jueves, 28 de agosto de 2014

Todavia está buena...

Hay una imagen que tengo grabada a fuego en la memoria. Andábamos por el  año 1984 u 85 cuando en un programa especial de la extinta Radio Caracas Televisión se recibía, con estruendo, a Lila Morillo, regresando a la que había sido la casa de sus inicios profesionales después de uno de sus sonados atajaperros con Sábado Sensacional, Ricardo Peña y esa cosa rarísima que llaman Venevision, en la que Lila había obtenido estatus de diva.  Fue una de las cosas más exageradas que he visto alguna vez en mi vida; Lila, convaleciente de uno de sus muchos males, vestía un ceñidísimo traje de palletes azul marino y lloraba emocionada repartiendo besos y morisquetas a un público enardecido que la recibía como a una resurrecta, mientras caminaba un sendero que, a duras penas, lograba mantener despejado un grupo de monstruos musculosos forrados en camisetas de licra negra que llevaban en la espalda el nombre de la cantante, escrito en escarcha dorada, a quien en un momento de locura levantaron en andas para entregarla en una caribeña versión de Cleopatra en palio. La verdad es que, entre otros excesos, aquel derroche de brillos, luces de colores, lentejuelas y ornamentos, ligados a tanta musculatura apretada, tanta mueca extasiada y tanta lagrima del reencuentro, convirtió la Esquina de Bárcenas en sucursal de Hollywood Boulevard por una sola noche en su vida, para satisfacer la idea de quienes produjeron esa noche especial en la vida de la maracucha. Sin embargo, la emoción no duró mucho tiempo.  Desconozco las circunstancias, pero, poco tiempo después, Lila regresó a Venevision, su canal de siempre y Joaquín Riviera la metió en un Miss Venezuela en el que ella pronunció la sentencia que la puso para siempre fuera del magno evento de la belleza venezolana: “ya era hora de que Lila estuviera en un Miss Venezuela”
El país vivía momentos de gloria. Jaime Lusinchi había ganado las elecciones con comodidad, jugando la carta del mesías salvador que venía a redimirnos de todos nuestros pecados y la esperanza, entonces bastante mermada, de que renaceríamos a la bonanza desguañangada por el gris periodo de Herrera Campins y su inolvidable viernes negro.  De la mano de Lusinchi - los venezolanos estábamos seguros - Venezuela volvería a ser la gran promesa, volverían (volvieron por un rato) los grandes saraos e iríamos, mesías mediante,  a salir de la crisis. Entonces, Lila reapareció en una pantalla nueva, exhibiendo su oropel voluptuoso para refrendar en el inconsciente colectivo la certeza de que, sí renacía el país, era porque ella renacía a su lado, tan buenota como siempre, recuperada de alguno de sus extraños problemas de salud. Entonces, la fiesta  volvió a ponerse buena para quienes tuvieron la posibilidad de sepultar toda decencia.  Lila, poco después de ese evento inolvidable, anunció oficialmente la ruptura de su matrimonio y se dedicó a cantarle a José Luis canciones de despecho, él sentaba casa en Miami quemando  naves, mientras que Doña Gladys Castillo de Lusinchi era despojada de toda investidura por la avaricia de una secretaria amiga de la farándula,  las ropas costosas y el poder.
La carrera de Lila Morillo había empezado unos veinte años antes,  de la mano de Mario Suarez. Eran los primeros años de la democracia y Venezuela, a pesar del esplendor Pérezjimenista, no pasaba de ser un espacio de ruralidades extensas en las que el recato y buen hacer se medían en metros de percal y música criolla. Lila Morillo, una linda mujer maracucha, casi goajira, pobre de toda solemnidad y muy digna, irrumpía con fuerza mostrando con cierto decoro, carnes turgentes de blancura imposible y una cancioncita que forma parte del sound track de dos o más generaciones: “una piedra tiré al cocotero…tero tero….” En fila, un buen grupo de prohombres de la generación triunfadora del 58 se alistaban para tirarle, ellos, piedras a su cocotero.  A algunos les fue mejor que a otros, Venezuela empezó su andadura. Rómulo Betancourt perseguía comunistas, Mario Suarez convertía en estrella todo lo que tocaba. Lila estaba allí, lista para la partida.
