sábado, 26 de julio de 2014

Mireya-mi-jefa y yo...

Yo venía caminando por la avenida Los Próceres, Mireya salía de una calle para incorporarse al tráfico, la vi justo en el momento en que manoteaba desde su puesto de conductor como preguntándome a donde iba. Se ofreció a llevarme, yo acepté para escapar de esa cosa  horrible que aquí llaman transporte público. No éramos amigos; yo sabía que ella es cercana amiga de mi hermana y recordaba su presencia solidaria en las brumas de la mala hora; pero, poco más.
 Nunca me percaté – hasta ahora – que ese día empecé a ser mejor persona, una vez más;  así como tampoco me percaté (culpa del argentino que llevo dentro) de que en ese momento, Mireya hacia algo que en pocas ocasiones alguien ha hecho por mí: apostar a mí, poquito - como deben ser las apuestas riesgosas – y con certeza, que es lo que cuenta. Ese día, antes de dejarme en mi casa, habíamos hecho el compromiso formal de sentarnos a conversar el viernes siguiente, a las 3 de la tarde, para explorar las opciones que me permitirían incorporarme al personal de la Escuela Técnica Industrial Padre Madariaga. Llegó el viernes, yo me asomé a la puerta de su oficina, que siempre estuvo y estará abierta, a las 3 en punto de la tarde y ella, con ojos sonreídos, alabó mi puntualidad diciéndome que solo por eso tendría que contratarme, “que en este país alguien se acuerde de una reunión a las tres de la tarde de un viernes, sin que lo hayan llamado para recordárselo, es un milagro, tendría que contratarte solo por eso” Así empezó mi andadura por un mundo desconocido hasta ese momento - voy a decirlo de una vez y advierto que no me causa ni orgullo ni vergüenza – yo soy un tipo muy sifrino y muy complicado, yo nunca había puesto mis pies en un barrio. Mucho menos me había planteado convivir con un barrio. Eso no era para mí. Yo podía tener (juro que las tengo) todas las soluciones para la pobreza, la promiscuidad de la vida de los que nada tienen y varios otros pensamientos a favor de encontrarle soluciones a ese, como uno de los grandes problemas de esto-que-nos-está-pasando, pero, al igual que muchos miles de paisanos, lo hacía desde la comodidad de mi habitación y por las redes sociales; en vivo y en directo, nada. Hasta ese día, en que ella me contó de La Loma y me dijo, como quien no quiere, que tenía unas horas, poquitas, y quería dármelas a mí para ver si yo podía hacer algo por sus muchachos. En principio se trataba de inventar un club de teatro para los alumnos; aunque debo confesar (pronto y sin argucias) que ese es uno de los fracasos más grandes de mi vida, también debo decir, en mi defensa, que es la prueba de que no hay mal que por bien no venga. En menos de un año escolar, me había convertido en profesor de un grupo de adolescentes con más problemas que el país mismo y la vida se me había vuelto un sube y baja de emociones ajenas que desembocaron en un montón de horas académicas, con asignatura propia, consejos docentes, planificaciones que siempre se quedan para otro día y todas esas cosas que se supone son propias de gente que se gana la vida enseñando; pero, se pasa la vida aprendiendo.
