sábado, 31 de diciembre de 2016

QUE VENGA!

                          
 Véngase pronto que hoy estoy necesitando bienestar
                           Alivio que cure mis penas con solo su mirar
                          Vengase de prisa, mire que estoy deseando
                           Construir un nido de preciso encanto...
                           (BACANOS / LOS PELAOS)
Un par de días antes del jolgorio obligado que significa despedir un año, fui invitado a una pequeña celebración por alguien a quien quiero mucho aunque veo poco. Un amigo de esos que uno quisiera tener adherido a su vida, pero no lo hace por zoquete. Fue una reunión muy pequeña, muy informal. Alguien llevó un par de botellas de ron (antes habríamos llevado whisky)  alguien más un par de  Pepsis (las de ahora son light, a juro) yo puse algo y por ahí aparecieron limones para unas Cubas Libres perfectas que nos tomamos como agua (yo que no consumo nada de alcohol, me tome cuatro) De pronto, la conversación agradabilísima se enfiló hacia nuestro único tema, Venezuela. No voy a contar detalles; pero esa noche, más que ninguna otra del año que está por terminar dentro de unas horas, me plantó cerca de la posibilidad de recuperar la fe. No quiero desmerecer otros encuentros, no quiero que ninguno de mis amigos se sienta ofendido por no hacer de alguna de sus noches del 2016 una ocasión memorable; pero, la noche del 29 de diciembre se me grabó a fuego en las entrañas. La noche del 29 de diciembre fui capaz de perdonar al horrible 2016 y sentir que, aunque nada de lo acontecido esa noche pase de ser un recuerdo vivo que me acompañe por el resto de mi vida, es posible encontrar una vía para sanar. Eso me basta. Puesto a hacer una lista de deseos para 2017 repetiré como un mantra lo que dijo uno de los asistentes a esa reunión (una persona excepcionalmente valiosa a quien espero poder adoptar hasta que la muerte nos separe) “que venga, que tenga, que convenga y que me sorprenda”. Es cierto, yo no agregaría nada más. ¿Para qué? Ya estuvimos ante un año en el que el dolor fue moneda de cambio. En el que la vida se la jugó duro en nuestra contra, en que las múltiples alegrías se desvanecieron en el esfuerzo de vivir y en el que perder, si es por algo, significo mucho más que perder el juego.
Mi amigo, el anfitrión de esa noche, me llama Carlitos – desde que me conoce - es la única persona del mundo que decidió diminutivizar mi nombre, quedándose con el segundo, posiblemente porque compartimos el primero. Es un tipo cauteloso, desconfiado y excesivo. Es también un hombre trabajador y modesto. Es un lujo. Tiene risa fácil y humor ligero, sus invitados de esa noche también. En algún momento de la conversación,  ya al filo de varios tragos, me recordó que yo no tenía razones para quejarme, que mi año había sido bueno y productivo. Fue un sacudón; tengo tendencia a creer que no es así, quizás porque el año 2016 me trajo uno de los dolores más grandes de mi vida, al arrebatarme a mi indispensable Cheo Vaisman dejándome para siempre – inconsolable -  sin el más importante interlocutor de mi cotidianidad.  Quizás porque cerró amenazando la salud y la tranquilidad de mi familia. Quizás porque la economía personal se descalabró lastimosamente. Quizás porque vi costuras maltrechas en personas que nunca mostraban sus miserias hasta que les tocó ser tan venezolanos apaleados como yo. Quizás porque me robaron varias veces, quizás porque una vez más tuve que conformarme con quedarme en casa un verano en el que podía, como antes, estar caminando por Paris. Quien sabe por qué. Tengo tendencia a creer que el 2016 fue,  de golpe en golpe, mostrándose como un año horrible, hasta que Juan me sentó en una silla y me recordó que soy de los que no puede quejarse de nada. “un grupito, Carlitos, un grupito chiquito de gente al que perteneces tu y yo y alguna poca gente que conocemos” me dijo. Sin decirlo, Juan me sentó de golpe en la obligación de seguir haciendo que el año, que cada año,  sea lo que yo quiera que sea, por encima del imponderable dolor de los golpes del destino, que no son otra cosa que eso,  aun siendo incomprensibles.
Asi pues, decido aprenderme las palabras de Juan y agradecerlas mientras me copio las que dijo el otro,  nuevo amigo del alma de muy  reciente data, para repètirlas como mantra para un año que será difícil, duro. Un año que será una locura inexplicable, un año que traerá frustración, angustia, escasez, hambre, enfermedades y muchas ganas de salir corriendo. Un año en el que,  posiblemente, no tengamos más opción que poner distancia con esta tierra y esta casa para  intentar crecer en otro suelo abonado: “que venga, que tenga, que convenga y me sorprenda” En esta tierra incierta, el problema más grave es que no tenemos otro año al que ir; nos toca el 2017 y su carga de malos presagios. ¿Será imposible voltear la tortilla?
Yo creo que no. Yo creo que podemos hacer un esfuerzo personal para amortiguar el golpe. Aunque no tenga la receta, creo que “ponernos creativos” y enfrentar los vientos y las mareas – que serán muchos y muy duros – sin necesidad de resignaciones, renuncias o abandonos puede ser útil; pero, solo  si rectificamos la ruta, una cosa que siempre se puede. No se trata de hacerlo para el colectivo si no somos capaces primero de hacerlo dentro de nosotros. Nuestro trabajo no es hacia afuera, nuestro trabajo debe ser, primero y por encima de todo, hacia lo que nos brinda el empeño de vida que necesitamos para vivir. Como en esa pequeña fiesta de navidad del 29 de diciembre, en la que nos regalamos el mejor ánimo un grupo muy pequeño de personas aleatoriamente escogidas por la vida.
De modo que - duro y parejo - los invito a darse con el año: es siempre una ocasión de futuro, es siempre una ocasión de verdades. Los invito desde mi gratitud más sincera: muchos de ustedes han sido una fiesta en mi vida, me han leído, me han acompañado al teatro, me han prestado su apoyo, están pendientes de mí y de mis inventos. Muchos de ustedes han llenado mi vida de alegría, han extendido sus manos, me han sentado a su mesa. Muchos de ustedes han sido mis cómplices y han comprendido el dolor irrepetible de ponerle el pecho a las balas del destino. Muchos de ustedes me han querido lo suficiente como para que yo lo sienta, han sido artífices de bienestar y abrazo de compañía. Muchos de ustedes han estado presentes en otras fiestas de amor.  Los que no, importan menos, no soy yo el que pierde cuando alguien que se dice amigo decide mostrar su peor rostro al mostrar su ausencia (cosas que pasan, dijera Celinita)
Que se vaya el 2016, que me deje la presencia amada de mis muertos, de mis horas menguadas, de mis sustos y mis desazones para saber que estoy vivo y aprendiendo, que no borre el surco de mis lágrimas, ni seque su caudal.  Que deje también el ruido de los aplausos, el chasquido de un beso en la mejilla recibido al pasar, la mano estrujada por el apretón del pana, la costilla adolorida por el abrazo, la sabana arrugada  por el amor, la sonrisa del chiste oportuno, el humor de mis amigos, la fuerza del escenario, la palabra escrita, la vida de todos contada por cada uno, la imagen precisa, la oración perfecta. Que me deje la dicha interminable de ser tío y mantenga la alegría de la Guayandina y la memoria de la Quinta Mis Nietos, intacta en mi devenir. Que sume canas, que sume ganas y traiga amores. Que nos enseñe a recibir y enfrentar la tormenta. Que me enseñe a saber, hasta que la muerte nos separe, que es solo con gente, como se aprende a vivir con gente.
Que se lleve la hiperbólica manía de ser más que todos en el rasgar de la mala nueva que no es tal y que nos enseñe a ser colectivo, desde lo más intimo de una fiesta informal de poquiticos,  en el que cada uno ponga algo, para poner vida.
Que venga, que tenga, que convenga y nos sorprenda!!!