El ejercicio bastante inédito de republicanidad se iba improvisando a medida que partidos y lideres establecían acuerdos de convivencia, de lo más bien intencionados, permitiéndole a algunos comenzar a  crear un cierto aire de cónchale vale, que no dejaba dudas a la hora de pensar en lo chévere que estaba esto. Lila Morillo se abría paso entre un grupo más bien pequeño de cantantes y cada cierto tiempo se anotaba un éxito. Las demás iban y venían, se arropaban con ropajes de dignidad, escondían sus vidas privadas, intentaban incluso europeizarse un poco. Lila al contrario, hacia públicos hasta sus dolores de muela. El pueblo, el mismo soberano que siempre decide todo lo que nos pasa, empezó a rendirse a sus encantos. El resto, debatiéndose entre aceptar como suyo el cocotero, los trajes de costurera (siempre muy ceñidos a un cuerpo de curvas inauditas) y el lagrimeo constante de sus múltiples calamidades, pasaba de considerarla un monumento a lo peor de nosotros a un engendro de venezolanidad absoluta. Leoni y Doña Menca exaltaban el terruño. Lila competía con éxito en el rescate de la tradición musical del patio. Caldera y Doña Alicia en sus primeros intentos por darnos un poco de lo mantuano que tenían las artes interpretativas del arpa clásica de la Señora Pietri Montemayor de Caldera Rodríguez (sus guantes blancos y sus carteras de asa) dieron oportunidad a señoras más conspicuas. Lila fue relegada por primera vez a la rockola, que sea como se entienda, es éxito u ostracismo. Pero es vida.
Llegó la familia, las telenovelas de Inés Rodena y Delia Fiallo. Apareció el apellido Cisneros y los negocios no del todo claros del policía de Miraflores, Carlos Andrés Pérez, nuestro primer presidente con nombre de pila, cubrió de chistes la majestad de la Primera Dama, una diminuta señora de la más gocha estirpe a quien La Casona convirtió en Emperatriz. Lila, feliz con el Puma, se mudó para El Cafetal y mostró la quinta “Nosotros” en las revistas del corazón. Nada más y nada menos: El Cafetal, paradero y destino de la clase media emergente que aplaudía los desmanes forjados  en Punto Fijo y cantaba a coro un Gracias a ti, incomprensible. Venezuela se internacionalizó, la capital se llenó de brillos sauditas y Miami se convirtió en nuestro patio de atrás. Lila y su prole, hacían reportajes (muy bien pagados) para enseñar sus propiedades en Miami (ella aseguraba que comían “cow with coconut”) y exhibir sus hombreras, sus canutillos y sus primeros retoques.  Éramos felices todos, pero Lila la que más. Se había impuesto a toda calamidad y estaba nadando en la cresta de una ola en la que viajaban también sus desdichas, sus soledades y una burbuja impensable que nos reventó a todos en la cara. Un día cualquiera se apagó La Jaula de Oro, dejaron de sonar sus afinadas canciones de despecho. Manuel Alejandro cesó de permitirle reediciones de los éxitos de la Jurado y se hizo día el 4 de febrero de 1992. Lila Morillo, se decía, convalecía en clínicas extranjeras de sospechosas dolencias. Venezuela intentaba comprender lo que se venía encima. Algunos, El Puma entre otros, abandonaron el barco. Lila, calló su voz de acordes perfectos para entregarse a Dios. Venezuela, estaba (lo dijo varias veces) pagando penitencia. Ella, tenía a Dios de su lado y si Dios está conmigo, quien contra mí, cantaba en su conversación.
Hace un par de semanas cumplió 74 años. Un programa de esa televisión un tanto marginal en que se ha convertido el entertainment  local la invitó a festejarlos.  Fue una ocasión discreta, no hubo palletes (ella vistió una discreta versión de la manta goajira que tanto la favorece en estos días de amor a la patria, pero se cuidó de que fuera blanca, pese a la costumbre televisiva) ni musculosos cargadores de palio y, probablemente, no hubo el rating de aquel lejano regreso a las pantallas de RCTV.  A las afueras de ese canal de televisión, no había público ansioso de diva. Estaban en sus rutinas, salvando el día, consiguiendo alimentos, evidenciando el dolor de ya no ser.  Lila discretamente celebró con guiños y morisquetas el botox que no le permite mayores aspavientos, apagó las velas de una torta tricolor - con ocho estrellas - y un adorno sospechosamente idéntico a la cúpula del Congreso de la Republica; pero,  demostró que todavía, mal que nos pese, la esperanza está viva, Lila Morillo, señores, todavía está buena.

martes, 26 de agosto de 2014

¡Qué bello el teatro!, ¿no?

