En mis años de estudiante LaSallista, teníamos una manera especial de llevar el conteo de las horas de clase de las mañanas: Cada aterrizaje o despegue de un avión anunciaba, mejor que el timbre, los cambios de aula y la salida a recreo y nos convertía en anunciadores expertos de las rutas e itinerarios de viaje de nuestro pequeño pueblo turístico: “ese es el de Barquisimeto” decíamos casi a coro para sabotear la clase insoportable del profesor Paredes, cuando el ruido ensordecedor estremecía los cristales del edificio o festejábamos, cuando estábamos de humor, la llegada del vuelo de Maracaibo. En ese entonces, hace sólo un poco más de 30 años, Mérida tenía cinco o seis vuelos a varios destinos, cada mañana, que utilizaban el Aeropuerto Alberto Carnevalí, aunque este, estuviera casi en el centro de la ciudad.
Ciertamente no era un aeropuerto amable, por decirlo de alguna forma: contribuía con la hoy aborrecida contaminación sónica y producía vértigos de espanto en los aterrados pasajeros que debían lanzarse en picada junto con el avión, para alcanzar la pista sanos y salvos, en vuelos cuya puntualidad dependía del estado del tiempo y ninguna otra cosa. No obstante, tenía la increíble ventaja de ponernos en varias ciudades, pocos minutos después de haber cerrado la puerta de nuestra casa.
El progreso, y algún desafortunado y triste accidente probablemente inevitable, acabaron con esa particularidad de la Ciudad Turística por excelencia. Cuando regresé a Mérida después de mis años de “exilio”, descubrí, con asombro y pesar, que desde Mérida sólo se podía viajar hasta Caracas en incómodos avioncitos de 20 puestos que tardaban una hora y media o más en alcanzar la capital y poco más tarde, que para hacerlo, había que trasladarse hasta El Vigía, una ciudad inhóspita como pocas, que alberga un aeropuerto terriblemente incómodo por el que tenemos que viajar los merideños.
Aceptado como se aceptan las cosas inexplicables del nuevo siglo, empezábamos a acostumbrarnos a ese incomodo proceso de viaje, cuando somos azotados por una de las mas duras temporadas invernales que se recuerdan y la ciudad queda prácticamente incomunicada por todos sus frentes. Aun cuando viajar a Caracas sigue siendo posible, hacerlo significa enfrentar un viaje de 3 o 4 horas por una autopista que se cae a pedazos con cada aguacero, para poder tomar un avión. Sin embargo, el aeropuerto Alberto Carnevali que sirve a la ciudad de Mérida (nunca mejor dicho) continua cerrado a cal y canto y se ha convertido en parque de atracciones. Supongo que entrados en eso, deben existir millones de estudios de innegable seriedad científica para justificar lo que a mi (y a muchos) nos parece un disparate; pero, la pregunta urgente ante la vaguada, sigue obteniendo silencio como respuesta: ¿Qué vamos a hacer nosotros en caso de que suceda, como podría suceder infelizmente, una tragedia natural a causa de las lluvias?
Nada, probablemente. Seguiremos organizando encuentros de motorizados y piques de carreras en las pistas que una vez, no hace mucho, sirvieron para permitirnos escapar de las montañas y Caracas o Barquisimeto se convertirán en quimeras tan inalcanzables como el Norte.
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