sábado, 24 de diciembre de 2016

Memorias de Navidad

Uno cruzaba a la derecha, al llegar a la Avenida Alejo Zuloaga de El Trigal y la segunda casa a la izquierda era la Quinta Mis Nietos; era Valencia, primero que nada, fiesta de primos, patio de juegos y escenario de memorias. Era la casa de mis abuelos, la casa de los Liendo. La casa de Ofelia y mi Tía Gladys o la presencia de un príncipe venido de Puerto Cabello (o Choroní, o por esos lados, pues esa información siempre cambia) que era Don Juan, el abuelo a quien la muerte libró de un mal recuerdo grabándolo para siempre en nuestra memoria como el hombre más bello de este mundo y punto. Era sobre todo - y sigue siendo - la Navidad, aunque una nueva generación haya cambiado escenarios,  el Trigal siga siendo Valencia y la Quinta Mis Nietos no exista más.
Era una casa enorme, tanto que encerrados bajo el ojo escrutador de la abuela Ofelia, sus pisos de granito fueron nuestras primeras pistas de patinaje.  Despertábamos en cualquier habitación – nadie tenía habitación fija si llegaba de visita – nos calzábamos los patines Winchester cuyas llaves manejaba magistralmente mi hermano Luis y enloquecíamos al tropel de adultos que entraban y salían prestándonos la más pequeña atención. Los niños, siempre que estuvieran dentro de los límites de la gran casona, eran olímpicamente ignorados después del primer saludo y las carantoñas de identificación que permitían establecer primogenituras. Nosotros éramos hijos del primer matrimonio de Cheo, por tanto, junto a los Romero, hijos del único (indisoluble) matrimonio de Gladys, eramos primogénitos dueños del cariño, el regaño y la atención de los muchos que iban llegando. Por ahí campeaban también los hijos del primer matrimonio del Tío Popito, Mamita el primer amor de todos (a quien yo lancé inadvertidamente por una escalera ocasionándole un año de yesos y otros malestares) y Juan Alberto, el más peleón y más difícil de los que llevan el pleito rápido en el ADN de los Liendo y los primos, grandes y robustos, herederos de la buena onda de mi Tío Iván y la simpatía de Beatriz Cedeño, la tía que se volvió tan Liendo que se nos cae la baba por ella.  A nuestro lado, para protegernos de los extraños, la complicidad de Gladys y Leopoldo era orden sagrada que compartían sus hijos, nuestros primeros hermanos, Los Romero, compañeros de todo lo bueno y todo lo menos bueno de aquella era que, como la canción, parió un corazón que sirve para aguantar lo que venga.
Era también una casa de locos. Literalmente.  Una casa que conoció varios tiempos, los de Don Juan, que la convirtió en palacio. Los de la enfermedad de Don Juan, que la convirtió en un triste hospital silencioso. Los de Ofelia, viuda al garete, que la convirtió en casa de abuela. Los de la tía Beatriz, que la convirtió en alegrías playeras a bordo de un Fairlane azul turquesa. Los del tío Negro, que la convirtió en fiesta y los de mi papa, que la convirtió en nuestra, aunque solo fuera por unos días al año.
En el piso de arriba, el tío Leopoldo y mi papa amanecían, con una botella de ron en la mesa y discos de Blanca Rosa Gil que todavía existen,  tratando de cambiar el mundo mientras alimentaban una amistad que no logró destruir la muerte. En una habitación misteriosa detrás de todo, mi Tío Enrique, guapo y jovencísimo, terminaba estudios y nos hacia la vida a cuadritos tanto como nosotros se la hacíamos a él. En el piso de abajo, la Abuela Ofelia (Fella, la O, le decía mi madre) mandaba con mano de hierro, guantes de seda y modales de margariteña (hay que tener una abuela playera para saber lo que eso significa) sobre esa  casa que parecía gravitar sobre una cocina grandísima encendida las 24 horas. Mi abuela Ofelia hacia las mejores cachapas, las mejores arepas, el mejor pisillo de chigüire y las mejores hallacas de este mundo. Hacia los mejores papagayos (de verdad era una experta haciéndolos) y tenía una amistad indestructible con la playa, las arepas de maíz pelado y los cuentos de espantos y aparecidos. La abuela Ofelia amaba la casa llena y era grosera, aspaventosa y reilona. Debe ser por eso que cada 24 de diciembre me provoca verla sentada en el sillón reclinable de la antesala de su habitación (un bunker al que teníamos acceso los nietos, a pesar del reinado inalienable de Chabela) alimentando un ventilador industrial al que siempre, siempre, quisimos meterle la mano (gracias a Dios que ella no nos lo permitió) devorando telenovelas o desgranando las cuentas de un rosario demasiado grande para ser tomado en cuenta. Debe ser por eso  que me parece un privilegio haber salido de esa casa ruidosa en la que siempre sonaba Billo`s desde el primero de diciembre (vengo del olivo, vengo del olivo, voy al olivar, un año que viene y otro que se va)  se tendían hallacas casi a diario pues,  cuando los tiempos apretaron, Ofelia se busco la vida vendiéndolas, y se recibía gente – de todos los caminos – para celebrar una navidad que, por supuesto, terminaba en peloteras de borrachos, pleitos ancestrales (los Liendo toda la vida pelearon por las mismas razones y toda la vida pelearon durísimo) en donde era imposible emular la vida principesca que Don Juan se llevó a la tumba.
La Quinta Mis Nietos ya no existe. La mayoría de quienes engendraron los nietos que le dio nombre, tampoco. La Navidad es un recuerdo del que casi no hay celebración ahora. Los tiempos felices se fueron yendo en cada ladrillo de la Quinta Mis Nietos que se llevó el progreso y se enredó en el  pregonar de unos tiempos nuevos que fracasaron llenándonos la vida de desesperanzas; pero, todos tenemos la casa de los abuelos. Todos tenemos un refugio. Apelemos a él para saber que podemos echar a andar por alguna senda de bien otra vez. Que esos tiempos fracasados no pueden ser más una visión de frente, que ya está, que terminaron. Que nada puede ser peor, que ya no pueden hacer mas daño.
Todos tenemos una liana de la cual sujetarnos para saltar al otro lado. Es Navidad, pensemos en eso; pensemos en lo que significa este día, pensemos en el motivo por el que hoy el ánimo de fiesta se ha mermado y vayamos en su búsqueda, aunque solo sea para volver a celebrar una Navidad que signifique algo de lo que somos, porque, después de todo, cada Quinta Mis Nietos de esta tierra vuelta añicos, merece un minuto de memoria, un minuto de querer salvar lo que tiene de cada uno, lo que tiene de esperanza y lo que tiene de sembrado. Decía mi madre, repitiendo una copla leída en alguna parte, “lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”  usted y yo sabemos que esas raíces están sepultadas en muchas Quintas Mis Nietos, en muchas Avenidas Zuloaga, en muchas casas de cuando éramos chiquitos.
¿No es cierto que la Navidad es renacimiento y reflexión?  Que renazcan entonces,  en cada venezolano, las paredes de la casa de su infancia, los jardines de la casa de los abuelos. Que encontremos las llaves y abramos los arcones. Que encontremos las fuerzas en la hallaca de tiempos idos y volvamos a sentarnos a la mesa, juntos,  para renacer todos los días de los años que nos quedan para reconstruir futuro, esa tarea urgente e impostergable que nos obliga a todos.

