domingo, 30 de noviembre de 2014

El dolor de ya no ser....

Parados al pie de la gran escalera mecánica, esperábamos a Elías que bajara de la sala Ríos Reyna para irnos todos a almorzar en uno de esos brillantes mediodías caraqueños que son lo único con lo que no han podido acabar. Elías estaba arriba, en alguna de sus manías, los demás matábamos el tiempo. De pronto, la escalera echó a andar y en el medio, sin compañía ninguna, recrecidos sus escasos 148 centímetros de estatura por ese halito de intocabilidad que acompañaba su histórico mal talante, Elías Pérez Borjas comenzó a descender en dirección nuestra. Todos nos quedamos mirando la escalera sin decir una palabra. Pasados unos minutos,  Elías aterrizó junto a nosotros, fue Vicente Nebreda quien viéndolo fijamente, rompió el silencio, espetandole en ese tono suyo que, mas que hablar, mascullaba:
 
-          Elías, tú no eres una emperatriz, tu eres el director del Teatro Teresa Carreño, pero no eres una emperatriz….
 
A pesar de lo políticamente incorrecto, una gran carcajada colectiva celebró la chocarrería de Vicente mientras caminábamos a cumplir con el plan del mediodía. Terminado el almuerzo, cada uno regresó a sus labores. El chisme de la ocurrencia de Vicente rápidamente corrió de oficina en oficina; a media tarde, cuando bajamos al cafetín a merendar, tantas versiones como empleados habían hecho del trabajo una fiesta.  Una que, por cierto, no interrumpió ni por un segundo las ocupaciones numerosas de cada uno de los que teníamos la suerte de estar allí, para estar, como dijera Cabrujas.
Es parte del anecdotario, interminable, que hacen inolvidables los buenos días de los años felices; días en los que trabajar significaba una risa y en los que la más pequeña de las cosas, si involucraba al Teatro o se hacía con el mayor empeño o se hacía, pagando las consecuencias de desairar las instrucciones de aquel diminuto personaje a quien, ni la grandeza de Vicente Nebreda, pudo quitarle el talante de emperatriz Prusiana.  El Teresa, para muchos, la trinchera del país posible. Del país que nosotros jurábamos realizable, aquel al que los maestros nos enseñaron a verle el futuro y tenérselo calibrado. Elías, Vicente, Isaac, Miriam, José Ignacio, Belén, nombres que - probablemente - como dijo una vez Elías, “ya entraron en los libros de historia”  y que para nosotros eran tan cercanos como Adam, Cheo,  Iraima, Edwin, Luisa, Gunilla, Mireya, Luis o Isabel. Parte de la familia – tal vez - gente que uno ve todos los días para aprender algo cada vez más importante y olvidado: el problema siempre empieza cuando no se le pone a las cosas el mayor esfuerzo. Nosotros tuvimos la suerte de tatuarlo a fuego en nuestras mentes. Tal vez habría sido mejor no hacerlo. Si es verdad que Elías no era una emperatriz (y además era uno de los hombres más antipáticos que ha parido la tierra) no menos verdad fue que su generosidad a la hora de formar sus relevos no tuvo límites. Si es verdad que Isaac no era el centro del universo (murió sin aceptarlo, por cierto) no menos verdad es que al adoptarnos nos entregó con amor indiscutible la fórmula del bien hacer las cosas de la cultura, que por poquito que se le ponga obra es -  de muchos modos - el bien hacer las cosas del país.
No hay nada que hable más alto y duro de la vejez a la que estamos acercándonos como la nostalgia.  Ya no es tan importante hablar corrido, cosa que hacíamos con maestría en esos años, ahora lo que cuenta es de lo que se habla. Recordar esos años con nostalgia triste no es bueno. Ninguno de los de entonces seguimos siendo los mismos, dijo el poeta; pero, ninguno de los de entonces habría apostado ni en su peor pesadilla que nuestro Teresa iba a convertirse en eso que es hoy. Ninguno de los de entonces supo verlo venir, porque ninguno de los de entonces tuvo la suerte, buena o mala según se mire, de tener la bola de cristal de las infalibilidades. Ninguno asumió que empezaríamos a hablarnos con más frecuencia en las funerarias, que en las noches de estreno y ninguno se preparó para aceptar de buena gana que, así como a nosotros se nos caía el cabello y se nos arrugaba el rostro, a los maestros se les acababa la vida al mismo tiempo que al país se le acabaría la memoria. Una vez más, por ejemplo, el domingo pasado nos tocó cruzarnos mensajes de desoladora tristeza para despedir a nuestra queridísima Belén Lobo, la mamá de la danza de este país. Antes hemos ido despidiendo con idéntico pesar a los que la han antecedido. Y con el mismo estupor: el de ver como sus muertes significan nada en un país de oficialidades huecas y el de pensar, sin decirlo, que cada pala de tierra que cae sobre sus cuerpos está cayendo irremediablemente sobre la memoria de un país que hoy llora, como el tango, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
El dolor de haberse convertido en despropósito. A ellos, a los maestros, es a quienes se les irrespeta cuando se aplaude la memoria de un fantasma convertida en pirouette en las manos – nada más y  nada menos - del cuerpo de ballet que llenó de gloria a Venezuela, poniendo en puntas de arabesco la música de Antonio Lauro. No, el país que yo llevo en mi memoria no es el que le pone lycras a un militar para contar sus atropellos, ni el que aplaude la música sinfónica que avanza destruyendo lo que gente de verdad había creado dejando su piel en ello. Un fantasma convertido en Cabriolé sobre el escenario que él mismo arrebató a quienes una vez convirtieron sus cuerpos en elegantes corcheas, solo sirve para agregarle desvergüenza al cinismo. Para ninguna otra cosa.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Ciudadanos de un sábado merideño

