
Ayer, Margarita me pidió que la acompañara a resolver el problema de su teléfono; es decir, ir a una tienda, comprar un teléfono nuevo al que se le adapte la línea de siempre y listo. Lo que ninguno de los dos calibró a la hora de encaminarnos fue, que el sitio al que teníamos que ir era una oficina Movilnet. Pocas cosas ponen tan a prueba nuestra paciencia y civilidad, como una incursión “de negocios” en alguna oficina comercial de la muy lustrosa compañía de telefonía celular del estado bolivariano. Primero, por la creatividad con que mes a mes, cambian las formas de volverlo loco a uno; segundo por la tranquilidad con que sonríen, echándole la culpa de sus disparates a un ente superior que, por lo menos, es primo de Belcebú y tercero, porque de todos modos, a menos que uno esté dispuesto a arruinarse su vida social, hay que morir con ellos: ellos tienen tu número.
Margarita y yo volvimos a vivirlo ayer: El presupuesto no alcanzaba sino para un discreto artefacto, básico y simplón, que suele costar algo así como 160 bolívares y medio sirve para lo que sirve y no más. Pues bien, resulta que ese teléfono sólo lo venden a miembros de algún consejo comunal o empleado del desgobierno, con constancia actualizada y huellas digitales. Así de simple. Una maestra de escuela privada, con sueldo de miseria y carencias financieras de todo tipo, no puede acceder al modelo barato de Movilnet, aunque se vista de rojo hasta las panties. Necesita una constancia de rojitud que trascienda la ropa o gastarse más del tercio de la quincena en un aparato mo-der-ni-si-mo. Punto.
Y después insisten en decirle a uno que “ahora Venezuela es de todos”.
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