Gracias a Mireya comencé otra vez a tener verdades absolutas en mi vida: no importa el mal humor y las ganas que tenga de torcerle el pescuezo a alguien, “mis” alumnos no son ese pescuezo, aunque algunos lo merezcan, pues ellos están allí, con agradecimiento,  esperando que uno llegue a iluminarles la vida, aunque lo haga arrastrando el último suspiro.  Gracias a Mireya yo me enteré que hay adolescentes que se empeñan en sacar lo mejor y lo peor de uno, en un solo “bloque” y que eso se parece mucho a una gran forma de vivir la vida. Gracias a Mireya, en una cauchera de mala muerte, que queda en un vecindario de mala muerte, un muchacho lleno de grasa de pies a cabeza, me recibe como si yo fuera el Rey Fuad y no me cobra la reparación de los cauchos de mi auto porque yo soy su profe y soy un monstro.  Gracias a Mireya, yo he conocido gente a la que nunca me le habría acercado por decisión propia y, poco a poco, he llegado a hermanarlos en el afecto más profundo, a pesar de los taki ti taki, o tal vez porque existen, la vida es así y punto.
Ayer, en una fiesta que nos quedó buenísima, despedimos a Mireya, empeñada en jubilarse cuando nadie le había dicho que se jubilara, para dejarnos en este ayayay de no saber cómo va a ser el año escolar que viene, ni si tendremos las  libertades que Mireya nos dio a todos para que hiciéramos con nuestras clases lo que nos diera la gana, confiada - como siempre ha estado - en que sabremos hacerlo. Tengo que confesar, por eso lo escribo, que la salida de Mireya de la dirección de mi escuela, me produce hasta miedo, quizás por aquello de que uno ya no tiene edad para asimilar cambios y sobre todo, me produce nostalgia adelantada. Voy a echar de menos el espacio para ejercer de mí. Para hacerle chistes al poder, para abrir la puerta e interrumpir reuniones de alto nivel y soltar cuatro cosas bien y mal dichas sin que me manden a callar o estar para  echar una mano a la tarea inconclusa de ponerle buena cara a estos tiempos malos, rémalos.
La suerte, extraordinaria, es que no voy a echar de menos a la amiga. Espero que siga viniendo a almorzar a mi casa con frecuencia, espero que siga estando por allí para solucionarnos la historia, espero que esté al alcance del teléfono para hacernos algún favor mutuo, espero que volvamos a desayunar panquecas y pueda seguir burlándome de Pimienta.  Lo espero y sé que sucederá así. Mireya es ese tipo de mujer que se toma en serio la amistad y la expresa con abrazos mullidos, amplitud de mente y cerebro caraqueño, de los de antes. Eso lo agradece el corazón, porque sirve para entender que no hay otra forma de crear afectos que duren toda la vida. Como la escuela y yo. Como mis alumnos y yo. Como ella y yo.