¿Ustedes saben lo que significa sentarse en una silla de plástico para que, con dos horas de retraso, cincuenta y pico de personas, en lo alto de sus emociones, repitan los  mismos slogans patrioteros que se repiten hasta la saciedad en toda conversación de bodega? Eso - y no otra cosa - fue el Congreso Ciudadano de Mérida.
Si, ya sé que suena demasiado descalificante y que eso no se hace; pero, a mi me convocaron a una instancia política. Lo que me dieron, fue una colección de arengas  que si bien son un poquitín menos peligrosas que una reunión del PSUV, lo son porque las dicen gente que está de mi lado.
La cita fue el sábado pasado y si de primeras impresiones se trata, la de este día no ayudó mucho. Pasadas las 10 de la mañana (el llamado había sido hecho para las 8 en punto)  la sesión apenas empezaba a calentar motores; a esa hora, una de las promotoras anunció que arrancaríamos con un video, al que nadie le prestó atención pues ni se veía ni se escuchaba bien. Si ese video contenía las bases programáticas del Congreso Ciudadano, he allí la explicación al por qué nunca nadie se tomó la molestia de explicarlas. Se perdieron en el video.
El salón en el que se estaba realizando, por cierto, hervía de emociones varias; de modo que superadas algunas formalidades organizativas,  el presidente de la sesión dio por abierta la discusión sobre los aspectos “políticos” de la reunión anunciando que, además, se discutirían aspectos económicos y sociales. Entonces mi cabeza, poco dada a tolerar las luchas por la patria, empezó a girar descontrolada.
A ver, por ejemplo: ¿Qué es “la resistencia”? ¿Qué obliga a un ciudadano de a pie, a presentarse ante un auditorio como miembro de “la resistencia”? Peor aún, ¿por qué la palabrita de marras despierta tales vítores? Nunca lo supe. Así como nadie explicó el concepto Congreso Ciudadano, ni sus objetivos claros,  nadie se ocupó tampoco de  aclararme esa duda. La apertura de la sesión, entonces,  estuvo más bien plagada de emotividades y de frases que a la gente parece encantarles: “empoderamiento del ciudadano”, “voz de quienes no la tienen” “necesidad de exprésanos” y otras por el estilo que sirven para ilustrar el camino que empieza a transitar el lado más radical de nuestra inefable oposición.
Empezaron pues a correr los minutos dejando tras de sí la más cruda de las realidades venezolanas del siglo XXI: Salvo honrosas excepciones, lo que sobra en Venezuela  es creer que cualquier lugar que parezca opción de confrontación de ideas, es sitio para una catarsis llena de eslóganes, artículos que han circulado hasta el cansancio, reiteraciones y recetas mágicas que no llevan a ningún lado y que retozan libremente sobre una pésima particularidad: cualquier micrófono sirve para caerle a palos a  la Unidad Democrática, desconociendo – paradójicamente -  el verdadero poder ciudadano al  abrogarse derechos que, aunque existen y son válidos, no poseen una estructura formal que los legitime. En poco rato, la tarima se ha convertido en un pandemónium (en ocasiones con un léxico bastante mediocre) que desconoce la posibilidad de servirse de las  vías constitucionales que el mismo gobierno ofrece. La emotividad exacerbada de la mañana se resume en la frase (ciertamente desafortunada) de una de las organizadoras del evento: “lo que necesitamos hacer es salir a buscar la gente que está dispuesta a acompañarnos y tiene  la misma tendencia de nosotros” (después de lo escuchado, ¿hablaba de talibanes?) Por ejemplo, una intervención que pone en claro la urgente necesidad de rescatar la paridad de criterios se escucha con fastidio; cualquiera de las muchas – exaltadas – que  recurre al argumento radical de no considerar la vía electoral como una salida, recibe emocionados y estruendosos apoyos.  Pienso entonces, con preocupación, que estamos ante una dura realidad: solo puede aspirar al liderazgo político quien se aprende unas cuantas frases efectistas al estilo "doy mi vida por la patria" aunque rayen en lo cursi y no ofrezcan más que un palabrerío vacío.
Dos marcadas tendencias aparecen cuando llevamos más de una hora de discursos enconados para los que nadie respetó el tiempo pautado previamente: una es  desconocer la importancia del proceso electoral porque no se cree en el arbitro, aunque nadie  propone una idea válida para cambiarlo y la otra es que, sin presos políticos en libertad, no hay manera de empezar a hacer el trabajo político indispensable que ayudará a poner a los presos políticos en libertad. Complicado, ¿no? Pues bien, las gárgolas que cada asistente le ha puesto a sus ideas, impiden que se realice un verdadero intercambio de planes de futuro o al menos, que se diga algo sensato sobre lo que haremos con este país, despezado y macilento, una vez alcanzada “la libertad”.  El Congreso Ciudadano, se convierte entonces en una  plataforma para cruzar monólogos que no van a lugar alguno: todos lo quieren todo, libertad de presos políticos, constituyente, renuncia, referéndum revocatorio y calle, mucha calle, pero nadie se acerca al micrófono con una  idea de cómo lo haremos. No deja de ser preocupante, pues, que  la persona que desempeña  el rol de anfitrión, es quien esgrime más duramente el argumento desconocedor de las opciones constitucionales.
Transcurridas dos horas largas de intervenciones, empañadas por un sonido mal ecualizado, cuando comienzo a pensar que mejor estaba en otro sitio, es en ese momento cuando escucho una decisión  absolutamente delicada: Esta es una lucha política, es el pueblo, por vía de las organizaciones de  ciudadanos quien va a decidir si participa o no en las elecciones.
Antes de levantarme de mi asiento, un hombre a quien aprecio habla de la “unidad perfecta” llamándola, como ya otros lo han hecho en un contexto opuesto, un montón de poquitos. Una vez más la unidad, la única que se ha logrado construir en estos años de vorágines electorales,  es acusada de colaboracionista y oscura. Preocupado, salgo del recinto con tiempo para escuchar el más errado (por inalcanzable) de los objetivos de la  lucha política actual en Venezuela: La renuncia del presidente y su gabinete ejecutivo, así porque si. Sin elecciones. Como cantaba Soledad Bravo, “todo a pulmón, solo a pulmón”.
No sé muy bien como, sin embargo, al cierre de esta primera discusión los asistentes logran acuerdos que podrían tener sentido, si estuvieran desprovisto de esas ganas de llevarnos todo por delante que ha sido leit motiv del encuentro:
-          O hay elecciones primarias para llevar candidatos a la AN, o no hay nada.
-          Hay que constituir comités ciudadanos de movilización (una versión azul de los Círculos Bolivarianos, lo cual no es mala idea, en absoluto, aunque no apuesto por ello)
-          No olvidar el estado comunal y la propiedad privada y, por último,
-          Defender la emoción que produce el federalismo ya que Caracas, cada vez mas, es percibida como una suerte de enemigo histórico.
La mañana, con un 30% de ·delegados” alejados de la discusión, comiendo pastelitos fríos o tomando café sin ningún miramiento, concluye – al menos para mí – sin que ni uno solo de los asistentes haya comprendido que existiendo la unidad política lograda en eventos anteriores, un flaco favor le hacemos a “la patria” tratando de acabar con ella de un plumazo.
Salí de allí sin atreverme a dudar de las buenas intenciones de los promotores de esta iniciativa (a quienes por cierto, conozco porque si, pero jamás se identificaron como grupo cohesionado) pero, con el convencimiento absoluto de que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Puta, pero decente...