FELIZ NAVIDAD!

domingo, 4 de diciembre de 2016

LA VIDA DE NOS

Cada vez estoy más cerca de creer que, absolutamente, no hay nada fortuito en la vida. Yo, que soy un espíritu inferior y paso de todas las modas impuestas por lo que llaman New Age, hablo mal español, de acuerdo a esas nuevas modas,  me horrorizan las varitas mágicas y los nombres que el siglo XXI insiste en ponerle a cosas que uno conoce desde chiquito como lo que eran;  estoy convenciéndome de cosas como la “causalidad” detrás de ciertas casualidades. Como la causalidad, por ejemplo, que lleva reencontrar afectos o aceptar invitaciones de las que uno nunca sabe qué cosa puede obtener. Tendré que ponerle mejor atención a la vida.
Hace seis meses mi amiga Albor Rodríguez me hizo un regalo de cumpleaños invitándome a pasar unos días con ella y un grupo estupendo de periodistas muy jóvenes,  como participante del 11 Seminario de Periodismo Narrativo y de Investigación de la Fundación Biggot. Lo hizo, como me dijo entonces, “porque sé que tienes interés en la escritura y tienes tu blog y creo que te haría bien hacerlo”. Ese cuento, el del taller, es suficientemente bueno como para una crónica exclusivamente destinada a narrarlo; yo creo que no soy quien debe hacerlo. Pero, ese cuento, el del taller, es lo que me ha dado la oportunidad más provechosa de estos últimos años y lo que me ha regalado, junto al regalo de Albor, un nuevo proyecto creativo con el que ponerle un poco de taima a toda esta cosa tenebrosa que nos-está-pasando. Es que no se puede vivir si no se buscan espacios para enfrentar la crisis - personal y colectiva - y aun pudiendo refugiarme, como lo hago,  en “el duende del teatro” (Temix dixit) y su carrera de obstáculos, pienso permanentemente que un poco más de compromiso no viene mal y entonces escribo  (por cierto, he notado que la frecuencia con que lo hago disminuye, cosa que no me gusta) o busco formas de permitirle a otros duendes salir a buscar su casa; por eso, la causalidad de Albor y su seminario maravilloso.
Es un recuerdo que me ilumina a cada rato. Estábamos sentados en el porche del hotel, en un sofá de mimbre mojado por la lluvia que acababa de terminar;  ella fumaba cigarrillo tras cigarrillo y yo buscaba la forma de servir un par de tragos con los que calentar la tarde. Anochecía.  Albor, vestida de blanco,  como hace desde que el luto le ordenó esconder colores, bromeaba sobre la necesidad de hacer algo más con su vida profesional e inquiría confesiones acerca de mi trabajo. Era, como siempre, una conversación divertida; de pronto, me contó una idea. Lo hizo sin otra intención que hacerlo y me dijo que a la tarde del día siguiente se reuniría con Héctor Torres para contársela. Todo lo que yo sabía de Héctor es que era el autor de un libro que había leído poco antes (Caracas Muerde) inspirándome el deseo de hacer un trabajo, aun en ciernes, sobre la violencia que nos tiene locos. Esa noche me fui a comer con los compañeros del taller y me quedé pensando en lo buena que era la idea que mi amiga me había contado. Más nada.
Al día siguiente, en la tarde, al finalizar la sesión de trabajo, salí del hotel para ir a encontrarme con amigos y al salir, vi a Héctor llegar al hotel para su cita puntual con Albor. Ni siquiera nos saludamos. Nada distinto a aprovechar el seminario al máximo se me había pasado por la cabeza, hasta que en una conversación muy informal y chistosa, surgió la posibilidad de trasladar mis años de experiencia como productor al medio literario. Esa noche, en otra conversación similar a la anterior, Albor sugirió que me “entrenara” ayudándola a producir su proyecto editorial, en el que ya Héctor Torres había aceptado participar.
Es habitual que en mi vida las cosas sucedan de ese modo. De pronto, antes de que yo pueda decir que si o que no, se empieza a amontonar trabajo. Me ha sucedido con mis proyectos teatrales (he llegado a estrenar espectáculos de los que no puedo contar bien como se hicieron) y con inventos de todo tipo. Este mismo blog,  por ejemplo, alzó vuelo mientras yo dudaba si persistiría en su mantenimiento. Así llegué a LA VIDA DE NOS, cuando era un proyecto con el nombre clave de ZALEA y no pasaba de ser un esfuerzo de investigación en el que yo,  más que otra cosa, alentaba a Albor a seguir en la búsqueda frenética de un modelo de negocios, traduciendo información o buscando formas de ponerlo en práctica; hasta que, a finales de agosto, tuvimos un primer encuentro para darle forma.  Fue entonces cuando conocí a Héctor Torres, quien resultó tan parecido a mi hermano ausente, que me sedujo pensar que la vida me estaba empujando  a trabajar con el Jorge Luis que hubiera sido, si este se hubiese atrevido a ser. En un almuerzo, de frijoles blancos y comida guayanesa en el que Héctor olvidó los plátanos que le habíamos pedido llevar y yo conseguí en el último minuto unas cervezas Tovar que estaban buenísimas, él dio con un nombre que nos convenció a todos (aunque yo opinaba que el nombre debería ser una sola palabra reveladora de intenciones, que nunca se materializó) y se enunció una premisa en blanco y negro que  no puede ser más claro:
Las épocas de crisis potencian la dimensión de la experiencia humana, llevando al hombre a límites que desconocía en sí mismo. Esta época de crisis por las que atraviesa nuestro país, manifestada tanto en su deterioro social y económico, como en la migración sin precedentes que estamos experimentando, nos lleva a reflexionar sobre ella, a partir de la propia condición humana. Es por ello que, crear un espacio donde se pongan de manifiesto estos testimonios sobre la vida en Venezuela o entre los venezolanos, resulta más que pertinente, indispensable.
Eso es lo que nos proponemos los editores de La vida de nos: reunir el talento de periodistas y escritores, y las más conmovedoras historias que pongan de manifiesto la experiencia de vivir en nuestro país en nuestro tiempo.
Tendría que extenderme mucho para contar lo que siguió a esa jornada en el apartamento de Charito (suerte de amanuense y madrina que no deja de acompañarnos) y a lo mucho que a veces me parece que trabajan Albor y Héctor en hacer que ese proyecto funcione. Tendría que extenderme mucho para explicar otras cosas; pero, creo que si algo requiere de muchas explicaciones, entonces no está claro ni para quien lo pregona. Y ese no es el caso. Más bien, el caso es que inventamos una campaña de Crowdfunding con la que levantar el capital semilla, compramos un dominio y asumimos ciertos riesgos para que hoy, aun con vientos en contra, www.lavidadenos.com  sea una verdad, verdadera,  en busca de mecenas y amigos que nos apoyen en hacer el trabajo un poco más fácil y lograr que el costo de producir los contenidos del sitio NO se traslade a los lectores y que el acceso a las historias sea abierto y gratuito. La vida de nos es un emprendimiento privado y como todo emprendimiento necesita de un capital semilla para poder costear el pago a los colaboradores que produzcan las historias que vamos a publicar, así como ciertos gastos operativos fijos. Queremos ofrecer una justa remuneración por el trabajo de todos los involucrados (periodistas, escritores, fotógrafos, ilustradores y videógrafos, entre otros). Ese capital semilla nos permitirá operar mientras desarrollamos un modelo de negocios, que ya tenemos diseñado, para ser un sitio autosustentable.
Puedo sentirme afortunado. Sé que,  en tan buena compañía, ser parte de LA VIDA DE NOS  es ser parte de una oportunidad maravillosa que vivo en primera persona, robándole tiempo a todo lo que me deja exhausto, incluso a una familia demandante y a la diaria preocupación de trabajar para poder comer tres veces al día y poco más. Vivir en Venezuela, hoy, requiere ser contado. Eso no puede dudarse ni un instante; si, por ejemplo, Gabriel García Márquez, no hubiera tenido la clara epifanía de registrar para la historia - desde la revista Momento - los meses previos a enero de 1958 y, según sus mismas palabras, hacerse periodista en el proceso,  muy pocos venezolanos sabríamos el importante (y pintoresco) trajinar de la curia venezolana de entonces en el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez. Vivir en Venezuela, hoy, no necesita más opiniones ni diagnósticos. No necesita crónicas que no lo son. No necesita advertencias ni cartas públicas. Necesita historias. Historias narradas por sus protagonistas o por quienes pueden hacerlo porque saben conmover haciéndolo. Vivir en Venezuela, hoy, requiere urgentemente el testimonio de quienes viven esto-que-nos-está-pasando. Lo bueno y lo malo.
Eso y no otra cosa es lo que pretendemos hacer en este sitio web, empezando por el principio: es decir, por crear bases que nos permitan hacerlo sin causar perjuicios, sin estimular el vicio del voluntarianismo; apostando a la excelencia y a la palabra bien dicha. Teníamos que comenzar por alguna parte, decidimos comenzar por INDIEGOGO. Vaya a este  enlace: https://www.indiegogo.com/projects/la-vida-de-nos  y deje allí su aporte. Luego vaya a este otro: www.lavidadenos.com  y vea que lo que le cuento no es mentira. Lo que le cuento es parte de lo que, insistimos en decir, son las historias de todos, contadas por cada uno.