domingo, 20 de julio de 2014

El vuelo MH17

 
Es tan grande el horror que sus detalles han ido escurriéndose poco a poco. Como con pudor. Como si el inmenso morbo que este tipo de noticias suele producir hubiese sido silenciado por el luto incomprensible.
Había despegado del Aeropuerto Schiphol (que sirve a la ciudad) de Ámsterdam a las 00:15 horas del día 17 de Julio de 2014 con destino a Kuala Lumpur, la capital de Malasia. Era un 777-200 de la línea Malasyan Airlines. Llevaba 298 personas a bordo. 298 vidas. En el minuto 120 de un vuelo apacible que presagiaba felices aterrizajes, el vuelo MH17 estalló en millones de pedazos. 298 personas murieron, sin tiempo de darse cuenta de nada ni despedirse de nadie. 298 familias, en varios lugares del mundo, hermanadas súbitamente en el  dolor de una orfandad provocada. Una orfandad con nombre y apellido: los pasajeros del vuelo MH17 tuvieron la indescriptible desgracia de tropezar en su camino con un absurdo sin sentido, la intransigente ansia de matar de los separatistas ucranianos pro-rusos. La insaciable necesidad de sangre del régimen ruso. O no; es posible que nunca se sepa con exactitud. En cualquier caso, las manos de los rusos, de un bando o de otro están metidas allí. Lo que menos importa es el bando al que representan.
¿Cuántos de esos 298 seres humanos tenían algo que ver con el atajaperros ucraniano? Es más ¿qué tienen que ver Holanda, Melbourne o Malasya con el hecho, simple en apariencia, de que Rusia no quiera reconocer la independencia de Ucrania? Nada. En la acepción más simple y pura, absolutamente nada (lo cual no deja de ser discutible en estos tiempos en los que el papel del vecino, es fisgonear en los asuntos del otro) sin embargo; un avión Malasio, cargado de ciudadanos Holandeses, que viajaba a Kuala Lumpur, cruzando el espacio aéreo de Rusia, es el último trofeo de una guerra disparatada que solo debería importarle a ellos. De verdad,  no hay una mala palabra, no hay maldición alguna que le quite a uno la inmensa rabia
La rabia inconmensurable de saber que entre esas 298 historias se acabó el futuro, no solo del que murió, que suele ser el que se toma en cuenta a la hora de recapitular tragedias, sino (y sobretodo) de quienes tenían que ver con él. Del África Subsahariana, por ejemplo. En el vuelo MH17 viajaba, entre muchos otros científicos e investigadores invitados a participar en la conferencia mundial sobre SIDA, el Dr.  Joep Lange, ex - presidente de la Sociedad internacional sobre SIDA (IAS) entre 2002 y 2004 y actual director del Departamento de Salud del Academic Medical Center de la Universidad de Ámsterdam. Lange, reconocido como un incansable defensor de una causa que ha golpeado de manera muy especial a los pueblos del África Subsahariana, en donde el índice de fallecimientos a causa de complicaciones derivadas del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida es el más alto del planeta, empeñado en una región de la tierra que pocos dolientes tiene, trabajaba en un proyecto francamente revolucionario (perdóneseme por mencionar la mala palabra, pero cabe) de tratamiento, ya no a base de antirretrovirales – que también sirven – sino de un producto probiótico (NR100157) que podía actuar directamente sobre la flora intestinal del paciente, contribuyendo a su estabilización y posterior mejoría. Junto a Lange, su asistente marchó al otro barrio con el proyecto inacabado. Hay más, un número - no establecido realmente - (pueden ser 109 o 6, que más da) de delegados a la conferencia mundial del SIDA (empieza hoy en Melbourne, Australia) murieron en ese avión derribado. La gran pregunta es inevitable ¿y si entre ellos iba la cura de una de las más terribles enfermedades de los siglos XX y XXI?  Resulta, voy a volverlo a decir aunque suene a repetición innecesaria, que por lo menos una tercera parte de los fallecidos, demostraban en su vida diaria un compromiso absoluto con la lucha contra el SIDA y a ello dedicaban todo su esfuerzo sin aceptar algo como imposible, salvo sobrevolar con éxito la frontera de una región en conflicto en la que, paradojas del destino, la homofobia se practica por decreto presidencial.
Podría extenderme por páginas. Si no lo hago, es porque no me lo permite el dolor. Yo sé -  lo viví de cerca- lo que significa esperar por una cura para el SIDA y cerrar los ojos de quien amas, porque ese remedio no llega. Se lo que significa pensar que ese remedio posiblemente tendrá un retraso de varios años, gracias a un misil lanzado desde una oscura población de Ucrania, un pedazo de tierra helada y en “conflicto” que para muchos insensatos, es ejemplo de lucha por la libertad. ¡Carajo!
Una monja, querida y respetada por ser una de esas educadoras que deja huella, un estudiante estadounidense de tan solo 19 años, 3 hermanos de 4, 7 y 10 años de edad, una estudiante australiana y su  novio, una pareja de prestigiosos médicos patólogos, un vocero de la Organización Mundial de la Salud, un diputado Holandés, un sobrecargo que decidió trabajar en ese vuelo a última hora para pagar un favor a un compañero de aerolínea y, desde allí, historias truncadas; historias de vida que se desgarran para dar lugar a la oscuridad de la guerra. Realmente, ¿hace falta más para entender el sucio reguero de estiércol en que hemos ido convirtiéndonos el planeta? ¿Hace falta más para entender lo enfermos que estamos?

martes, 15 de julio de 2014

Loreta, un nombre entre todos....

