme. Será la madurez, digo yo.
Excelente primo... Irrepetible el humor de mi tia Celina aún en momentos difíciles... Ahora, al lado de Dios Padre, quien disfruta de sus ocurrencias..
ResponderEliminarme ha dado por leer cada vez que tengo un tiempito tus publicaciones y no sabes como las disfruto pero no puedo hacer comentarios, vamos a ver si es posible, realmente muy buenos ............la tiita
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