Una de las grandes enseñanzas de mi vida se la debo a Nora, una mujer de la mala vida a la que frecuenté, subrepticiamente (lo digo sin pizca de orgullo en homenaje a mi crianza prejuiciosa y pueblerina) en los años del exilio neoyorquino. La conocí por pura casualidad, justo la noche en que ella no prestaba sus servicios,  compartiendo un trago en un viejo bar de Manhattan. Colombiana, buenamoza y exitosa, Nora era una puta de alto standing a la que - habiéndole costado lo suyo alcanzar su estatus - la vida de "refugiada" le carcajeaba de gozo. La noche que decidimos emborracharnos juntos sin otra intención que esa, yo me acerqué a ella con la curiosidad morbosa del gocho que nunca ha pagado por el amor de utilería de las profesionales de la vida y ella a mí, con la de la puta que intenta que un hombre joven y en bancarrota le alegre un poco la vida sin necesidad de meterle mano. Por eso, probablemente, fuimos un par de buenos amigos a los que la cama solo les sirvió para comer sándwiches de mermelada y queso blanco (que yo hago riquísimos) y ver películas en betamax (que ella escogía y pagaba con rigor de santa)
Nora tomaba su oficio en serio, definiéndose a sí misma como "profesional del placer" y aunque tenía reglas inquebrantables en su ejercicio estaba, más o menos, dispuesta a complacer las más inimaginables fantasías del hombre, si entre estas y ella había un buen fajo de dólares. Alegre y dicharachera además, Nora ocultaba muy poco su profesión pues le gustaba decir que ella podía haber sido doctora; pero, había decidido ser puta.
De nuestras largas conversaciones obtuve, por ejemplo, la certeza inquebrantable de que el cuento de la puta triste es exclusivo de mujeres a quienes la tristeza les viene por otras vías. Nora era la mejor (y con diferencia no la única) prueba de que el oficio más antiguo del mundo se ejerce casi siempre con determinación y buen tono, a menos que la pobre tenga la desgracia de nacer y vivir en uno de esos países donde ser mujer es una maldición perpetuada por el macho abusador dominante. Ejercer la prostitución es un oficio cuya escogencia se debe a muchos motivos, la supervivencia entre otros; pero, no a que a la pobre puta no le quedo más remedio.
El recuerdo de mi amistad con Nora anda asaltándome desde hace días. Quizás desde que descubrí, en uno de los grupos de whatsapp a que pertenezco, un artículo (que luego he visto muchas veces en las redes sociales) lamentando profundamente la suerte de las "oleadas de mujeres venezolanas  obligadas por las terribles circunstancias" a ejercer la prostitución en Cúcuta y otras ciudades colombianas. El escrito, de manera bastante tendenciosa por cierto, narra las desventuras cada vez más frecuentes que sufren, literalmente, las representantes del hetairado local ahora allende fronteras. ¿Qué tal?  A ver, yo no dudo que esa sea una tarea con dificultades en su ejercicio (prestar servicio al cliente es complicado tanto en el mostrador de una panadería como en la cama…hay cada loco) pero, estoy seguro gracias a mi añorada amiga (puta, pero decente) que en estas latitudes nadie se mete a eso porque no le queda otra alternativa y - mucho menos - lo hace para enrostrarle a régimen alguno los horrores a que le somete. Con lo difícil que es la decisión de salir a vender aspiradoras de puerta en puerta, imaginen lo complicado que ha de ser - vista nuestra moral judeo cristiana - la decisión de vender el cuerpo (o lo que otros puedan hacer con él) en estos tiempos sobreinformados. A lo mejor sueno a troglodita; pero, una vez más, estamos sacando las cosas de quicio.
¿Por qué ese (u otro) artículo con visos de circulación viral no se ha dedicado  a escudriñar en la vida de los cientos de mujeres venezolanas, graduadas en universidades,  que hoy día limpian casas en Barcelona, Toloussse o Miami o lavan carros bajo el sol abrasador de Houston? ¿Por qué es la supuesta prostitución forzada de nuestras mujeres, lo qué enciende las mismas alarmas que hace años encendieron la aparición de jineteras forzadas por el régimen  cubano? Me aventuro a una respuesta digna de Nora: porque las putas son vistas públicamente con horror por los mismos ojos que en privado las ven con delicia; además venden periódicos, o viralizan artículos, que en estos tiempos es lo que cuenta.
No niego que el tema tiene mucha tela para cortar; sin embargo, me atrevo a asegurar (a riesgo de parecer excesivamente complaciente con la dictadura, culpable de otros muchos horrores)  que está equivocado en su enunciado pues, sencillamente, nadie que sepa lo que eso significa realmente (y en el año 2014 eso lo saben hasta las niñas de preescolar) se mete a puta, en-contra-de-su-voluntad-porque-no-tiene-otra alternativa-que-llevar-una-vida-de-desgraciados-horrores. ¿No será la promesa de dinero rápido (y la fama no del todo real de la belleza suprema de la mujer venezolana) lo que ha allanado el camino del aparentemente muy próspero nuevo negocio de nuestras congéneres exiliadas?
Definitivamente, la sensatez pecaminosa de Nora me ha hecho falta en estos días. Seguramente porque, pocas veces en mi vida he conocido a alguien que respete y disfrute tanto el oficio al que se ha dedicado con pleno conocimiento de causa y consecuencias; a falta de ella, doy por buena la certeza de que me sobrepasan en número los que se creen el cuento de los lamentos de esas putas tristes para esgrimirlo como una razón mas para-seguir-en-la-lucha; entonces, como hay que respetar, respeto, diría Nora.
Por cierto, la última vez que hablé con ella (Facebook mediante) mi pana se había dejado de eso; después de dos matrimonios fallidos con antiguos clientes, comprendió que varón no es gente, se gastó sus ahorros pagándose una carrera en NYU y, hoy día, se dedica a dar clases de español en una escuela Montessori. De todo hay en la viña del señor.....

lunes, 10 de noviembre de 2014

El (des)placer de un almuerzo en familia


Hemos tenido un fin de semana de celebración, el motivo: Rayita, la compañía más antigua, más sana y más auténtica que el amor le ha dado a mi vida,  festejó por todo lo alto su cumpleaños, (no voy a decir cuántos, pero alcanzó quite a milestone) y yo decidí seguir instrucciones para contribuir con el sarao. Nos quedó buenísima la fiesta el sábado y, como resulta que habíamos tenido visitas procedentes de ese lejano extranjero en que se ha convertido Caracas, se me ocurrió la pésima idea de organizar un almuerzo dominguero como para disfrutar los chismes de la rumba y superar el ratón de la noche tan preciosa.
Escogí AZZURRO, un restaurante a medio camino entre comedero y trattoria italiana de reciente data, montado con suficiente buen gusto como para parecer un lugar estupendo, en el que ya había ido a comer un par de veces anteriores. En mi mente, fanática del mangiare italiano, era ni más ni menos un plan perfecto. Fue una pena que a lo que pensaba mi mente, fanática del mangiare italiano, no le hicieran eco  los encargados de prestar un servicio y cobrar (muy buenos bolívares devaluados) por ello. La experiencia fue un verdadero desastre y algo más, como acostumbran decir los merideños.
Azzurro está en el CC La Hechicera. Un pequeño centro comercial que destaca por permitir la convivencia feliz de un restaurante de carnes, con un japonés que alguna vez fue excelente, un español muy famoso (la mejor caldereira de róbalo de la ciudad) otro que cambia de especialidad con frecuencia, porque nunca la pega, y este italiano de nuevo cuño.  Es un sitio relativamente pequeño en el que según mi experiencia, hasta ayer, por lo menos, la comida era rica. De lo demás, siempre salía quejándome. Una nueva (última) oportunidad se le da a cualquiera y yo, fanático del mangiare italiano, estaba decidido a coronar la celebración con el mejor plato de pasta de la comarca. Metí la pata.
Fuimos 19 personas. El restaurante estaba avisado desde el día anterior y confirmada nuestra asistencia con un par de llamadas que me hicieron ellos en la mañana para presagiar un gran condumio.  Más o menos a la hora pautada (en este país la puntualidad es un defecto, recordémoslo) estuvimos todos allí, listos para pasarla bien. Entonces, como por arte de magia, comenzaron los desencuentros y la tarde que pudo haber sido perfecta, se convirtió en un muestrario de lo peor que tenemos los venezolanos: muy poca capacidad de entender  lo poco preparados que estamos para apostar con eficiencia al éxito de un proyecto empresarial, aunque hayamos puesto en él los ahorros de toda la vida. Es muy sencillo, si usted no sabe cómo se maneja un restaurante, tiene dos opciones: se dedica a otra cosa (una venta de repuestos para motos, por ejemplo) o contrata la asesoría de alguien que si sepa pagando por ese servicio. Lo que nos sucedió ayer a nosotros es sencillamente imperdonable.
Nuestro primer deseo, 5 limonadas frappe para los sobrinos, tardó en llegar a la mesa, aproximadamente, una media hora. Ni hablar del resto de las bebidas que nos habríamos tomado encantados (mi hermano tuvo suerte, consiguió que su sangría llegara a su puesto con la brevedad del caso, no sabemos cómo) Transcurridos 45 minutos de habernos sentado en la mesa bien montada que nos habían preparado (aunque con servilletas de papel de la calidad más ramplona) lo único que habíamos conseguido era que un maître mal encarado y poco amable, nos regañara dejando claro que él atendía nuestros pedidos en el orden que ÉL decidiera hacerlo. Cuando finalmente lo hizo, convirtió en desastre el servicio del vino, trastocó las órdenes y desapareció como por encanto, dejándonos en el peor de los limbos  (luego supimos que había – oh sentido de la oportunidad – renunciado al cargo y abandonado el oficio en ese momento) y con un ataque de hambre que tornaba los humores en excusa para el crimen. Dos largas horas más tarde, la comida empezó a aparecer muy graneadita - por ejemplo, mi hermana comió sola, víctima de una equivocación propia de aquel orden de naufragio en el que finalmente  comimos, porque no tuvimos más alternativa:  lo que no estaba muy salado, estaba desabrido y lo que tenía que haber estado al dente, estaba vulgarmente duro;  para no mencionar que en esta familia existen alergias alimentarias que fueron debidamente explicadas y profesionalmente ignoradas o que, hacer un T-Bone Steak como Dios manda, requiere los esfuerzos de un cocinero en serio, no de la gente bien intencionada – y poco preparada – que manda en los fogones de Azzurro.
Por cierto en un momento de la desazón, ante los reclamos, una de las meseras, perfecta en aquello de “yo-hago-lo-que-yo-puedo”  nos informó - a modo de disculpa - que en el piso de arriba atendían mucha gente; Vaya sorpresa,  una media hora después de haber entrado nosotros, vimos llegar a un importante jerarca local de la cosa nostra roja, en compañía de su familia, un montón de camaradas en almuerzo de domingo – que ellos también tiene derecho – a los que sentaron en ese piso de arriba. Me gustaría llamarlo y preguntarle por su experiencia de ayer en AZZURRO, estoy completamente seguro que solo respondería elogios. Ellos fueron atendidos con presteza, la comida de ellos estuvo lista a tiempo, y ellos abandonaron el restaurante cuando nosotros todavía no empezábamos a comer  (Me imagino además que a ellos les encantó la comida, no es de rojos tener paladares educados).
Fue una experiencia penosa (que no se repetirá más nunca, por mi parte) condimentada, desafortunadamente, por la sospecha de haber sido objeto del desgraciado apartheid al que nos someten diariamente los camaradas; sin embargo, pienso que los motivos de nuestra desgracia trascienden ese detalle. Sencillamente, los dueños de AZZURRO están botando el dinero en un negocio que no tienen ni  idea de cómo se maneja. Lo más grave es que ellos todavía no se dan cuenta del asunto y creen que pueden excusarlo apareciendo en la mesa, cuando no hay nada que hacer, a presentar una disculpa sin argumentos, con la única finalidad de poder traer la abultada factura sin una gota de vergüenza y recibir, además, las gracias por nada que se dan cuando se recibe absolutamente nada.