En estos días en que nadie sabe donde termina la información oficial y comienza el entretenimiento (oficial también, como todo) Caracas ofrece una cartelera teatral que nunca antes había visto. No, no se alegren pensando que se trata de algún proyecto revolucionario que intenta “resaltar la bolivariana aureola de libertades culturales” pues, como inicio, ni tal cosa existe, ni está en el interés de los jerarcas de la cultura patria. Más bien digamos que se trata de la mayor expresión del rebusque que nuestros artistas escénicos han conseguido, para enfrentar la cada vez peor oferta laboral que padecen.  Gracias (torcidos agradecimientos hay que decirlo) a la avara mano del que ha decidido cerrar estaciones de televisión y emisoras de radio, los actores y actrices venezolanas y todos los que suelen rodear la escena, están – literalmente – juntando medio para completar un real, cosa que en buen criollo suele llamarse necesidad creativa y han acudido al teatro; para bien y para mal nuestro, curiosos espectadores.
La necesidad creativa, como acabo de bautizar esta repentina fiebre teatrera, da para muchos y muy variados trabajos. Uno que me llama muchísimo la atención es el de “anunciar” cada montaje: antes, (en mis tiempos) bastaba con gastarse algunos de los muy escasos bolívares que se tenían, en pagar dos carteleras imprescindibles: la de El Universal y la de El Nacional, algunos afiches convenientemente ubicados  en los lugares tenidos por “culturosos” y la buena fe de radio bemba atraían, más o menos, gente a la función. Ahora, además de las omnipresentes redes sociales, el este de Caracas es un hervidero de pendones (no tan bonitos, de paso) anunciando las puestas de la temporada que, como todo en este país, no tiene mucho orden que digamos. Caracas es una ciudad en la que suben y bajan espectáculos teatrales de todo tipo durante todo el año. Punto. Esa es la temporada.  Para alojarla, los espacios más disimiles se han convertido en escenarios: así como (todo hay que reconocerlo) se salvaron de la ignominia los vetustos teatros del centro, han ido naciendo iniciativas privadas en centros comerciales y otros lugares, que echan mano del ingenio de algunos buenos comerciantes del espectáculo, para mantener viva la ilusión de los cómicos de la lengua y, junto a tales admirables proyectos, las eternas propuestas “alternativas” que continúan dependiendo de la buena intención de mecenas y gobernantes municipales. Aunque algunas de las salas emblemáticas de la ciudad (la sala Rajatabla y la Anna Julia Rojas, por nombrar un par de ellas y no recordar el largo duelo que estamos haciéndole al Teresa) ya no existen pues se las llevó el huracán rojo, la verdad es que el inventario arroja un saldo bastante positivo a la cabeza del cual figuran, sin duda alguna, el Trasnocho Cultural y el Centro Cultural BOD (o sea, la Torre Consolidada de la Castellana de toda la vida)
Si menciono este par de lugares, en particular, es porque además, quiero mencionar algunas de las propuestas que ofrece la cartelera, yo  no me perdonaría dejar fuera de mi visita a los dominios, la extraordinaria sorpresa que resultó dedicarle horas de esa semana tan particular a sacudirme tristezas viviendo las vidas de otros desde una silla de platea.  No soy crítico, no tengo más que un gusto muy particular, desarrollado en años de hacer y ver teatro, de la mano de personas que me enseñaron a ser muy exigente y muy respetuoso. Por eso, en mi andadura por los teclados, nunca se me ha ocurrido hablar de una obra de teatro (lo he hecho de varias) desde otro lugar que no sea la emoción de un mirón que no es de palo. Una emoción que en esta oportunidad anduvo de montaña rusa, por cierto.