domingo, 30 de octubre de 2016

Nosotros y los papeles

El cartel en la puerta de la Prefectura dejaba claramente establecida la norma inviolable: “solo se tramitaran partidas de nacimiento a aquellas personas que pocean (sic) la información de donde la sacaron y en que libro la anotaron” (sic)” aun así, entré a preguntarle a la oficinista,  sentada en una mesa semejante a un puesto de información, si sería posible obtener una partida de nacimiento -  vigente - Obviaré detalles de su aspecto físico, para no ser tildado de desadaptado y no describiré aquí, el realismo mágico de su manicura, para que no me tilden de creativo; pero, créanme, tuve que hacer un esfuerzo para entender que eso eran uñas. Por supuesto, la joven llenó de trabas mi acercamiento,  terminó los dos minutos de tiempo dedicados a atenderme dándome un sano consejo: “pregúntele a su mama donde lo escribió”(sic) (quise contestarle que gustoso le preguntaría eso y diez mil cosas más, si ella me conseguía una forma de hablar con el más allá que no fuera la fallida ouija; pero, me contuve) y me despachó sin miramientos y sin partida de nacimiento -  vigente -
Regresé a casa. En el almuerzo narré divertido la visita a la prefectura; mi hermana, siempre en plan salvador, dijo creer tener una partida vieja guardada en sus archivos. Revisó y la encontró; decía claramente mis datos, los mismos que yo no había vuelto a leer desde que sentí urgencia de hacerme una carta astral: Nacido en Mérida  a las 7:50 de la noche de un 06 de abril de 1961,  Aries, ascendente Escorpión. Nunca más la miré, como no fuera para constatar que era la mía, en uno de esos absurdos momentos en que las leyes venezolanas exigen que uno muestre la partida de nacimiento – vigente - para ciertos trámites, aunque uno tenga cédula de identidad y otros documentos que comprueben que uno, simple mortal, nació en esta ribera. Gracias a esa manía de guardar papeles que tiene mi familia, pude regresar a la oficina de la chica con el realismo mágico en sus uñas y pedir una copia de mi partida de nacimiento - vigente - para acceder de ese  modo a un pasaporte nuevo, que llegó a la oficina de Extranjería (nunca he sabido porque se llama extranjería a una oficina a la que vamos los nativos a obtener un pasaporte, pero así somos) justo en el momento en que tenía que llegar para que  yo pudiera conocer Estambul.
Durante el tiempo en que aguardaba mi pasaporte, murió mi hermano. Estaba enfermo y ese final se esperaba; pero, como suele suceder cuando finalmente llega, nos agarró desprevenidos. Jorge murió en el hospital una madrugada de día feriado. Nosotros nos enteramos, gracias a ciertos amigos médicos ocupados de vigilar su salud, un par de horas después y nos tocó ocuparnos de los trámites. Nuevamente voy a obviar detalles, son demasiado escabrosos; pero, había que poner en marcha un acto exequial, para el que era indispensable un documento que certificara su muerte. Acta de defunción, que llaman. Diligentemente, empleados de la funeraria se mostraron dispuestos a ayudarnos y así lo hicieron; aunque esa diligencia tropezó con el sencillo hecho de que era día feriado. Después de muchas gestiones y para hacer corto un cuento sumamente largo, terminé firmando la hoja en blanco de un gran cuaderno de actas para que la prefecta me entregara un documento provisional que me permitiera sepultar a mi hermano. No obstante, para ello (aunque yo estaba firmando, en una casa desconocida que no era la oficina de la prefectura,  un documento inexistente) hube de presentar la partida de nacimiento - vigente - de mi hermano muerto. La prefecta me lo explicó clarito:
-          Yo necesito saber que estuvo vivo, para poder decir que está muerto y para eso, la partida de nacimiento – vigente -  es lo que se usa, cualquiera inventa una cédula.
(Cualquiera inventa una morgue y un hermano muerto y un corazón destrozado y unos ojos hinchados por el dolor, me provocó decirle; pero, me contuve) por suerte, entre los documentos que llevaba conmigo, había una partida de nacimiento de mi hermano, vieja y no vigente, aunque ese pequeño detalle lo resolvieron algunos billetes de cien, de cuando los billetes de cien valían algo.
Recién llegado de un exilio de más de una década, el tema de la partida de nacimiento se me convirtió en una obsesión. Estos dos eventos (hay un tercero con un número de RIF y un tema sucesoral, pero es demasiado) me pusieron en guardia, enloqueciéndome. Por vez primera, un funcionario gubernamental me explicó – dos veces - que las partidas de nacimiento venezolanas tienen VIGENCIA. Es decir, en este país, una partida de nacimiento vence. Usted nace, es inscrito en el registro civil y a los seis meses de ese trámite, es posible que la prueba “de que usted está vivo” no sea válida.
Excepto, por supuesto, que usted pretenda ser Presidente de la Republica y tenga, como yo tuve en su momento, suficientes billetes de cien para que un tribunal ocioso decida que esa partida de nacimiento - que nos revienta las pelotas a los venezolanos (la necesitamos hasta para comprarle pañales a nuestros hijos) es un papel absolutamente prescindible. Es un aviso que debería alegrarnos, quizás represente cierta modernización de nuestra cotidianidad, ha quedado claro: el máximo tribunal de la republica, desde el pasado 28 de Octubre, ha dejado sin efecto un trámite más en nuestra vida: para ser venezolano no hace falta tener partida de nacimiento, vigente o no. Lo siento mucho, señora prefecta de la parroquia Domingo Peña.
Yo no sé ustedes; pero, viéndolo bien, para el resto de nosotros esa también es una buena noticia.