sábado, 25 de octubre de 2014

Del colectivo, librame Dios...

Hoy estuve saludando a Chela, teníamos años sin vernos porque yo tenía años sin volver a mi antiguo barrio. Hoy tuve la necesidad de ir a llevarle un par de libros a un amigo que recién se ha mudado para allá y echa de menos, como yo, los viejos buenos tiempos de Bryce Echenique. Para que paliara sus nostalgias decidí ocuparme de "Tantas veces Pedro"  y presentarle a Chela. De lo demás (es decir de Julius) que se ocupe él mismo, que ya está grandecito.
Chela no ha cambiado nada, o bueno, un poquito: ahora se tiñe el cabello de negro negrísimo porque, según ella, es la mejor elección para evitar quedarse con las raíces blancas antes de tiempo, debido a que no consiga el castaño-borgoña-caramelo-de-siena que se compraba cuando el país se parecía a algo decente; además de eso, no hay ningún otro signo alarmante de cambio, continua siendo el oráculo del barrio y su lengua desatada no cesa en su empeño conspirativo. Sigue llamándome doctor - a pesar de mis advertencias - detrás de su mostrador, llenecita de rabia porque a ella le ocurre de todo.
Fue nada más saludarla cuando se arrancó a mascullar maldiciones (no hay nadie en este mundo que suelte tantas palabrotas por minuto, con tanta gracia) en contra de cierto famoso colectivo armado que, al igual que ella, pero desde la otra orilla, no cesa en su empeño revolucionario duro. Antes del segundo pastelito de pollo, comprendí que esta vez tenía la obligación de prestar solidarios oídos a Chela. Era eso o la pobre mujer reventaría de chisme atragantado.
Resulta que la buena tendera tiene una hija que ronda los 19 años. Es una niña poco agraciada, pero muy buenecita, que ella recogió a los pocos meses de nacida (por si acaso, aclaro que en estas latitudes recoger un niño significa, más o menos, una manera muy Caribe de adoptar, cuya explicación cabal sería muy complicada) habiéndola criado como suya en los meandros de una viudez temprana e inexplicable. La niña - de sus ojos - la llenaba de alegrías, hasta el malhadado día en que decidió atender los requiebros de un líder estudiantil del bando equivocado, dejando muy mal paradas las suplicas maternas. Enamorada, la chica esgrimió (habrase visto) hasta su origen incierto de limbo legal, para hacer de su vida un sayo. Nada, que se fue con el ñangara a un cuarto chiquito con muy pocos muebles y allí viven contentos y llenos de felicidad...en un apartamento de las muy infamous residencias Domingo Salazar; el centro de operaciones de nuestro merideño colectivo. El lugar más rojo de este mundo, el altar de la patria en las nieves eternas. Y eso, aunque lo justifique el amor, Chela no lo entiende ni bajo catecismo. Sobre todo a la luz de las angustias recientes que ha vivido la niña.
Hace unas semanas, en la vigilia del otro mártir revolucionario del año 14, la hija de Chela llegó a su hábitat para conseguirse con dos sorpresas indeseadas: la mala noticia de La Pastora fue una, la desproporcionada medición de fuerzas locales fue la segunda. Ella no sabe bien los cómos, ni los por ques; pero, las Domingo, esa noche estaban en pie de odio. A ella, que vivió hasta ese día la tranquilidad del hombre que ha jurado estar siempre allí para protegerla, la amenazaron - en medio del conflicto -  hasta con el medio de la calle.
Lo primero que perdió fue el celular que Chela le había regalado en su último cumpleaños. Lo segundo fue la inocencia (y el hombrecito a ella adosada): cuenta la madre atribulada que, ante sus ojos la niña vio, en desfile interminable, un verdadero arsenal de guerra, siendo distribuido alegremente entre los escogidos para portarlas por una especie de líder supremo. Todos los demás, ella por supuesto de primera, sufrieron los malos tratos a que se exponen aquellos de quien se teme escasa pureza revolucionaria. La niña de Chela, terminó encerrada en una especie de celda colectiva (nunca más acertado el mote) en espera de que terminara la asonada (Chela la llama secuestro y la secundo)  desatada por el lejano evento de La Pastora. En el ínterin escuchó tiros, ronroneos de motos, variados insultos y muchísimos gritos, como banda sonora de una pequeña batalla territorial librada en el silencio inquebrantado de media manzana en Santa Ana. Al amanecer se restituyó la paz propia de los colectivos, herida para siempre por el suceso que la había roto en Caracas.
Chela me lo contó aterrada, afrentada en su maternidad. No puede dar descanso a la rabia que le produce comprobar que, es decisión del jefe de un colectivo o de quien haga sus veces, el techo, la vida y la muerte de quienes optan por la opción de tender cama dentro de un apartamento ubicado en un conjunto de edificios que nacieron como residencia universitaria. ¿En qué país vivimos? me increpó Chela enfurecida.
-          En uno en el que un colega de ese jefe, decide la suerte de los miembros del gabinete ministerial del Presidente de la Republica. Ni más ni menos, mí querida Chela, ni más ni menos.

lunes, 20 de octubre de 2014

Que vivan los novios o yo amo mi patria...