Estuve en La Caja de Fósforos, un excelente espacio creado por Orlando Arocha y su gente, en la Concha Acústica de Bello Monte, para disfrutar dos singulares montajes que hacían parte de un Festival de Teatro Estadounidense que, a juzgar por lo visto, debe ser de lo mejorcito que hay en este momento en Caracas. Si bien “BUENA GENTE” no pasó de parecerme una correctísima interpretación de un texto complicado por su extraordinaria simpleza dramatúrgica, a la que le restó interés un grupo de actores muy desigual; fue viendo “PTERODACTILOS” cuando entendí cuanto echo de menos, el teatro que se hace con las manos y la cabeza en su sitio. Qué cosa tan buena ese par de horas extraordinariamente divertidas e inteligentes, en las que se pone de manera estupenda un texto fabuloso, en bocas de actores cuyos trabajos irrefutables tienen la buena calidad del talento verdadero en el que además, lo mejor del score musical más tradicional de Broadway, es el aporte más divertido que se le haya dado alguna vez a un texto difícil de tragar. Salí de allí tan contento que decidí explorar un poco más en lo que la cartelera podía depararme; entonces me fui al Trasnocho.
Hay una cosa que no entiendo, ¿por qué se le hace tan difícil a los que se dedican a este oficio conocer sus limitaciones? A ver, el teatro es el placer de un buen actor en el escenario, incluso cuando dicen un mal texto;  entonces, si el texto que tienen delante es lo mejor del barroquismo Cabrujiano, ¿por qué hicieron eso que hicieron?  ¡Dios mío! uno no se atreve a Cabrujas si no está totalmente seguro de poder hacerlo impecablemente;  El Americano Ilustrado que firma Héctor Manrique (y en el que está involucrado el nombre de ese gran creador que es Diego Risquez)  sencillamente debería bajar de cartelera hoy mismo, previo comunicado de disculpas de sus puestistas ya que no tiene nada que sea rescatable. Si a ese fiasco le sumamos la presentación previa de una versión - muy decente - pero muy mal actuada de Ha Llegado un Inspector, que no merece mayores comentarios, la verdad es que, esta vez, Trasnocho Cultural fue una gran decepción usada por mis acompañantes como excusa, para no venir conmigo al día siguiente a ver Otelo, un montaje de Javier Moreno, de la obra de Shakespeare, que venía en mi agenda desde mi salida de Mérida.
Pues, de lo que se han perdido. Si yo tuviera que ponerle sello de magnífica a una de las  noches vividas en esos días, haber ido a Otelo (en la Torre Consolidada, porque yo no puedo con tanto cambio de nombre) lo recibía con honores. Es uno de los grandes montajes de este momento, listo. Muy poco más habría que decir, de no ser porque (el deseo de escribir esta nota me lo dieron ellos) yo estoy viendo a estos actores desde que ellos eran chiquitos.  Antonio Delli, un Yago construido milimétricamente, saca lágrimas en la composición de esa pobre y  miserable maldad dándole, a ese tipo despreciable, un hálito de humanidad que casi hace cuestionar la necesidad de odiarlo; eso se le debe a un Antonio, crecido en su oficio, del que yo - debo confesar públicamente - he estado profesionalmente enamorado toda la vida. Junto a él, William Cuao, un actor seguramente sub utilizado que convierte a Otelo en un ser atormentado por un amor mal llevado por las perfidias de otro, interpretándolo maravillosamente bien; creo que cada paso que William da en ese escenario es para reafirmar que él puede con todo, incluso en su excepcional guapura.  Tengo que decir que, desafortunadamente, eché de menos a una mejor Desdémona, un rol que cualquier actriz joven mataría por hacer y que en esta oportunidad lo hizo una niña que no estaba lista para eso a la que, para colmo de su mal momento, le toca actuar al lado de una de esas actrices indispensables en el engranaje del buen teatro de una ciudad: Norma Monasterios, la actriz de reparto por excelencia que tiene Caracas en estos tiempos. Un excelente elenco redondeado por Joan Manuel Larrad  (un Cassio muy correcto al que le sobra pinta y le falta oficio) y Francisco Obando, la guinda del postre en su estupenda interpretación de un Rodrigo al que le caen todas las transgresiones resueltas con un hacer inigualable. Todo lo demás, es una verdadera delicia que por supuesto tiene nombre y apellido: Javier Moreno, un director de esos que ya no quedan.
Salí reconfortado, por constatar que mientras tengamos teatro y esté bien hecho (que no toda la extensa oferta lo está, lamentablemente) a lo mejor terminamos salvándonos. Nunca se sabe, pero no lo digo yo, es que lo llevas en el cuerpo hasta el día del gusano….