domingo, 23 de octubre de 2016

El cuento de una decepción

Cuando llegó  a Mérida, hace ahora siete años, Marisela era una estudiante brillante de 18 años, cuya vida adulta había conocido solamente la voz – autoritaria,  suele llamarla –  de un presidente: el difunto, como le dice sin nombrarlo.  Proveniente de una familia en la que la academia es muy importante, escogió la Universidad de Los Andes  porque sabía que su facultad de arquitectura estaba entre las mejores de país y porque Mérida, lugar privilegiado de vacaciones,  le hacía sentir bien. Se mudaba sola, por primera vez,  a enfrentarse a la vida universitaria. Se integró rápidamente, según cuenta,  diciendo simplemente que para ella, era totalmente distinto al colegio privado en que estudió en Valencia. Eso la divertía.
No recuerda exactamente en qué momento empezó a tomar en serio lo-que-nos-está-pasando, tampoco por qué motivo. Sabe, y su voz lo revela cuando habla, que como muchos otros muchachos de su edad, no podía permanecer callada. Ella cree que, siendo Aries, el fuego que necesita para hacerlo le fue dado en el nacimiento; pero,  tampoco jura por ello. Sencillamente buscó como ser  parte y encontró muchas opciones que fue probando y descartando según le dieran o no respuesta a sus expectativas
-          En realidad, hay muchísima gente trabajando por producir un cambio, entre los estudiantes por supuesto mucho más. No tienes idea de la cantidad enorme de proyectos que surgen casi diariamente y mueren con igual rapidez. Es como si todo el mundo quisiera arrimar el hombro – cuenta con la voz alta y emocionada que lucha contra un rictus de rabia imposible de disimular
Marisela es una activista que extrañamente prefiere estar un poco a  la sombra. Ayuda en cuanto puede; pero,  tiene claro que estudió una carrera demandante y que para ella lo más importante siempre fue graduarse en tiempo record, cosa que consiguió con honores, para buscarse la vida en la misma ciudad que la había acogido. Un pequeño taller de diseño y algunos “tigres” con amigos que había conocido en el camino, le dan para sobrevivir en el pequeño apartamento que compró hace un par de años gracias a la ayuda de su papá y algunos golpes de suerte. Marisela, aun conociendo los obstáculos gigantescos de estos años difíciles, consigue tiempo para participar en cuanta actividad política o social se  le presente.  Le gusta la cosa electoral, muchísimo  y ha trabajado, incansable, en cuanta elección se ha celebrado en los últimos ocho años
-          Hago de todo – dice - de todo, es de de todo. Desde preparar sándwiches para los que están en las mesas electorales hasta custodiar actas y pegar gritos en los centros electorales cuando quieren embromar a los electores. Me encanta una elección, me encanta eso de ver la democracia validándose a sí misma. Definitivamente, soy apasionada del acto de votar. Eso lo juro. No sabes cómo defiendo lo de ir a votar, incluso cuando no tenia edad para hacerlo. La primera cosa que hice cuando cumplí 18 fue inscribirme en el REP. Para mí eso fue como ponerme tacones cuando cumplí 15 – relata, relajando a carcajadas el semblante adusto de la conversación.
Eso debe ser, quizás, lo que la impulsó a creer firmemente en el llamado al Referendo Revocatorio y abocarse a él. Dice, con el rostro ensombrecido, que estuvo a punto de cerrar su taller, que dejó de ver a sus amigos, que peleó mil veces con su novio, que se enfrascó en mil discusiones, que lo puso todo, todo, una vez más, porque estaba segura que aun en medio de todas las trabas posibles, ellos no iban a atreverse a suspenderlo, aunque sabíamos que lo postergarían para el 2017. – lo juro, yo nunca me imaginé que se atreverían a suspenderlo, nunca –
El Jueves pasado, Marisela estaba reunida en su taller, a puertas cerradas,  con un grupo de compañeros a los que ha reclutado en su empeño por ayudar, preparando estrategias (estábamos tan enfrascado en eso que todos los días inventábamos algo nuevo) cuando uno de los muchachos leyó en tuiter noticias alarmantes que anunciaban justicia (- una justicia que,  francamente, me cuesta entender - dice con  mucha rabia) A todos les preocupó la cosa;  pero, fue ella la primera en reaccionar, buscando mayores noticias
-          Fue un punto de inflexión, como dicen. Creo que nos pusimos como locos. Yo escudriñé los tuiter de todo el mundo, reventé la computadora buscando noticias, hice llamadas a gente que podía estar mejor informada que yo. Hasta que vi el tuit de un periodista que cubre la fuente del CNE (se refiere a Eugenio Martínez, a quien sigue con devoción de estrella de rock) y revise su timeline; sin decirlo, estaba anunciando lo que minutos después leeríamos en el comunicado del CNE. Te juro que me sentí destruida. No puedo ni siquiera recordar bien como llegué a mi casa. No estoy exagerando, era como si me hubieran anunciado la muerte  de un familiar cercano. No podía parar de llorar. No había nada en esta tierra que me consolara. Hacerlo de esa forma….Dios….es que son exquisitos en su maldad…
Marisela se refiere a la decisión del CNE de “paralizar, hasta nueva orden judicial, el proceso de recolección de 20% de las manifestaciones de voluntad, que estaba previsto para el 26, 27 y 28 de octubre próximos, y en el que el Consejo Nacional Electoral estaba trabajando” dictada al amparo de unas sentencias emitidas por tribunales penales de Carabobo, Apure, Aragua, Bolívar y Monagas que se tomó tras la admisión de “querellas penales por los delitos de falsa atestación ante funcionario público, aprovechamiento de acto falso y suministro de datos falsos al Poder Electoral”. Sentencias que, todos sabemos, son de dudosa legalidad al no encontrarse enmarcadas dentro de lo que se conoce en derecho como el debido proceso y han sido emitidas por tribunales que, según todos los analistas, no tienen la debida jurisdicción electoral.
-          Me quedé de piedra, herida y muy molesta – continua la conversación - Poco a poco  me di cuenta que además, me llené de decepción. Entendí cabalmente que el golpe estaba dirigido a los que creíamos, a quienes estábamos apostando por el cambio, que el golpe está dirigido a desmoralizarnos, a  repletar las redes sociales con fotos del piso de Maiquetía, a volvernos leña. Pensé que eso que llaman salidas constitucionales y democráticas, habían sido acabadas para siempre y no hay manera de que logre convencerme de lo contrario. Simplemente me convertí, en un segundo,  en militante del pesimismo.  No tengo idea de por qué no he tomado la decisión de irme del país. Mis dos hermanos ya lo hicieron y no están mal; yo no entiendo cómo es que no me les uno, aunque peligrosamente, esa idea me ronda cada vez más y más cerca.
Marisela asegura que no entiende cómo es que a partir del jueves hay personas llamando a mantenerse optimistas, tampoco como es que ha leído que esa decisión del CNE demuestra que el gobierno está acorralado y el final está cerca. En su vehemencia veinteañera, no comprende cómo puede alguien vaticinar un final distinto a la matazón y el sangrero y se asusta con una actitud que ella percibe frívola, anecdótica, una actitud que desprecia la forma, y hasta el fondo, quedándose en el titular. Nos despedimos, empieza una fina lluviecita a caer sobre la esquina en que nos hemos encontrado,  por casualidad,  para repetir el afecto de profesor y alumna con el que nos tratamos desde que la ayudé a redactar su tesis de grado. Marisela, bonita, altiva, bien vestida, con su eterno bolso gigantesco guindando de un hombro, me sujeta las manos en un gesto que antes tenía mucho de alegre. Me mira a los ojos, los suyos están conteniendo unas lágrimas que seguramente caerán cuando camine hasta el estacionamiento. Los míos están nublados desde hace rato.
-          Nada, Profe…Hay que bajar la cabeza. Nos guste o no, hay que bajar la cabeza. Yo por lo pronto, estoy fuera de todo. A lo mejor me verá en alguna marcha o no sé; pero, estoy fuera de todo, por lo menos hasta que me recomponga y ¿sabe qué? ayer mi hermano volvió a decirme que estaba loca. El problema es que estoy punto de creerle.
La abracé y le di un beso en la mejilla al que ella respondió diciéndome - te quiero mucho profe- lo hice porque me quedé sin palabras. En esa esquina, buscando un alero para protegerme de la lluvia de la tarde, me quedé sin palabras mientras la veía alejarse.
De pronto, lo único que pensé es en lo mucho que le dolería al país que ella también se vaya. Pero la entendí porque recordé algo que me dijo hace muchos años un profesor muy querido, “cuando uno es joven y tiene ganas, es preferible vivir, donde se pueda vivir”. Cabizbajo, limpié mis anteojos  y me vine a casa caminando bajo la lluvia.