He pasado varios meses (9 para ser exactos) pensando que Loreta bien pudo haberse llamado, por lo menos, Lorena; ese nombre, un poco mas cristiano, le acomodaría mucho más a sus 14 años, es más, hasta podría convertirse en amuleto contra la vida atropellada con que la suerte comienza a probarla. Ya sé que no existe manera de que mis deseos se cumplan, porque Loreta se llama como se llama y ese, además, es el último de los asuntos que preocupan su vida; pero, no hay día en que no le de vuelta a ese nombre que tan  poquito me gusta y a las circunstancias a él apañadas.
 Aunque cuesta mucho ponerle tal adjetivo a los muchachos con quienes comparto la aventura de enseñar mientras aprendo, Loreta, posiblemente, sea una de las mejores alumnas que un enseñador quiera tener, básicamente porque, junto a su enorme timidez convive una autentica avidez de cosas nuevas. Loreta quiere aprender, cualquier cosa que alguien venga a enseñarle y eso, suele mostrarse en sus calificaciones. O solía, hay que aclararlo; porque al regreso del largo asueto impuesto por las trincheras, Loreta se ha echado novio de a de veras. 
 Es normal. O al menos lo es en este universo de muchachos que viven las prisas de quienes tienen poco que apostarle a la vida. No deja de ser una pena, pero es lo que  hay. Con frecuencia reparo en ello, tratando de que alguien que no sea yo, se me una en el predicamento: Loreta, sabe Dios porque, escogió, de lo malo, lo peor y para alguno de nosotros es un tema bien difícil que ha causado más de un cisma, muchas lagrimas y un descenso tan preocupante como triste en sus calificaciones y mas allá, en lo que duele: en la vida.
 El novio de Loreta, en principio, es un problema para ella; en final también, pero a ella no le da la gana de darse cuenta. Del mismo modo como no quiere que, los demás, nos demos cuenta que al nacer tuvo la mala suerte de un estigma: alrededor del ojo derecho y en mitad de la frente, su piel tiene el color de la tiña; si dos más dos son cuatro, ese es exactamente el filón que este malandro de siete suelas ha conseguido para lograr que Loreta se haya convertido en una muchacha triste y asustadiza con quien es imposible "entrar en razones".  Loreta no volvió a acompañar a sus amigas al kiosco, Loreta no ha vuelto a los paseos que organizan sus compañeros en las tardes que les dejamos libres, Loreta no ha tenido últimamente tiempo para terminar los proyectos de escuela, a Loreta la han visto salir corriendo a la hora del receso para llevarle a su "novio" su parte del desayuno, Loreta llora con frecuencia en los rincones, acabó casi completamente la ambigua relación que tenía con su madre y ha escogido la soledad como compañera de unos ratos de escuela, que antes eran parecidos a grupos. Todos hemos visto a Loreta sentada a horcajadas en la moto del novio mientras él le revisa el morral y  los apuntes del día. Algunos de nosotros estamos seguros que ciertos moretones en los brazos de Loreta no son extensiones del lunar en el rostro, sino metástasis de un mal amor.
Loreta, enamorada, no entiende de ningún modo que se expone a todo lo oscuro. Hablarle ha probado lo inútil de nuestro verbo enfrentado al “amor”,  Su mamá, comadre de la mamá del "macho" que la mantiene mirando un precipicio, ha amenazado con retirarla de la escuela (y dejarla sin estudios) antes que verla caer por el despeñadero; es decir, antes de la rayita rosada en el casette de la farmacia. A él, ningún castigo le anuncian, tal vez porque lo suyo es cosa de machos, tal vez porque alguien está esperando que la vida se ocupe, si es que la vida – realmente - se entretiene en "hombres" como él;  cosa que a veces se duda.
 Es probable que Loreta en algún momento comience a sentir el dolor que nosotros presumimos empozado; mientras ese día llega, Loreta continuará pisando las piedras de un camino que, a los catorce años, se antoja plagado de lacrimosos sinsabores.
 Esa seguramente es la razón para el gran estupor que nos ha causado su último boletín de calificaciones, aun más, su último reporte de vida. 
 Esa y, probablemente, la pena de haber nacido predestinada al desgarre de un estigma.

miércoles, 9 de julio de 2014

Saudade de gol...