domingo, 24 de agosto de 2014

Bella Caracas

Luces gloriosa con tus guirnaldas de cerros a tu alrededor
Caracas, ciudad hermosa
Tú eres bella, Caracas, la cuna del Libertador
(Billo Frómeta)

Por increíble que parezca, yo adoro Caracas. No tiene absolutamente nada que ver con ese patrioterismo ligado al pabellón criollo o al tricolor nacional que esta de moda. No. A mí me encanta Caracas desde mucho antes que “este es el mejor país del mundo” (pero con cuanto gusto me mudaría para Panamá) se convirtiera en respuesta al dilema de subsistencia que nos sirven los rojos a la mesa todos los días. Es probable que la buena opinión que tengo de nuestra ciudad capital esté permeada: Yo viví la ciudad feliz, la que aun en medio del caos más terrible tenía cosas que ofrecer a sus habitantes,  la que estaba llamada a convertirse en la gran capital latinoamericana. La de antes, la que no se había enfermado. De modo que no es necesario ser la reencarnación de Sigmund Freud para diagnosticarme algún caso de nostalgia mal resuelto con la ciudad en la que viví mucho tiempo. Lo acepto, pero de forma muy simple.  Una de las pocas cosas de las que alardeo en mi vida, es de no ser un hombre nostálgico de Patria. Esa palabra, para mí, no tiene significado alguno. A favor de la corriente que me acusa de descastado, defiendo el derecho a no comprender cabalmente que cosa es esa de patria. Es decir, no sé si  los 900 y pico mil kilómetros cuadrados que (me enseñaron en la escuela) son Venezuela, esconden entre sus límites el significado de patria. O si patria es una colección de símbolos, ahora bastante alterados, que significan un gentilicio desahuciado, si es un sabor o incluso un olor. No lo sé. Cuando me exprimo el cerebro buscándole explicación a esa repentina fiebre de amor por lo criollo que se pregona a todo volumen desde cualquier rincón dentro, pero sobre todo, fuera del país, lo que más consigo descubrir es mi relación particular de amor con Caracas. La capital del desaguisado.
Es bastante probable, (lo pongo así, porque en este asunto no hay verdades reveladas) que siendo un tipo tan absolutamente urbano, adorador de los semáforos, la contaminación y el gentío (siempre que no lo molesten directamente a él) sienta que Caracas es lo más parecido a una ciudad en mayúsculas que uno puede encontrar en este valle de lagrimas. Mi relación con Caracas se fraguó a bordo de un autobús de Expresos Alianza en los tiempos de El Cafetal de las vacaciones de mi infancia, después de un viaje que duraba, exactamente, 12 horas y cuatro paradas, hasta un Nuevo Circo que a mí se me antojaba la puerta del paraíso. Ni modo, si alguna tarea impostergable me asigné siendo apenas un niñito, enamorarme de Caracas fue, sin duda,  una de las más fáciles e importantes.  En mi adolescencia, El Cafetal de mi tía se alternaba con la Santa Mónica de mi papá y, poco a poco, empecé a entender el enramado de urbanizaciones que poblaban la ciudad de pequeñas ciudades parecidas a sí misma. Santa Mónica me acercó a Bello Monte y Bello Monte me regaló mi primera salida de hombre grande: una escapada “ilegal” al Hawai Kay para escuchar a una Blanca Rosa Gil evangélica que alternaba la palabra de Dios, con su hambre de besar con ansias locas y que me muerdan en la boca hasta hacérmela sangrar. Nada, fue definitivo; convertir a Caracas en el patio de todos mis pecados o pudrirme en el limbo facilón, sin horizontes, de la Ciudad de los Caballeros.