Conozco a Sonia desde los tiempos felices del Teresa, cuando fuimos, realmente, cercanos amigos; Sonia, una morena muy apuesta que tenía todo para ser la envidia de cualquier miss a la que se le añade el extraño plus de la inteligencia y el humor extraordinario, un buen día logró un matrimonio  muy opinado,  con un muchacho buenmocísimo y pela bolas que se enamoró de ella hasta las trancas, es decir, hasta la prefectura de Sabana Grande, conmigo y otros tres panas de entonces como testigos, para que ella pudiera anunciarle a su padre (de Valle de la Pascua), que estaba con 4 meses de embarazo; pero, que el “daño” había sido subsanado en una ceremonia llena de arrumacos inolvidables a la que los grandes ausentes (los padres de la pareja) tardaron siglos en perdonar.
Sonia y Vicente, a pesar de los augurios, los años dificilísimos en que no pegaban un palo al agua y las estrecheces, se han mantenido juntos por más de 25 años, a punta de amor.  Dos hijos han puesto salero al cuento y una vida que se enderezó en algún momento en el que yo no estuve,  se ha ocupado del resto. Aunque les perdí la pista por un buen tiempo, hace unos pocos años nos reencontramos gracias a la estupenda omnipresencia del FACEBOOK y a la necesidad que yo tenía de negociar unos dólares. No sé cómo se enteró, pero Sonia me contactó, me compró los dólares y desde entonces hemos tratado de volver a “lo que éramos”. En homenaje a esos tiempos, nos mensajeamos con relativa frecuencia y alguna vez nos hemos visto en Caracas. Vicente, con la cabeza lustrosa como bola de billar, suele invitarme a unas cenas bastante rocambolescas en restaurantes de esos ca-ri-si-mos-y-de-mo-da cada vez que digo que sí y Sonia, un par de veces, ha tenido la gentileza de abrir su casa en el Alto Hatillo para que (en la moda de la gastronomía novata caraqueña) piquemos alguna cosa y nos tomemos un par de vinos que siempre se convierten en whisky dada mi cuasi aversión al néctar de la uva. Todo muy civilizado y muy elegante. Sin preguntar, porque eso no se hace, ese reencuentro con Sonia me ha dejado una certeza muy curiosa: a ambos le ha ido demasiado bien en esta vida. Cosa que me alegra mucho, por ellos.
Hace poco, Sonia me llamó para notificarme que esa niña que estaba en su vientre el día de la prefectura y de la que pude haber sido padrino, de no haber mediado circunstancias geográficas, contraía matrimonio con su noviecito de toda la vida; nada las haría más feliz a ambas que hacerlo, conmigo sentado en algún banco de la iglesia. Dije que si, reservé un boleto aéreo y esperé la tarjeta de invitación. Una semana más tarde, un mensajero de MRW depositaba la formalísima cartulina en la puerta de mi casa: Victoria se estaba casando en un evento de gran tra-la-la.  Me pareció que a estas alturas del juego, una boda de esas ya no las hacia nadie y como soy tan bocón, llamé a Sonia para confirmarle que iría y comentarle mi sorpresa. La respuesta de Sonia fue aun más sorprendente:
-          No mi amor, no es una boda de gran tra la la, solo invitamos 200 personas, pero vamos a botar la casa por la ventana….
Lo hicieron. Vaya que sí. Entre otras finezas, se trajeron un chef español de esos que uno ve a veces pontificando en los canales internacionales, quien trajo un equipo de tres ayudantes y un cargamento de ingredientes (esas cosas, como el buen aceite de oliva que nosotros no podemos conseguir aquí) para preparar una “cena servida” que agradara el paladar de sus 200 escogidos. Un grupo, por cierto, de lo mas vario pinto en donde había algunos apellidos de prosapia, algunos próceres de la cultura y algunos que, como yo, tuvieron su cuarto de hora y se dedican a ver los toros desde la barrera. Si algo tuvo la boda de Victoria, (supongo que los cronistas sociales lo dirán mejor que yo) fue un montón de detalles bonitos de esos que solo compra el dinero. El dinero abundante quiero decir; las divisas, ósea.
Desde que regresé a casa ese día en la alta madrugada (transportado por esbirros en camioneta blindada gentileza de mis anfitriones) hay una cosa que no deja de darme vueltas en la cabeza: si algo es notorio en estos 15 años de padecimientos criollos, la construcción del hombre nuevo ocupa posiblemente el primer puesto, solo que eso lo notan dos clases de personas: los que como yo, le metemos el ojo a todo y los que representan esa escasa porción de benditos por la gloria que forman, en sí mismos, la cofradía ínclita del hombre nuevo. Una lustrosa y poco abultada nueva clase social que está donde hay, recoge lo que cae y es ciega, sorda y muda, aunque no le gusta lo-que-nos-esta-pasando. No votan; por supuesto, y toman en consideración el único indicador que les importa para afirmar, sin que les quede nada por dentro, que nunca antes en Venezuela se había vivido tan bien, con tanta plata en la calle.
Vicente y un par de primos suyos, construyen. Lo han hecho desde que no tenían como ni con que hacerlo, ahora, según contaron un par de malas lenguas que me caen muy bien, construyen solo si el encargo esta hecho por una guayabera roja.  Esa seguramente es la explicación que me hacía falta para entender como la boda de la única hija de una pareja inteligente y millonaria, de nuevo cuño, haya sido tan lujosa; pero, tan bonita.
Eran casi las tres de la madrugada, cuando una zarataca y buenamoza Sonia, vestida en un traje rojo  diseñado por Ángel Sánchez que la hacía lucir like a million bucks, se me acercó -  copa de Le Veuve Clicquot en mano - a rememorar tiempos pasados. Abrazados, frente a la piscina decorada con profusión de antorchas y otras linduras, Sonia confesó leerme asiduamente. Divertida se preguntó (me preguntó, más bien) si tantas finuras no terminarían en estas páginas (ya lo ves querida Sonia, no pude – no quise -  evitarlo) y trató de explicar, sin éxito, su prosperidad asombrosa, entonces pronunció las más temidas palabras del siglo XXI: qué más vamos a hacer si de otro modo no podríamos vivir así  y  por eso vivimos completamente apartados de la política. En silencio, pues.
Yo le di el beso de amigo que siempre le he dado al verla y opté por escucharla.  Al otro lado de la piscina, Vicente y sus dos primos coreaban fascinados la canción venezolana que un famoso cantante del género criollo entonaba para deleite de los escogidos. Sonia, en un alarde de champagne y felicidad bien pagada, levantó su copa y me miró a los ojos. Yo levante mi vaso de Chivas Regal 18 años y escuché su brindis:

-          Por este país, hermano, de mi cualquier cosa podrán decir; pero, yo adoro mi patria, hermano.
-          Por este país, hermana, y a tu salud, hermana, repliqué chocando cristales.