Explicar lo inexplicable es muy complicado
(Julio Cesar)
Yo solo quería darle una sonrisa a este pueblo, que ha sufrido tanto
(David Luiz)
No vi todo el partido.  Salía de clases cuando escuché la gritería que anunciaba el primer gol de Alemania, pero no me quedé para el partido porque tenía cosas que hacer.  En el camino me enteré de otro gol alemán mientras me dedicaba a lo mío. Casi a punto de llegar a mi casa, paré en la panadería y descubrí con sorpresa que el score del juego era  5 a 0 a favor de Alemania. Unos minutos más tarde, la pantalla de mi televisor mostraba el oprobioso resultado:  7 a 1, en la semifinal de la Copa del Mundo 2014, en contra de la Canairinha. Un resultado en eliminatorias que no se veía desde que en 1934 Suecia le anotó 8 goles a Cuba.  Andre Schurrle en el minuto 68 (narrarán para siempre los comentaristas deportivos) refrendó una derrota de librito al anotar dos goles en menos de diez minutos; nada importó que Oscar, en el minuto 90, lograra pasar de la portería el gol más triste de la historia de la competencia. Brasil se despedía del mundial - y la gente del estadio - con la mayor  saudade de este mundo. No era la primera vez, era  la peor de todas.
Si aquel lejano gol de Uruguay en 1950, se convirtió para siempre en la peor derrota deportiva de la historia del Brasil, los siete goles de ayer se grabaron a sangre y fuego, literalmente, en las mentes de un país que se opuso al mundial con tanta fuerza que parecían anunciados del presagio de una tarde para penas,  solamente.  Yo no iba por Brasil; pero, sinceramente,  yo no quería verlos de nuevo viviendo ese dolor.
Julio de 2006, mundial de Alemania.  El 1 de julio se enfrentaban Brasil contra Francia en Fráncfort en un partido que determinaba el pase a semifinal del equipo ganador. En mi casa de Houston, las pasiones divididas alentaban una tarde inolvidable. Ese año, como muchos otros, yo apostaba a España, entonces eliminada. Mis amigos, sin embargo apostaban a Brasil con ese furor que solo se ve en Venezuela y en Rio de Janeiro. Un par de compañeros argentinos ligaban la caída de la canarinha y un alemán de esos que parecen sobrino de la Merkel, nos había ofrecido un shocroute (aunque reventáramos de glotonería en el calor Texano) si Alemania llegaba a la final.  Todo lo demás era verde amarillo. El juego, ¿donde si no? lo íbamos a ver en casa.
Muy temprano salí a llevar mi auto a hacerle servicio. Aproveché la cercanía para regresar a casa caminando bajo los permanentes 37°C de calor tejano.  A tres cuadras de mi casa estaba el mejor restaurante brasilero de la ciudad. No era la famosa churrasquería con sucursales en todo el país; no, era un sitio discreto y exquisito en que servían el mejor acarajé y la mejor feijoada que podía conseguirse fuera de los límites de Brasil.  Pasé por el frente. En el estacionamiento del pequeño centro comercial, la fiesta había empezado un buen rato antes. Un grupo de mulatas de esas que uno ve en documentales gastronómicos, habían montado una cocina al aire libre de la que se desprendía calor y aromas insuperables. Un poco mas allá, algunos muchachos de guapura imposible ensayaban una y otra vez complicadas artes de capoeira mientras otro grupo, esta vez de garotas triple-mamitas, se probaban con todo descaro, minúsculas piezas de tela recamada e intentaban montar sobre sus cabezas verdaderos prodigios de plumas y lentejuelas. En el balcón que daba a la avenida más importante de Houston, ocho hombres vistiendo el uniforme de su selección, acomodaban la bandera más grande que le he visto a país alguno en mi vida entera. El pequeño street center en que se alojaba el restaurante, ese día, era una representación soberbia de la soberbia con la que Brasil suele encarar la certeza de ser “os melhores jogadores do mundo”