Un día de mis 23 años aterricé a vivirla con dos logros exagerados: entraba a trabajar en el Teresa Carreño y tenía  alquilada una habitación en un apartamento de Parque Central. ¿Más caraqueño que eso? Imposible.  Fue en ese momento cuando dediqué todos los días que siguieron, a revelar los secretos de la ciudad que me acogía. Lo que descubrí en ese entonces pertenece al lado bueno de mis memorias, como el restaurantico de Rita y Paola en Bello Monte, el árabe de Catia, los zapatos hechos a mano de La Candelaria, el Tocinillo de Cielo de una pastelería que estaba casi al lado de la Iglesia de la Chiquinquirá, las rumbas interminables del Ice Palace en la Torre Británica, la Ensaimada que hacían detrás de la Plaza Morelos, el primer Grafitti (La Trinidad, ¿se acuerdan?)  Las chaquetas de kaki que hacia La Negra en el Pedregal, los primeros zapatos Neutroni, las camisas de AREA en el CCCT, las noches de ópera en el Teresa, el Vitel Tone de Da Sandra y el Picasso que colgaba en una esquina preferente de la mejor sala del Museo de Sofía.  Di muchos tumbos, viví en un anexo de la Alta Florida, de donde me  mudé desesperado a un hotel, la noche que uno de mis vecinos tocó mi puerta, con una pistola en la mano, después de golpear a su esposa, para pedirme un cigarrillo (no pasó mayor cosa, por cierto, ni a la esposa ni a mí) tuve una pequeña “pasantía” en un extraño cuarto de Montecristo, pasé algunas semanas en un apartamento prestado en la Avenida Libertador, frente a un famoso bar gay en el que actuaban las mejores transformistas de Caracas y un buen día, para siempre, llegué a Los Palos Grandes, el barrio por excelencia y mi alternativa de vida: si no puedo encerrarme en un pequeño apartamento de Paris a escribir la novela que venderá más ejemplares que Harry Potter, entonces me transo por los Palos Grandes. Así de demasiado me gusta ese barrio.
Esta larga lista de lugares que ya no existen, solo sirve para justificar una nostalgia inútil y tramposa que insiste en aparecer cada vez que vuelvo a pisar sus calles nuevamente con el despecho de quien ve en su novia de juventud, las marcas del maltrato. No la he dejado de amar, en absoluto, pero Caracas no se parece a la ciudad que busca mi memoria escudriñando sus rincones.  Si es verdad que tiene algunos encantos nuevos, cada vez más destruidos, de paso sea dicho; pero, la ciudad a la que fui la semana pasada, almacena violencia, maldad, basura y amenazas. Ahora, los teatros abren a las 5 de la tarde un sábado porque de otro modo la taquilla sufrirá el embate de la inseguridad, las bodas se celebran con discretos almuerzos a media mañana porque es un poco más seguro bailar a la luz del sol y los amigos invitan a brunch porque todos le tenemos pánico a la noche; aunque igual nos asaltan de día. A todo lo demás parecemos irnos acostumbrando: los escandalosos precios de la comida, la escasez que empieza a notarse cuando ya en el resto del país es noticia vieja, el trafico indescriptible de toda la vida, ahora enviciado de motorizados sin orden ni concierto y ese estado de deterioro físico en el que empieza a esfumarse la ciudad que era,  mientras desesperados capitalinos se ahorcan en sus esquinas,  sin merecer siquiera una oración de misericordia.
Los Palos Grandes, sin embargo, sigue teniendo calor de barrio entrañable y un excelente restaurante árabe, aunque Paris y su raclet de 10 euros en Montmartre parece más cercana. No sé si escribiré la novela que venda más ejemplares que alguna de Harry Potter  y por los vientos que soplan,  un día de estos,  Caracas se convertirá una vez más en un recuerdo.  Por ahora, sigue siendo un lugar al que algunos provincianos ansiosos de vida nos enfrentamos con miedo, para recibir cálidos abrazos de amigos muy queridos y ver teatro, la excusa frívola que conseguí para justificarme la nostalgia.