Entonces, entendí la creación del hombre nuevo y decidí retirarme de la fiesta. Todo lo que he pensado después, lo he pensado en silencio, la mejor forma de vivir en Venezuela, como me dijo Vicente al acercarse a mi mesa a jurarme amistad eterna…al oído.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Ébola, el nuevo nombre del miedo

Tengo suficiente edad como para recordar la aparición del SIDA en el panorama mundial del miedo. Es un recuerdo muy poco grato, porque el conocimiento de esa enfermedad lo adquirí a través del dolor inmenso de ver morir a montones de amigos cercanos, víctimas de una cosa horrible que acababa con su bienestar en pocos meses y con su vida en algunos más; al inicio, contraer “el bichito” era sin duda alguna una sentencia inapelable de muerte. Los primeros síntomas eran casi siempre los mismos, extrema delgadez (a causa de horribles diarreas) debilidad paralizante y manchas en la piel. A eso seguía, casi siempre, la hospitalización y la muerte. Aunque el proceso podía tomar algunos meses, salvarse del SIDA era prácticamente imposible; quienes en aquella época tan dura (no tan lejana) lo hacian, quedaban para siempre marcados por el estigma segregador de ser distintos.
Fue bautizada como “cáncer gay” por la prensa sensacionalista que nunca falta y convertida en lo peor que podía sucederle a una familia de bien, pues de muchos modos (hasta erróneos) implicaba admitir públicamente que tu hijo, tu hermano y muchas veces tu padre, había vivido una vida de costumbres sexuales no muy santas, de las que nadie – ni entonces ni ahora – se siente cómodo al hacerlas públicas. Fue, probablemente, el mas fatídico de los sucesos con los que se despidió el siglo XX, sin duda un siglo abundante en malas noticias. Para más de una generación, el SIDA ha sido el fantasma más temido en algo tan natural como sus primeros encuentros sexuales y para un numeroso grupo de jóvenes, el amor siempre estará asociado a un pedacito de látex. Nuestros jóvenes (sobre todo aquellos que deciden ejercer la libertad de tener relaciones sexuales con sus pares de género, hay que decirlo) no tienen idea de lo que se siente al hacerlo "rueda libre". La razón: el miedo a una enfermedad que aun cuando está convertida en padecimiento crónico llevadero, sigue causando estragos en poblaciones de riesgo; es decir, entre promiscuos, drogadictos y habitantes del África subsahariana, sin distingo de preferencias sexuales. 30 y pico de años más tarde una parte del mundo "civilizado" ha aceptado despojar el SIDA de su condición estigmatizante. Sabemos, mal que nos pese, que el bichito puede picarle a cualquiera, nos lo enseñó Erwin "Magic" Jhonson. Por eso, tal vez, hemos aprendido a desafiar el miedo que una vez amenazó con paralizarnos, hasta encontrar maneras de burlar su significado mortal. La vida, en algún momento comenzó de nuevo a parecernos normal.
Hasta que en plena segunda década del siglo XXI una nueva plaga, desmedidamente grave,  no solo está poniendo en peligro nuestra libertad de volver a amarnos, está amenazando también la posibilidad de saber que, como humanos, necesitamos sentir y expresar afecto; una vez más, el miedo, en medio de otros padeceres de los tiempos que corren, gana la partida, la gran diferencia es que, ante el Ébola lo más sencillo que puede sentirse es precisamente miedo, si no lo cree así, veamos sus números: 4487 personas han muerto en el brote surgido en África Occidental en febrero de 2014 y se supone que alrededor de 9 mil personas están esperando la aparición de los síntomas. 5 capitales africanas se comparten el dudoso merito de ser las que alojan el mayor número de víctimas, en ellas, más de 2000 profesionales de la salud hacen el esfuerzo de plantarle cara y,  según todas las predicciones,  (OMS mediante) en 60 días se estará hablando de 5 mil nuevos casos semanales, con una rata de muerte del 70%. Todo por un virus conocido desde 1976 cuyas mutaciones y cadena de contagio continúan siendo relativamente inciertas o poco difundidas. En un nivel primario, no cabe nada más que el más grande de los miedos.
El problema es que el miedo - lo dicen los modernos - es una energía paralizante. Es decir, tal como sucedió hace más de 30 años con el SIDA, el miedo nos está pavimentando el camino con errores. Sobre todo en el antiséptico primer mundo Merkeliano al que empiezan a llegar tanto los primeros casos, como las primeras - grandes,  intensas - histerias vendedoras de periódicos. Hoy día, Teresa Romero y su perro Excalibur son más trending topic que Artur Más y su disparate separatista. España, por solo mencionar uno, aparece en el mundo como el primer país occidental enfrentado a una “crisis nacional de salud” debido al virus, con todo el drama y la exageración del caso. Y me disculpan, pero un caso de Ébola, contraído en circunstancias que no están nada claras, no es suficiente razón para todo ese escándalo cuyas consecuencias ya están siendo nefastas para la convivencia de tirios y troyanos.
No quiero parecer  insensible. Quiero eso sí, ser cauto. Hasta ahora, fuera del África Occidental solo se conocen tres casos de contagio: Dos enfermeras norteamericanas y una española. Las tres, aferradas a la vida, batallando contra la enfermedad, muestran las señales inequívocas de que no es en Europa ni mucho menos en Estados Unidos donde hay que poner el acento en la lucha contra el Ébola. Una lucha que no acepta dilaciones y que no se ha emprendido, probablemente, porque África sigue siendo un territorio lleno de lejanías. Quizás, innecesario.
Mientras tanto, mientras se toma conciencia de la gravedad del asunto y nos sobreponemos al miedo de una enfermedad que quizás no necesite la horrible vestimenta de película de ciencia ficción, ni el aislamiento inhumano al que se exponen incluso los sospechosos de haber estado cerca de un enfermo, tendríamos que aprender sin demora que el virus de Ébola no se transmite (tal como sucedió en su momento con el virus que ocasiona el SIDA) de otra forma que no sea por contacto directo de las mucosas de una persona sana con los fluidos corporales de un enfermo que ya presentó síntomas. Es decir, emprenderla contra los vuelos procedentes de África, hoy convertidos en viajes del horror es, no solamente el primer error de una larga lista, es cerrarle los ojos a la verdad y aumentar la venta de periódicos.
El Ébola es terrible; desgraciadamente por ahora, lo es solo para los africanos. Lo primero que debemos hacer entonces es empezar a mirar a ese continente - agredido por todo - con un poco de respeto; no sea que ahora nos dé, en el mundo “civilizado” por sentar a los negros en la misma paila infernal donde una vez sentamos a los hombres homosexuales.

martes, 7 de octubre de 2014

Vida volteada, la nuestra...