jueves, 13 de octubre de 2016

Transas del camino

Cuentan que más que un pueblo, La Fría era tan solo una estación de tren en el medio del camino a San Cristóbal. También que, a mediados del siglo XIX, una peste desconocida empezó a arrasar su población;  los enfermos eran sacudidos por escalofríos intensos, imposibles de remediar, hasta que morían “de frio”. La peste (para que vean que la costumbre de bautizar enfermedades es propia de nuestro ADN)  empezó a ser llamada La Fría y al pueblecito, capital del Municipio García de Hevia del estado Táchira, se le quedó el mote como único nombre. Desde entonces creció, como la mayoría de los pueblos andinos, a orillas de un camino convertido más tarde en carretera, demasiado cerca de la frontera Colombiana  como para que a alguien se le ocurriera formalizarlo. Hoy, es un pueblo dividido en dos mitades por una carretera Panamericana,  que se transita, obligado, cuando se atraviesan Los Andes camino a Cúcuta, el Mayami colombiano,  más allá de la línea fronteriza, convertido por la crisis en paliativo, supermercado y atenuante de todos nuestros males;  los que se pueden remediar con dinero y los que se pueden remediar buscando maneras de hacer dinero.
Confieso que nunca había ido; como muchísimos merideños, había pasado por allí, pero jamás se me había ocurrido que La Fría era destino para buscar, por ejemplo, un sitio para almorzar. Lo hice por primera vez la semana pasada, buscándole nuevas rutas al menguado negocio del que vivimos los hermanos y entonces, como nunca antes, comprendí el termino Venezuela profunda. No porque nunca lo hubiera vivido antes, más bien porque desde que regresé a esta casa grande llamada crisis, no he hecho otra cosa más que protegerme de sus golpes. La Fría me arrancó el chaleco antibalas dejándome desnudo frente a  lo que venimos siendo.
De Mérida a La Fría  hay unas dos horas de buen camino, quizás un poco más; se pasa El Vigía y plantación adentro empiezan a aparecer alcabalas, puestos de control, pueblecitos, verdores y agobiante calor.  Algunos pedazos de esa carretera, conocida como La Panamericana, están mejor que otros e incluso alardean de autopista. A todos lados, campos en verdes inimaginables son hogar de poquísimas reses;  alguien asegura que es lo mejor,  hoy día tener (es decir, exhibir) gran cantidad de animales es cebo para desgracias que nadie quiere vivir. Por esa carretera, de cada 20 vehículos que circulan, por lo menos 15 son enormes camionetas,  casi siempre  conducidas por muchachitos, que, invariablemente delante de uno, muestran impúdicamente el negocio de este siglo: la mayoría  se detiene en todos los puntos de control – hay decenas - baja el vidrio de su ventana y extiende algunos billetes, sin mediar más que un saludo,  al policía que lo ha detenido por un instante. Nadie hace revisión alguna, nadie pregunta por papeles de ningún tipo, nadie se interesa realmente por nada distinto: el conductor extiende la mano, el (la) policía también y en su rostro se dibuja una sonrisa. Enseguida, la mano izquierda hecha un ovillo, se cierra hasta que la cantidad de billetes prácticamente impide otro  movimiento que no sea vaciar su contenido en el bolsillo trasero del ajustado pantalón de uniforme de policía. Una vez es un o una  policía bolivariano, la siguiente es un soldado o soldada y así, alternadamente, hasta que una alcabala formal (de las que puede haber unas tres o cuatro en la ruta) deja pasar sin remilgos a todo el que ya ha atravesado los muchos puntos de control colocados en la Panamericana. No se detienen, no hacen ninguna transacción, al menos, ninguna que hayamos podido ver nosotros. Dicen que todas esas camionetas transportan gasolina en un tanque oculto.
Gasolina que, por cierto, es dificilísima de conseguir para – finalmente - llegar a La Fría,  un lugar más bien feo y desordenado que se burla de su nombre descaradamente. Sus calles hierven, el calor abruma, el caos asalta en cada esquina. Tal vez por eso, trabajar allí significó “al mal tiempo, darle prisa” hasta que llegó el momento de comer. Es un pueblo en el que no es fácil conseguir un lugar adecuado para eso, como no sean polleras, cosa que descarto de entrada o un par de lugares demasiado caros para lo que representan. Casi a punto de renunciar a la idea, un sitio que garantiza aire acondicionado ofreciendo menú ejecutivo a 1800 bolívares, sale a nuestro encuentro. Es un restaurante de pueblo, con pretensiones y demasiados globos rosados para hacer ver que está adornado. Allí, la otra transa es el país tragicómico:
-             -   Buenas tardes, nos cuenta el menú ejecutivo - decimos
-             -   Menú ejecutivo no hay, se acabó todo, tienen que pedir a la carta
-             -   Tráiganos la carta, entonces
La revisamos, es un extenso menú, típico de estos lugares, donde los nombres mal escritos de platos presuntuosos que nadie ordena, se mezclan con la oferta doméstica de todos los días.
-             -   Tres pollos a la plancha con tostones, una limonada y dos Coca Colas -  ordenamos
Unos minutos más tarde regresa el mesero
-          -   Miren, a mi me gusta ser honesto, por eso se los digo: Ese pollo que está allá no se los puedo servir porque está azul...pidan otra cosa
-            -    Déjenos ver la carta otra vez -
La carta reaparece, una segunda mirada y un nuevo pedido
-           -   Tres lomitos a la criolla, igual, con tostones -
El mesero se va, regresa en un par de minutos
-           -   El lomito no se los puedo servir, está muy duro -
-             -  Si está muy duro no es lomito -
-            -   Si, es lomito, pero es una parte del lomito que se pone dura -
-             -   Eso no existe. Si está duro no es lomito -
-             -   Bueno, está bien, es punta, pero lo ofrecemos como lomito. De todos modos no se los puedo servir 
-             -   Está bien….hagamos algo, traiga otra limonada y sírvanos tres pastas Boloña -
La seguridad de un plato que no admite mayores equivocaciones al menos va a saciarnos el hambre. El lugar empieza a darnos muy mala espina. El mesero regresa después de unos minutos largos, lleva en sus manos tres platos.
-           -   No vayan a creer  que este es el pollo del que les hablé al principio…este pollo…. -
-        -  Ni aunque me traigas el pollo vivo y lo mates frente a mí, me como eso. Tu dijiste que ese pollo estaba piche -
-             -   Pero es que… -
-             -   Pero es que nada, nosotros pedimos tres pastas Boloña y eso es lo que queremos -
-             -   No…miren, no se preocupen, este no es el pollo de antes, ya voy a traerles el contorno -
-             -   No, llévese eso y tráiganos las pastas Boloña -
El mesero se va, ofendido. Regresa a los segundos.
-            -  No puedo traerles la pasta Boloña. No está saliendo, puedo ofrecerles camarones, pasta carbonara con camarones - (inimaginable combinación y plato más caro del menú)
-            -    Mire señor, dígame cuanto le debemos por los refrescos y ya, mejor nos vamos -
-            -    Son mil novecientos bolívares -
Le entrego mi tarjeta de debito. El mesero se va y regresa.
-             -   Para procesar su tarjeta de debito, tengo que cargarle el 10% -
-             -   Hágalo por favor, cóbrese el 10% pero cóbrese, queremos irnos -
El mesero regresa.
-             -   No, definitivamente, no puedo pasar su tarjeta. Tiene que pagar en efectivo -
-             -   ¿Sabe qué?, no tengo efectivo. Nos vamos sin pagar -
-            -    Señor…es que…. -
-             -   Nada….nos vamos sin pagar, yo le dije al principio que no tenía efectivo -
Nos levantamos y nos fuimos, sin pagar los mil novecientos bolívares de dos refrescos y dos limonadas; mientras, allá lejos, al mesero le reclaman – fortísimo - algo que tenía que ver con nosotros.
Regresamos  al calor horrible a  buscar otro sitio para comer, sin entender  ¿En qué momento, cual loco nos extravió a todos? ¿Cómo pasó? Nadie lo sabe: aquí es así, La Fría, su carretera y sus transas  se repiten en cada rincón, incluso en los que aparecen en la guías de Valentina Quintero.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Se hace camino al andar