jueves, 21 de agosto de 2014

Anita, la marrina...

La primera vez que escuche hablar de “la familia escogida” estaba cómodamente instalado en el inolvidable apartamento de Isaac Chocrón, compartiendo con él alguna de esas tardes robadas al trabajo incansable en las que empezábamos a fraguar una amistad que no la acabó la muerte. No recuerdo las circunstancias, pero hablábamos de algo que él había publicado por esos días, en los que hacía referencia a un término que él aseguraba haber acuñado y que usaba para hablar de esa otra familia que todos tenemos, o debemos tener, compuesta por personas a quienes les brindamos nuestro más íntimo afecto.  No sustituye la que la sangre nos ha dado, pero perfectamente hace sus veces y en ella no faltan ni los primos lejanos. Aunque suene a disparate paralelo (cualquiera diría que una sola familia es suficiente, válgame Dios) la familia escogida está en tu vida, porque tú lo has decidido -  muchas veces sin pedirle permiso sino al amor - y la otra está porque tiene que estar, porque naciste en ella. La primera la escoges,  la segunda la tienes y punto.
Asimilé la teoría de la familia escogida, en primer lugar porque quien me la estaba contando era en ese momento (lo fue, para mi suerte, siempre) una especie de padre en plan aleccionador. También porque, apartando toda consideración, en mi vida esa familia escogida existía, desde que tuve la oportunidad de aceptar su presencia; pero, no fue fácil, uno puede sacar a un muchacho de la ruana y el frailejón, lo que no puede – siempre – es sacar la ruana y el frailejón del muchacho. El día que tuvimos esa conversación, la cordillera andina de mis orígenes más cerreros, estaba demasiado fresca; aceptar que yo tenía una segunda familia en mi vida era, ni más ni menos, que traicionar a Celinita y los mogollones. No obstante, lo había hecho - sin traición alguna - a Dios gracias.  Al adoptar el mejor de mis amores, había adoptado (escogido, digámoslo chocronianamente) a una familia compuesta por tantos y tan disparatados miembros que en ellos tenía la extensión de una vida distinta a la que había vivido hasta entonces, pero igualita en lo que significaba recibir y prodigar unos cariños largos, definitivos y exigentes que, además,  habitaban  un palacio, con torretas y pasadizos modernos, ideado por Fruto Vivas para una familia de promiscuidades decentes y algarabías.  Si por pedir era, yo no podía pedir más.
Supongo que ese cuento detallado, esa nostalgia convertida en vida diaria es otra de las tareas que tengo pendiente. Hoy no voy a contarla. No, porque hoy esa familia, a la que amo como mía, todavía intenta reponerse de la herida que a cada uno de nosotros nos ha causado el estupor de pasearse por palacio, buscando en cada rincón la risa sanadora de su directora de escena. De la señora de sus  flores y sus exquisiteces, del abrazo cerrado y selectivo que tuve la suerte de recibir un montón de veces. En su lugar, ha ido encontrando su ausencia. Anita, La Marrina de todos, se hizo luz sin aspavientos, sin molestar a nadie y con el tiempo justo de una despedida a la que me uní en el ultimo minuto, con la tarea inacabada que aun pasados varios días sigue siendo sorpresa incomprensible, designio triste del destino, voluntad de Dios, que llaman.  Y no es fácil. Pasearse por palacio sin encontrar la presencia amada de Anita, es probablemente lo más duro de haberla despedido hace dos semanas. Enfrentarse a las soledades que dejó atrás  lo pone a uno chinito; por una razón fundamental: para mi familia escogida, Anita y los suyos fueron al mismo tiempo, su familia escogida. Escogida, como me dijo La Nona hace tres días, a fuerza de confidencias, secretos, amores y dichas compartidas.
Una cadena de amores, perdóneseme no querer llamarlo de otra forma, que retruca en cada uno de los que entramos a palacio, para entretejer una colmena de abejas que dan su  miel en cada fiesta de cumpleaños, convocados por el azar del destino a sorprenderse por gente que guarda duelos a las matas de mamón o juega dominó y bolas criollas mientras escribe poemas y canta un ave maría. Una familia que abre puertas, las de palacio, para recibir a todo el que entre con el talante altanero de los que saben que no saben.  Callada, guardando las puertas de ese palacio que aprendí a querer antes de que Rayita tuviera que contar  el curriculum vitae del joven que te acompaña, estaba ella, llegada con su carga de dolores, como su nombre, y su epifanía alegre a poner orden en una tribu que la necesitó en cada amanecer de sus largos días.
Me resuena su acento, sus erres arrastradas, su enorme menudez y su amistad; me resuena un mensaje en el que me mandaba besos exclusivos (de esos que no le doy a todo el mundo) y una promesa de silencio, porque tu vida pertenece a la Quinta Zaira y las cosas que pertenecen a la Quinta Zaira yo no las cuento.  Me resuenan sus conversas, su risa alborotada y los pedazos de tarde en el patio rojo, las cervezas, el gusto por la buena mesa, la buena música y la promesa incumplida del concierto en el Aula Magna al que nunca fui.  Me resuena su presencia, en lo privado de los afectos verdaderos y habrá de resonarme para siempre su generosidad. Después de todo, Ana Dolores fue testimonio vivo de amiga,  en amigos que me regaló la vida para combatir estos tiempos en los que esa palabra viene tan rápido a la boca de los que no la conocen, fue ejemplo de compañía en tiempos de soledad y autora prodigiosa de una sopa de cebolla exquisita que se marchó con ella a la eternidad.  Me resuena su vida, toda, y la certeza de haber tenido en una familia que me escogió cuando los escogí a ellos, hasta la dicha increíble de una madrina que no alcanzó a llevarme a la pila. No es poco.
Hasta siempre Marri...

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