Probablemente lo normal es que la vida, esa cosa enrevesada que, según como se mire, es una maravilla, esté llena de días buenos y otros que no lo son tanto. Días - iluminados mucho antes de que salga el sol - en los que no hay aroma de café, ni saludo de vecino sonriente. Probablemente es normal que haya amaneceres complicados alguna vez, que te levantes con el pie izquierdo porque, bueno, lo pusiste primero en el piso y ni modo; pero, que lo normal vaya siendo apostar la vida, empieza a ser cada vez más difícil de aceptar aun en medio de todos los que te llenan la vida de estampitas.
Anoche hubo un apagón. Uno más, nada raro. Terminando de preparar mis cosas para hoy, se fue la luz. Con timidez al principio, un par de relumbrones un poco inconsistentes, como si de verdad la electricidad no se atreviera a tanto, dieron lugar poco después a oscuridad total; cosa que, por cierto, me sirvió para descubrir accidentalmente que mi teléfono puede convertirse en linterna y que, en contra de toda costumbre, iba a dormir antes de las 9 de la noche. No hay caso, la costumbre de resignarnos a, por ejemplo, la crónica ineficiencia de nuestros servicios públicos empieza por hacer mella en mí, también.
Desperté en la madrugada - como era de esperar - porque la reaparición de la electricidad suele disparar todas las alarmas de la modernidad. Lo digo literalmente: suena el reloj de la cocina, se enciende el del microondas con insistencia de urgente reseteo, algunas lucecitas del televisor que hace guardia frente a mi cama se agigantan en mi miope madrugonazo y el teléfono, casi siempre, me recuerda que un poquito más y él también caerá muerto. Pongo todo en orden (ya sé hacerlo robóticamente) y regreso a la cama para los últimos minutos de sueño, cobijado, por supuesto, en mi desagrado insuperable por esto-que-nos-está-pasando sin remedio a la vista.
Cuando despierto de verdad, una urgencia me obliga a enterarme de “cómo amanecimos” antes de poner los pies en el suelo. Siempre es igual, siempre amanecemos mal. Siempre la noticia del día es peor que la de ayer; pero, desde hace poco menos de una semana, me está dando por pensar que estamos amaneciendo peor que siempre, cosa que debo agradecer a quienes mataron a Robert Serra.  Vamos a ver, a mi la muerte de Robert Serra me produce nada. En lo personal, en lo íntimo, en la seriedad de mis sentimientos, nada. Cuando murió Jacinto Convit, por ejemplo, sentí una gran tristeza. Algo así como el fin de una buena era. Cuando murió el difunto, por lo menos me dio miedo; miedo a lo que podría venir. Pero, Robert Serra, fuera de haberme parecido siempre un tipo desagradable-gallito-envalentonado-fuera de lugar-muy antipático; no me parecía nada más, aunque tampoco me parecía, por decir algo, un personaje “asesinable”.  No era para tanto, creo yo. No era para que lo mataran por razones políticas. A menos, claro está, que él fuera una piedra en el zapato de los rojos. Es decir, si alguien podía o tenía razones para matarlo de manera tan sangrienta, a mi me está que esas razones venían de su misma casa. Me cuesta horrores pensar que en la oposición, por disparatados y locos que anden, matar a Robert Serra era una prioridad. No me parece. Por eso es que, ahora, si es verdad que siento que ante mis pies se ha abierto un abismo insalvable, pues siempre quise creer que dentro de ellos, a pesar de los pesares, los atajaperros no pasaban de ser simples peleas de novios que se quieren mucho. Cierto que desde hace rato estamos escuchando hablar de fraccionamientos, roturas, abiertos enfrentamientos y cosas de esas que suceden hasta en las mejores familias. Pero, ¿llegar a lo sucedido en el número 120 de La Pastora? No me parece.
Entonces, ¿qué me hace pensar que vamos, ahora sí, en caída libre y sin paracaídas? Todo. Todo lo que hemos ido diciendo, todo lo que hemos ido haciendo, todo lo que hemos ido escribiendo de lado y lado, sin freno y sin aparentes ganas de volver a la decencia; esa cosa que por donde quiera que se mire es, realmente, una maravilla.  Pues bien, resulta que tiene que irse la luz de nuevo, para que lleguen,  con la electricidad, las pavorosas noticias del enfrentamiento entre todas las fuerzas del orden (así las llaman, no es cosa mía, me limito a repetir como lorito) contra lo peor que tiene la vida bolivariana: los colectivos. Una cosa que nadie sabe que adjetivo ponerle, porque no les acomoda ninguno que no suene tan macabro como la intima asociación que el joven diputado asesinado mantenía con ellos.  ¿Era tan feo lo que estaba sucediendo en La Pastora que es necesario que, de pronto, las “autoridades” venezolanas hayan decidido acabar con agrupaciones que ellos mismos han creado y armado, “hasta los dientes” como han reconocido? Nunca lo sabremos de verdad y eso es terrible pues, si por ahí no van los tiros (o las puñaladas) la muerte de Robert Serra no se diferencia en nada de ninguna de las más de 451 muertes que reventaron la morgue de Bello Monte ese mismo fin de semana.
Probablemente sea normal que hayan días buenos y otros  no tanto, nos sucede a todos; el asunto es que somos demasiados quienes estamos cada día mas cansados de que los días no tan buenos, sucedan a los francamente malos hasta hacer permanente la imposibilidad de disfrutar un domingo soleado; un domingo de esos en los que el sol alumbra desde adentro.

martes, 30 de septiembre de 2014

¡ Empezamos...!

Con toda la fanfarria acostumbrada y sin que nadie sepa, realmente, a qué atenerse, ha comenzado el año escolar en todos los institutos de educación inicial y media de la Republica Bolivariana (así se llama ahora, chévere, ¿no?) es decir; desde hace poco más de una semana, todos los chamos de este país de canastas vacías, han regresado a las novedades del proceso educativo que habrá de convertirlos - si lo permite Dios -   (literalmente, pues aquí no nos queda sino rogarle al Altísimo) en bachilleres.
Si para los estudiantes el inicio del año estuvo lleno de la emoción del reencuentro, los nuevos profesores, el cambio de color en la franela y las páginas en blanco de sus cuadernos; para los profesores ha estado, sencillamente, lleno de contrariedades. Y no menciono la más obvia de todas (seguimos ganando sueldos de miseria en una economía de guerras) sino la que tiene que ver con la única razón por la que, los que enseñamos, nos atrevemos a continuar intentar enseñando: la sana intención de hacer algo, que deje algo, en la vida de estos muchachos; de hacerlo bien - dentro de lo que cabe - y en libertad - dentro de lo posible -
Cualquier persona que decida ponerse a dar clases como opción de vida, es sospechosa de poseer un alma bonita (no lo digo por mí)  y de algún desorden mental (eso sí lo digo por mí) pero, eso no viene a este caso. Parafraseando a todos los cultores de la cursilería whasapiana, verdaderamente, enseñar es una tarea de héroes. Todo lo demás sobra. Incluso los malos profesores dejan una huella imborrable en sus alumnos (uno pasa el resto de su vida hablando de lo pirata que eran y repitiendo las anécdotas que ilustran su piratería)  de modo que, lo menos que se puede desear, es que las "reglas" que regulan el trabajo de educar, se parezcan a todo lo bueno de este mundo; pero, vivimos la Venezuela del siglo XXI y ciertamente, "todo lo bueno de este mundo”, como tal, es demasiado pedir.
El inicio de actividades ha venido pues, llenecito de opciones para hacer las cosas muy mal hechas y a nosotros no nos ha quedado nada más que aguantar el chaparrón con el estoicismo de quien quiere voltearle la tortilla a la vida.
Resulta, por ejemplo, que según la Batalla contra la repitiencia y el abandono escolar (no me negarán que para ponerle nombre a las cosas, a pesar del lenguaje bélico inaguantable, son unos duros) el siglo XXI le ofrece al muchacho todas las herramientas para perpetuar la irresponsabilidad que viene en sus genes. Si un estudiante decide no venir a clases durante el año a las horas y días que le corresponde, o si prefiere, en lugar de cumplir con sus deberes escolares, ponerse a monear poste, no hay problema: la batalla de marras, tan comprensiva ella, ahora le brinda un chance adicional de clavarse el ansiado 10 que le permitirá convertirse en un mediocre bachiller de la república. La cosa es así, más o menos: en plenas vacaciones escolares (¡ahaja...!) un grupo de docentes "voluntarios" tenia (¿tuvo?) la responsabilidad de repetir, en cápsulas de dos semanas, la materia de todo el año para, luego, en las dos primeras semanas del calendario escolar, repetir los exámenes de reparación (llamados ahora remediales, a falta de remedios) que ya esos mismos estudiantes habían presentado en Julio, sin éxito. (Nota del opinador: muy pocos liceos se enteraron del cuento y muchos menos, lograron entusiasmar a algunos voluntarios para darle cuerpo al invento remediador, de paso sea dicho)
A ver; una de las herramientas más efectivas que un educador tiene para crearle a sus estudiantes algún sentido de responsabilidad es la evaluación. Al margen de todos los problemas que reconocemos en nuestro sistema educativo, (incontables, agudos, dolorosos, inexplicables) la tarea fundamental de un profesor es, superar exitosamente los obstáculos y hacer de su aula un espacio en el que se formen ciudadanos; es decir, se forme gente "decente" con algunos conocimientos. Para eso, hay normas que requieren ser puestas en práctica. Bien, la revisión del cumplimiento de esas normas, de manera que puedan evidenciar crecimiento personal en aquel a quien van dirigidas, es lo que significa evaluar; en otras palabras, si usted tiene un examen de matemáticas el jueves a las 3 de la tarde y a usted le interesa salir del bachillerato, a tiempo de poderse labrar un futuro; entonces, man-que-pongan, su deber es venir el jueves a las 3 de la tarde y tener la regla de tres bien aprendida. Si no, pailas.....se llama responsabilidad desde que el hombre decidió vivir en  comunidad con el hombre. Desde luego los imponderables existen, a usted se le puede morir su abuelita el jueves a las 10 y 26 minutos de la mañana; pero, para enfrentar eso, existe la enorme flexibilidad de los tiempos escolares. De manera pues, que si algunos interpretamos como una debilidad del sistema las famosas reparaciones de final de año, ¿qué nombre podemos ponerle a un sistema de hiperreparacion viciado de desorganizaciones e improvisaciones, diseñado para interrumpir  - sin la menor efectividad - el periodo vacacional de educadores y educandos? ¿Es necesario que haya tanto espacio para validar el incumplimiento de los compromisos más básicos implicados en el deber ser de un adolescente?
Las dos primeras semanas del año escolar se han diluido en una "batalla" en la que la mayoría de los educadores venezolanos no se habían alistado pues, para empezar, se enteraron de su existencia una vez concluidos sus lapsos. Al final, como siempre, el lado bueno de todos esos inventos es que se cumplen solo a medias; no obstante, la mayoría de quienes nos tomamos en serio nuestro oficio, nos hemos visto a vapores para cumplir un mandato que echa por tierra, nuevamente, el sentido fundamental de la educación: o nos ponemos las pilas en la formación de responsabilidades o continuaremos acabando con la decencia.
¿Les hago un dibujito?