Las ciudades, todas, tienen encantos particulares. Suerte de accesorios con los que adornan su personal naturaleza; algunas, y en esto no somos nada democráticos, poseen más que otras; tal es el caso de Coro, en el estado Falcón que, por tener, tiene nuestro único desierto y cercanía a una línea de playa insuperable o Mérida, que decidió hacerse grande a la sombra de una geografía avasallante, una tierra groseramente fértil en la que una pepa de mandarina lanzada al azar de un muchacho apurado, se convierte en mata lo quiera usted o no. Son encantos prácticamente inadvertidos. Los merideños vivimos con ellos y los sentidos, cosa sabida, se acostumbran rápido a ignorar lo que conocen de sobra.
La Sierra Nevada está allí. Algunos días de agosto nos vuelve locos de tanta y tan fría blancura, entonces la vemos con admiración; pero siempre está ahí. El Albarregas, también, aunque este recuerda su presencia solo cuando escuchamos el ruido de su caudal atropellando piedras debajo de nuestros pasos urbanos. Divide la ciudad en dos mitades y hasta hace relativamente poco tiempo, una importante anchura de terrenos y potreros conocido como La Otra Banda, era lugar de excursiones a los que se accedía por tortuosos caminos abiertos por baquianos tratando de no estorbar el transcurso del rio. Nuestro Albarregas, allí, regando una ciudad que despertó tarde a la modernidad, suena sus caudales sin ningún pudor para recordarnos que convivimos pacíficamente. No se le recuerda bravo; en un esfuerzo notable de memoria, solo atino a mencionar un susto de crecidas y aguas desperdigadas hace un largo montón de años. La ciudad, aunque parece que no, pues pocos lo notan, ha crecido a sus riberas tanto como a la falda de una cordillera acunada de mitos y sorpresas.
Esa ciudad, que al expandirse no encontró más espacios que La Otra Banda, nunca ha atinado a pensar que esa otra banda es la otra ribera del Albarregas, nuestra muy gocha Rive Gauche, que, a diferencia de las riberas de ríos integrados a palos a su entorno urbano, no se rodea de selvas de cemento; lo hace mas bien, suerte que tiene uno, de verdores. Pues bien, ese verdor tiene su historia.
En algún momento de los lejanos 80´s mientras los merideños de mi generación fumábamos marihuana y bailábamos en Las Rosas, a alguien se le ocurrió darle un uso ciudadano a las riberas del Albarregas. Ya alguien mas había cometido la tropelía imperdonable de autorizar la construcción de un conjunto residencial casi en sus márgenes y ciertos sectores de la ciudad, abiertas las compuertas por el famoso Viaducto de la 26, estaban utilizándolo, de todos modos, sin mucho orden ni concierto. El gobierno regional de entonces a cargo del inefable Chuy Copey (Jesús Rondón Nucete) decidió acoger la idea de construir un parque y dio luz verde a un proyecto del que muy pocas ciudades del mundo pueden dar cuenta: Conservar el verdor de las riberas de un río, que no es ni pretende ser otra cosa que un rio de aguas frías, limpias y tumultuosas y agregarle espacios para el disfrute de los habitantes entre los que, de paso, se plantaría un jardín de esculturas. Quienes vivimos esa época seguramente fuimos más de una vez al Parque Albarregas a hacer, caminatas tan largas como lo permitía el espacio construido hasta ese momento. Verdaderamente fue un momento feliz para la ciudad porque entre otras cosas que ganaba en ese entonces, estaba ganando un espacio para su gente.  Gente que probablemente en ese momento ni sabía lo que estaba recibiendo, ni estaba lista para apreciarlo; entonces, sucedió lo que tenía que suceder: primero, el parque se convirtió en guarida de amores tan prohibidos como efímeros, luego empezó a amontonarse basura, después los choros lo hicieron su casa y después todos lo convertimos en basurero. Al final vino la maleza y se acabó el sueño, apenas un pedacito tristón y anodino que exhibe la representación escultórica  de algo tan improbable como un encuentro entre García Márquez y Don Tulio, al que solo acuden libreros de ocasión (a vender sus libros) e indigentes a esconder sus miserias.
Hasta hace exactamente once  días. Once, que empezaron en junio de 2016 en medio de unas Jornadas de Responsabilidad Social Empresarial  que se hicieron en FACES-ULA, organizadas por el Grupo de Investigación de Legislación Organizacional y Gerencia (GILOG); allí, unos locos enamorados de Mérida se preguntaron que había sido del Parque de su juventud y al Parque le cambio la suerte: sin bulla, sin aspavientos empezaron a escucharse voces a favor de las riberas del Albarregas y para hacer corto un cuento largo, se organizó la primera sesión de VAMOS AL PARQUE, A LIMPIAR. 
Se aparecieron 48 voluntarios, quienes supervisados por gente que sabe de eso, recogieron  más de 40 bolsas  de 200 litros con desechos sólidos  inorgánicos,  un montón de  cauchos, chatarra, equipos inutilizados de computación, una gran cantidad de cosas insólitas que nadie se imagina que uno bota en la maleza y un buen numero de colchones, cosa que no necesita explicación: la gente, cuando no sabe donde botar sus basuras, le importa poco tirárselas a un rio, con mala puntería. Pero, lo mejor que hicieron fue despejar 150 metros de la camineria adoquinada construida en los ya lejanos 80´s. De algún modo, el 17 de septiembre la ciudad renació junto a la primera vez que sus ciudadanos se fajaron por ella.
-               -   La primera vez que vinimos, escasamente podíamos caminar por un trechito en el que solo podía ponerse un pie delante del otro. No puedes imaginarte el charco de siglos que era esto - dice orgullosa Danitza Suárez, la mujer detrás del éxito del Km Inteligente y de todas las juntas de condominio a las que les ha ido bien, mientras me enseña ese  pedazo de 150 mts que es la nueva génesis.
Es una verdad increíble. Es una verdad, de verdad. Un par de días antes había pasado caminando por La Cruz Verde (allí queda la entrada) y un claro de bondad en el camino me había llamado mucho la atención, removiendo nostalgias. Por eso me fui el sábado a la segunda jornada de limpieza, a pesar de haber advertido que yo no agarro una escoba ni en mi casa. Ese sábado, el parque de nuestra juventud estaba lleno de gente, que hoy tiene la edad que teníamos nosotros cuando lo inauguraron la primera vez, comandados por el loco mayor, Alex Bustamante, el mismo que hizo de un zaguán viejo en la calle 27 el café/librería mas visitado de la ciudad, el loco pelo largo que anda en bicicleta para todas partes en una ciudad en la que las bicicletas, son para el verano,  quien me dijo hace días que ese será "nuestro Camino de Santiago" y que para lograrlo, ha ido reclutando gente de todos los rincones.
-                      - Es que quisiéramos rescatar los valores de la ciudad y ¿qué mejor valor que su naturaleza? Eso es lo único que estamos haciendo aquí. Esto va a ser grandioso porque va a ser un espacio para la naturaleza y para la gente -   esta vez, la voz es la de Enrique Pacheco Graff,  el paisajista con cara de iluminado que está guiando el rescate pues apuesta a mucho mas que un kilómetro de caminerias rodeadas de verde.
Junto a las caminerias, reaparecieron también las esculturas, tratadas como lo que son, han sido despejadas y serán restauradas cuando el trabajo museográfico se haya hecho. (valga la acotación) y algunos interesados en trabajar a un nivel más serio, es decir, reparando la infraestructura dañada o poniéndole luz a la cosa.
-                  -  Esto va a seguir creciendo -  dice Danitza, rodeada de un grupo de voluntarios a los que dirige como un almirante en campaña.  - ¿Sabes por qué? Porque es y será siempre una iniciativa ciudadana. Aquí no hay espacio para políticos a menos que ellos se conviertan en parte de la ciudadanía, hoy, está el alcalde aquí porque el poder municipal tiene que involucrarse, tiene que darnos, por lo menos, protección policial, pero ya se lo dije: esto no es un asunto de plata, sino de pantalones - y ríe abiertamente.
Hoy, después de cuatro jornadas de trabajo, se han abierto 500 metros de camineria y múltiples iniciativas ciudadanas se han sumado al Albarregas. Algunos programan conciertos, otros piensan en grupos de Yoga, algunos más diseñan alternativas para que sea un éxito. Pero, en el tope de todo, un grupo cada vez más grande de muchachos echa pico y pala limpiando el parque; en cada palada, la ciudad hace una genuflexión, dice gracias y recibe encantada el regalo de su gente, a quienes se lo devuelve para que lo disfruten, porque una ciudad de andariegos sabe mejor que nadie que la más grande verdad jamás dicha es que se hace camino al andar… 

sábado, 17 de septiembre de 2016

Ellos se llevan a Johnny...