Pero la tabla de anotaciones no miente. Aun cuando Brasil no ha recibido desde 1938 más que 5 goles de un oponente en un mundial (y vale decir que ese juego lo ganaron a Polonia 6 a 5) ni han perdido jamás un juego en casa, desde el fatídico Maracanazo de 1950, ese día de 2006 que se vivía en Fráncfort, golpeó con toda intensidad mi vida en Houston.
Tuve que ir a retirar el auto en el entretiempo del partido. Al llegar al taller, descubrí con espanto que perdería el desenlace del partido que ya iba 1-0 a favor de Francia. Mi auto, cosas de la vida, no estaba listo; peor aún, nadie en el taller estaba siguiendo las incidencias de la Copa Mundial. Espere por no sé cuánto tiempo y finalmente decidí regresar a casa andando, aunque me quedara sin carro. Entonces sucedió: al pasar por el frente del pequeño universo brasilero montado desde la madrugada con todo esmero, en la Avenida Westheimer de Houston,  tres mujeres llorosas doblaban en cuartos la inmensa bandera. Una negra de turbante blanco secaba sus ojos con el dorso de la  mano, mientras achicaba las cocinas montadas a la intemperie. Los hombres de la capoeira perdían su lustre y su buenamozura entre abrazos del más hondo pesar y las garotas del desayuno, lavados sus rostros, habían tapado sus cuerpos esplendidos con las batolas del deshonor. Kilos y kilos de acaraje se amontonaban en el contenedor de basura.  Me acerqué. Un mulato a quien las lágrimas habían cuarteado el maquillaje amarillo de su rostro, puso en mi mano una cerveza y se sentó en la acera a llorar. Me senté a su lado. El silencio,  poco a poco, dio paso a un enorme coro de choros y saudades, a una incontenible tristeza: Henry, el jugador francés, había anotado el único gol de la tarde. Brasil estaba fuera del mundial 2006.
Anoche, otra  vez,  los jugadores de oro no solo perdieron. Perdieron mal, perdieron horrible. Fueron masacrados por un equipo europeo eficiente y concentrado que no necesitó trastadas, ni puso el grueso de su futuro en las piernas de un solo jugador. Jugaron futbol.
En La Copacabana de hoy, aun hay gente que recuerda con dolor la cruel derrota de 1950 en el Maracaná y como ese día el silencio descendió sobre Rio. En la Copacabana de hoy, asfixiada de pobreza, descontentos y promesas incumplidas, es bastante difícil que vuelva un silencio a cubrir el dolor de ya no ser.  Las protestas callejeras que casi le cuestan el mundial a un gobierno empecinado en no admitir realidades (oh eterna maldición latinoamericana) no nos dejan sino el temor de que el terror vuelva a apoderarse de las calles de Rio. Después del 7 a 1 de anoche, solo dos cosas son seguras: Alemania va cómodamente en camino a coronarse campeón Mundial 2014 y el corazón de los 199 millones de brasileros en el mundo, jamás olvidará el 08 de julio de 2014 ni el estadio Mineirao de Belo Horizonte.