martes, 16 de septiembre de 2014

Comprar en el siglo XXI

En mis ya lejanos tiempos de pavo, una de las descargas más fuertes de adrenalina a la que uno podía someterse, la provocaba ir a comprar perico en Simón Rodríguez o en Sarria que, si mal no recuerdo eran, un poquito,  la misma cosa.  El operativo era más o menos así: uno estaba en su casa o en la casa de algún pana, con muchas ganas de rumba hasta amanecer, unas botellas de cualquier cosa (éramos poco selectivos, pero siempre nos la arreglábamos para que cualquier cosa fuera whisky porque, la moda esa de los vinos específicos para “maridarlos” con rumba de fin de semana, no había llegado a nuestros cabellos, abundantes y oscuros) era entonces cuando alguno de nosotros inventaba, decretaba más bien, que la única vaina que hacía falta, era un par de pitillos (o una bolsita, según la multitud exigiera) para redondear la noche. Decretada la emergencia, lo primero que alguien más hacía, era llamar por teléfono al jibaro de guardia que - más o menos – era como llamar a la Farmacia Tibisay de toda la vida (pre Locatel desprovista) para pedirle que despachara sin dilación la mercancía, que se pagaba, eso si no ha cambiado, en apego a la más estricta de las vacas.  Algunas veces, el jibaro no tenia ruedas o el gobierno (la policía de entonces) estaba demasiado pilas como para que el pana se expusiera a semejante bandera. Entonces, porque la juventud es así de atrevida (eso tampoco ha cambiado) dos o tres de los más duros del grupo, se ofrecían para correr la aventura de llegarse hasta donde un pana que vende bien resuelto.  Normalmente, el que ofrecía ir hasta allá (allá quedaba, siempre, en uno de los estacionamientos de Simón Rodríguez), era el que quería deslumbrar a algún miembro en particular de la audiencia, sin bastarle lucir cuerpazo y buenamozura, a quien se le sumaba el asomao con pinta de bien portado, que aprovechaba para darse su bañito de malandraje empotrándose en el puesto de atrás del carro para contribuir con el éxito de la negociación. Llegaba uno al estacionamiento, nadie se bajaba del carro, un pana con muy mala pinta; pero pana, se acercaba a la ventanilla (¿cómo hacían ellos para saber que el carro de uno era “cliente”?  nunca lo entendí) y en la oscuridad absoluta, mascullaba unas palabritas, (mercancía y costo, mercadeo puro, pues) se hacían gestos de esos de boca que todo venezolano entiende desde que el mundo es mundo, unos billetes cambiaban de mano prodigiosamente y “algo” caía en las manos de alguien de adentro del carro como por arte de magia y sigilo,  al tiempo que uno salía  pirado de ese sitio de mala muerte, antes de que un mal viento reventara el negocio (cosa que rara vez sucedía, por lo demás)
Había alguna oportunidad en que a uno lo tumbaban, es decir, algún chamo principiante en el negocio, agarraba el dinero y pegaba veloz carrera en dirección contraria. Uno entonces entendía que - a uno -  lo habían tumbado. Imposible revirar. No podía uno ir, por ejemplo, a la comisaria de Pinto Salinas a decir “no vale, es que yo estaba comprando perico en el estacionamiento de Simón Rodríguez y vino un tipo y agarro la plata y se dio pire” porque, bueno, uno no hace tales “denuncias” (ni ninguna otra, por cierto). Sucedía, eso sí, que a los clientes regulares, el jefe, un señor muy decente que se dedicaba a mantener sano el terreno y atender la clientela con aquella manía caraqueña de la satisfacción garantizada, se ocupaba del tumbador con presteza.  En más de una ocasión, fui testigo de la paliza que se llevó el carajito de turno por estar dándoselas de gracioso y, en más de una oportunidad, mi compra tuvo la recompensa adicional de medio pitillo (de alka seltzer picado, todo hay que decirlo) en retribución por haber tenido la decencia de no sacar un arma de la guantera para cobrarnos el tumbe. Los estacionamientos de Sarria o de Simón Rodríguez (y supongo que los del 23 de enero o Pinto Salinas) eran lugares muy honorables a los que, si bien nos daba terror entrar de noche o a cualquier hora, entrábamos de todos modos, porque  a) la necesidad tiene cara de hambre y b) para un buen gusto, un buen susto. Nosotros sabíamos, además,  muy en el fondo, que los “proveedores” no iban a espantar a la muy abundante clientela “del este” a punta de portarse mal con ellos.  Cierto es que alguna vez alguien se confundió y le metió un tiro a quien no debía, o que más de uno, demasiado trabado como para darse cuenta de lo que hacía, no le fue nada bien por escuchar y seguir cantos de sirena; pero, no era frecuente. Comprar perico en Simón Rodríguez en los lejanos 80´s era, repito, un ejercicio de adrenalina pura. Mal hecho, está bien, lo admito. Pero hasta divertido y fácil.
Bien. Esta mañana me robaron la batería de mi automóvil. Salí a trabajar como siempre a las 7 de la mañana y el arranque (al que acabo de gastarle unos reales) no dio de sí. Sorprendido, abrí el capó para encontrarme el pobre Tempra sin batería. Tenía que irme a trabajar y no podía dedicarme a intentar la compra de una batería nueva en ese momento. Hice algunas primeras gestiones; pero, me fui a una reunión de la escuela en la que conté mi percance. Alguien termino dándome una pista, alguien más me dio un número telefónico y alguien más hizo la llamada de rigor. A las 5 de la tarde, mi automóvil estrenó batería nueva; a pesar que, la única casa distribuidora de baterías nuevas en Mérida,  lleva más de tres meses técnicamente cerrada.
Supongo que no necesito explicar que obtener una batería nueva, marca Duncan, con 9 meses de garantía, comprada a tres veces su valor nominal es – exactamente - la inspiración que necesité para recordar mis días de dañado, desaparecidos, no sin cicatrices, hace más de 25 años. La diferencia es que en esta oportunidad tuve que cuidarme muy bien de un tumbe. Estoy completamente seguro que no habría habido satisfacción en caso de uno…

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