Está convencido que la primera decisión más afortunada que tomó en su vida fue reunir cada centavo que llegaba a sus manos para comprar un teléfono inteligente; la segunda, inscribirse en aquel curso de computación que dictaba, gratis, los sábados en la mañana, un sacristán de pueblo en el salón de una iglesia y la tercera, haberse propuesto obtener, entre varios postulantes, un puesto para el programa de intercambio de voluntarios que la Alianza Francesa patrocina cada año para la Casa Hogar Tachirense en que vivió casi toda su infancia y adolescencia. Fueron decisiones de su voluntad en las que intervino su buen juicio y su tozudez. Son las decisiones que hoy lo tienen con un pie en el aeropuerto de Fiumicino, aunque ese no haya sido un propósito firme desde el principio. Recién cumplidos 24 años, Johnny se va del país, seguro de que muy probablemente nunca más regrese a vivir acá, aunque eso signifique dejar en el campo a su mamá, acompañada de una prima que es, más o menos, su hermana; toda la familia que conoce.
-          Apenas estoy terminando de tramitar el permiso de residencia, que es una cosa muy complicada, tan pronto como salga (me avisan en quince días) entonces preparo todo para irme. Ya tengo el boleto y todo lo demás arreglado. Me lo arreglaron ellos.
Ellos. El pronombre personal se le escapa muchas veces en la conversación;  ellos, son los autores de su plan, los destinatarios de su aventura y los protagonistas de su decisión. Ellos son sus amigos. Los amigos que hizo en Europa cuando, después de grandes esfuerzos, obtuvo un cupo en el programa de la Alianza Francesa, para pasar seis meses viviendo y trabajando como voluntario en Niza, la hermosa ciudad costera de lo que en el gran mundo se conoce como Costa Azul, un rinconcito de mediterráneo que es como la guinda del postre que es Francia. Johnny destacó en su desempeño; pero, sobre todo, Johnny destacó en sus relaciones públicas. Por eso fue tan importante tener un teléfono inteligente, para cultivar unos amigos que, dos años más tarde, le resolvieron la vida el día que contó parte de las iniquidades que vive un campesino negro y sin estudios superiores, en un país barrido por la barbarie. Ellos, intrigados por lo que publica la prensa extranjera, empezaron el interrogatorio y él, con el machucado francés que pudo aprender en esos seis meses, fue respondiendo. Una muchacha portuguesa, entonces,  hizo la gran pregunta:
-          ¿Tú que sabes hacer?
-          ¿Cómo? ¿de trabajo?
-          Si, de trabajo, claro… ¿en que trabajas tú?
-          Yo trabajo en el campo, atendiendo unas tierritas que tiene mi mamá cerca de Peribeca
-          Ok…pero, ¿solo eso?
-        Bueno, a mi me gusta mucho el fútbol y eso, cada vez que puedo, juego y enseño a los muchachos a jugar
-        ¿Eres bueno en eso?
-         Pues, malo no soy, y como siempre he vivido con niños, se me da bien enseñar
-         OK
Una semana más tarde, el chat habilitó una sesión de emergencia para enseñarlo a llenar una solicitud de trabajo en una escuela Italiana bilingüe de futbol que necesitaba gente con el exacto perfil de Johnny. La amiga portuguesa había hecho la investigación por él, sin decirle nada.  Johnny se sentó en una computadora, manejada diestramente por pura curiosidad y con la ayuda de ellos, hizo una solicitud que celebraron con alegría todos los que, casi a diario, se turnan en sus extraños horarios para saludarse en un grupo Whatsapp inventado un día aburrido de Niza.
Es verdad.  Johnny es buen jugador de futbol. No es una estrella como para engrosar la nomina de la Vino Tinto, pero “malo no es”, además, también es verdad que se le da bien enseñarle a  niños los trucos de la cancha y la pelota, por pura intuición. Johnny fue uno de esos niños a quienes planes gubernamentales llaman “en situación de riesgo”, pero tuvo la suerte de haber tropezado en su vida, con unas monjas generosas que se ocupan precisamente de hacer menos patente el riesgo.  Con ellas vivió, se alimentó, se educó y aprendió algunas cositas importantes sobre la vida; con ellas permaneció cuando,  superado en la edad reglamentaria - y sin tener mucho de donde escoger - tendría que haberse ido a patear mundo. Él optó por ayudar en todo lo que pudiera, destacándose en eso como uno de los mejores y su premio fue un viaje a Francia para el que parecía predestinado, seguro de regresar a ocuparse del campo donde Eloina, la madre insigne, batalla el diario para ella y sus dos muchachos. Es inevitable el lugar común: si se lo hubieran contado…
La amiga portuguesa fue la que advirtió las dificultades de la oferta futbolera;  en caso de ser seleccionado, el escasísimo sueldo que ofrecen a quien se atreva a postularse no alcanza ni para comenzar; pero, ese es el precio que hay que pagar por los papeles. Se ocupó de urdir un plan complementario de sobrevivencia: encargada de un restaurante en el centro de Nápoles con buenas propinas y sueldo mucho más decente que el de la escuela de futbol, un día le preguntó si estaría dispuesto a comenzar desde abajo, a él, que lo único que ha hecho en su vida ha sido comenzar desde abajo. Respondió que si, por supuesto, y ella se ocupó de lo demás. Cuando aterrice en Nápoles, Johnny tiene asegurado un puesto como busboy en el restaurante de la muchacha portuguesa. Ellos, otra vez aparecen, se ocuparon además de solventar trámites burocráticos (asunto peliagudo en la calamitosa Europa de refugiados y balseros) y de pensar, entre todos,  como resolver el tema de la vivienda. Otra de las amigas ofreció casa gratis por tres meses, durante los que dormirá en el sofá que está puesto (él vio las fotos con alegría) debajo de una escalera, creando un espacio abuhardillado que para él, conocedor de todas las carencias, es una suite que enseña con orgullo. Pasados los tres meses (él cree que sucederá antes) tendrá que empezar a pagar una parte de la renta (en el apartamentico de las afueras de Nápoles viven 3 personas) o buscarse la vida. El está perfectamente de acuerdo. Sabe que podrá hacerlo, o por lo menos, lo intuye. Ellos compraron el boleto, - fue una ganga, tan solo costó 600 euros – ellos pagaron la multa por tener que cambiar la fecha de salida debido a inexperiencia en el cálculo de tiempos oficiales y ellos decidieron, entre todos, que ese boleto es un regalo. Él quiere pagárselo al que lo compró (a quien reconoce como uno de sus mejores amigos) pero, de eso ni se habla. Ellos lo que quieren es que se reúna con ellos en Europa pronto y se olvide de sus calamidades.
El 14 de diciembre es su fecha de salida. Entre sus pocos amigos de aquí, la venta de las hortalizas que cultiva – que le tienen las manos destrozadas – y la ayuda de gente que también quiere verlo fuera de la miseria, ha reunido mil euros y un único equipo de ropa de invierno.  Johnny tiene el carácter cerrero de los andinos y la poca expresividad del campesino; por más que alguien lo intente, no logra sacarle una palabra sobre lo que significa dejar a su mamá o dejar su campo; solo habla de ellos y de su proyecto, entrena duramente todos los días en una rutina autoimpuesta, revisa cuanto puede la internet para aprender cosas de su nuevo país y estudia italiano los sábados con el mismo interés que un día le puso a la computación; pero, si por algún designio del destino “la cosa se cae” sabe que cuenta con ellos para intentarlo de nuevo, empezando de cero. Su piel oscura, su rostro buenmozo, su cuerpo curtido y macizo, su acento campesino y cerrero saben que llegó el momento. Lo que piensen los demás no importa. Ellos están a un whatsapp de distancia. 

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