lunes, 7 de julio de 2014

¿Para qué?

Desde hace 48 horas, la ciudad de Mérida, mi ciudad de Mérida, ha sido el primero de los estados venezolanos en apropiarse del insoportable calificativo puesto de moda por el difunto y, endilgado de tal manera a cuanta cosa se les ocurre, que más parece una palabrota poco apropiada en sociedad. Para celebrar el 5 de Julio (es la fecha de la independencia, ¿no?) el gobernador de Mérida decidió, probablemente con el apoyo de sus empleados, convertir Santiago de León de los Caballeros de Mérida en Estado Bolivariano de Mérida.  Un hecho sin mayor trascendencia, en realidad, si consideramos que salvo unos cuantos comunistas trasnochados (por suerte de los que casi no hay por estos lares) aquí nadie va a usar el nuevo nombre de la ciudad, del mismo modo como antes nadie usaba lo de Santiago de los Caballeros – aun cuando creo recordar que en mi juventud era normal escuchar decir que Mérida era la ciudad de los caballeros cosa que, por cierto, se podía deber a dos razones: la fama de galantes que solían tener los hombres que la poblaban y/o la costumbre de andar a caballo, que no se ha perdido del todo –  Es normal, quienes vivimos y hemos vivido la ciudad desmigajada en que se ha convertido este pueblo, jamás hemos necesitado otro apelativo que Mérida para nombrarla. Bolivariana, Caballeresca, Santiaguina o Nevada; Mérida es, por suerte, Mérida. La ciudad de los afectos serranos, para algunos pocos.
El cambio de nombre, hasta ahora, ha traído poca tela.  La nueva urbe bolivariana estrenó “denominación de origen” con un poco más de lo mismo: En el estacionamiento de un parque infantil, dos bandas de motorizados se enfrentaron a tiros para acabar con uno de ellos, recién salido de la cárcel. En un centro comercial fue asesinado a puñaladas un muchacho de menos de 30 años para cobrarle una cuenta pendiente del corazón, según las malas lenguas. En una urbanización clase media, una pareja de vecinos despertaron en la madrugada, para encontrar en sus frentes dos pistolas empuñadas por muchachitos que los maniataron y golpearon para robarles la camioneta.  La prensa local (sí, eso que circula en Mérida se conoce como prensa local) da cuenta de siete accidentes graves producidos por motorizados, los supermercados continúan pidiendo cedula de identidad para decidir el día en que puedes hacer tus compras, ayer se fue la luz un par de veces y las cartas de los restaurantes (esa horrible costumbre escuálida de salir a comer en restaurantes los domingos, habiendo tanta comida en casa) solo pueden ofrecer la  mitad de lo que allí aparece por falta de “materia prima”. Hoy, camino a mi trabajo, muy temprano en la mañana,  me detuve en cuatro panaderías clamando por un cachito y terminé mascullando maldiciones.
Sin embargo, la papelería oficial (la poquísima que existe) exhibe el nuevo membrete “bolivariano” y los decretos de marras han sido publicados, sellados y refrendados.  El nuevo mote de Mérida, mi serrana ciudad acogedora, que cantaba el pobre de Emiro Duque Sánchez, ha dejado a todo el mundo con un chiste en la boca y no ha pasado más allá de ser considerado, literalmente, una ridiculez. Hasta allí, todo bien; pero, me pregunto: ¿es tan inofensivo el asunto?  Realmente ¿tiene tan poca importancia? Me está que no, me está que una ciudad cuyo nombre ha sido el mismo por más de dos siglos y medio, no puede amanecer llamándose de otra forma un mal día, sencillamente porque un gobernante ávido de hacer notar su “pureza” colorada, lo decide de manera casi inconsulta. El día que los rusos decidieron que Leningrado volvería a ser San Petersburgo, sencillamente imprimieron nueva papelería y refrendaron un decreto o, ¿se lo preguntaron a alguien? ¿Y Bogotá?, el día que Don Belisario (ahora no me acuerdo quien lo hizo, pero suena a cosas de Don Belisario Betancourt) decidió que retomaba oficialmente el nombre de Santa Fe de Bogotá,  lo hizo porque le salió de las entendederas o ¿cómo fue la cosa?  ¿Qué es eso de cambiar de nombre a una ciudad, cuando además, lo que estás haciendo, al contrario de los casos mencionados, no es un acto de justicia sino de malcriada soberbia? ¿Eso se puede?
Por supuesto que algunos de nosotros  jamás usaremos el nuevo nombre. Ya lo dije arriba. Pero, qué vamos a hacer con el fastidio bolivariano, si es que a los gobernadores les da por ganar puntos: ustedes se imaginan la pena que uno puede pasar, si está en alguna parte y le toca decir que la capital venezolana es “El Bolivariano Distrito Federal de la Gran Caracas” ¿no les suena eso a villa de siete leguas? Francamente, no gana uno para sustos en esta cosa rara que es nuestra república bolivariana; habría sido estupendo que el gobernador Ramírez se hubiera detenido un momento a pensar que, la única biblioteca del país en la que no hay un solo libro que ofrecer al público es, precisamente, la Biblioteca Bolivariana de Mérida.

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