domingo, 30 de noviembre de 2014

El dolor de ya no ser....

Parados al pie de la gran escalera mecánica, esperábamos a Elías que bajara de la sala Ríos Reyna para irnos todos a almorzar en uno de esos brillantes mediodías caraqueños que son lo único con lo que no han podido acabar. Elías estaba arriba, en alguna de sus manías, los demás matábamos el tiempo. De pronto, la escalera echó a andar y en el medio, sin compañía ninguna, recrecidos sus escasos 148 centímetros de estatura por ese halito de intocabilidad que acompañaba su histórico mal talante, Elías Pérez Borjas comenzó a descender en dirección nuestra. Todos nos quedamos mirando la escalera sin decir una palabra. Pasados unos minutos,  Elías aterrizó junto a nosotros, fue Vicente Nebreda quien viéndolo fijamente, rompió el silencio, espetandole en ese tono suyo que, mas que hablar, mascullaba:
 
-          Elías, tú no eres una emperatriz, tu eres el director del Teatro Teresa Carreño, pero no eres una emperatriz….
 
A pesar de lo políticamente incorrecto, una gran carcajada colectiva celebró la chocarrería de Vicente mientras caminábamos a cumplir con el plan del mediodía. Terminado el almuerzo, cada uno regresó a sus labores. El chisme de la ocurrencia de Vicente rápidamente corrió de oficina en oficina; a media tarde, cuando bajamos al cafetín a merendar, tantas versiones como empleados habían hecho del trabajo una fiesta.  Una que, por cierto, no interrumpió ni por un segundo las ocupaciones numerosas de cada uno de los que teníamos la suerte de estar allí, para estar, como dijera Cabrujas.
Es parte del anecdotario, interminable, que hacen inolvidables los buenos días de los años felices; días en los que trabajar significaba una risa y en los que la más pequeña de las cosas, si involucraba al Teatro o se hacía con el mayor empeño o se hacía, pagando las consecuencias de desairar las instrucciones de aquel diminuto personaje a quien, ni la grandeza de Vicente Nebreda, pudo quitarle el talante de emperatriz Prusiana.  El Teresa, para muchos, la trinchera del país posible. Del país que nosotros jurábamos realizable, aquel al que los maestros nos enseñaron a verle el futuro y tenérselo calibrado. Elías, Vicente, Isaac, Miriam, José Ignacio, Belén, nombres que - probablemente - como dijo una vez Elías, “ya entraron en los libros de historia”  y que para nosotros eran tan cercanos como Adam, Cheo,  Iraima, Edwin, Luisa, Gunilla, Mireya, Luis o Isabel. Parte de la familia – tal vez - gente que uno ve todos los días para aprender algo cada vez más importante y olvidado: el problema siempre empieza cuando no se le pone a las cosas el mayor esfuerzo. Nosotros tuvimos la suerte de tatuarlo a fuego en nuestras mentes. Tal vez habría sido mejor no hacerlo. Si es verdad que Elías no era una emperatriz (y además era uno de los hombres más antipáticos que ha parido la tierra) no menos verdad fue que su generosidad a la hora de formar sus relevos no tuvo límites. Si es verdad que Isaac no era el centro del universo (murió sin aceptarlo, por cierto) no menos verdad es que al adoptarnos nos entregó con amor indiscutible la fórmula del bien hacer las cosas de la cultura, que por poquito que se le ponga obra es -  de muchos modos - el bien hacer las cosas del país.
No hay nada que hable más alto y duro de la vejez a la que estamos acercándonos como la nostalgia.  Ya no es tan importante hablar corrido, cosa que hacíamos con maestría en esos años, ahora lo que cuenta es de lo que se habla. Recordar esos años con nostalgia triste no es bueno. Ninguno de los de entonces seguimos siendo los mismos, dijo el poeta; pero, ninguno de los de entonces habría apostado ni en su peor pesadilla que nuestro Teresa iba a convertirse en eso que es hoy. Ninguno de los de entonces supo verlo venir, porque ninguno de los de entonces tuvo la suerte, buena o mala según se mire, de tener la bola de cristal de las infalibilidades. Ninguno asumió que empezaríamos a hablarnos con más frecuencia en las funerarias, que en las noches de estreno y ninguno se preparó para aceptar de buena gana que, así como a nosotros se nos caía el cabello y se nos arrugaba el rostro, a los maestros se les acababa la vida al mismo tiempo que al país se le acabaría la memoria. Una vez más, por ejemplo, el domingo pasado nos tocó cruzarnos mensajes de desoladora tristeza para despedir a nuestra queridísima Belén Lobo, la mamá de la danza de este país. Antes hemos ido despidiendo con idéntico pesar a los que la han antecedido. Y con el mismo estupor: el de ver como sus muertes significan nada en un país de oficialidades huecas y el de pensar, sin decirlo, que cada pala de tierra que cae sobre sus cuerpos está cayendo irremediablemente sobre la memoria de un país que hoy llora, como el tango, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
El dolor de haberse convertido en despropósito. A ellos, a los maestros, es a quienes se les irrespeta cuando se aplaude la memoria de un fantasma convertida en pirouette en las manos – nada más y  nada menos - del cuerpo de ballet que llenó de gloria a Venezuela, poniendo en puntas de arabesco la música de Antonio Lauro. No, el país que yo llevo en mi memoria no es el que le pone lycras a un militar para contar sus atropellos, ni el que aplaude la música sinfónica que avanza destruyendo lo que gente de verdad había creado dejando su piel en ello. Un fantasma convertido en Cabriolé sobre el escenario que él mismo arrebató a quienes una vez convirtieron sus cuerpos en elegantes corcheas, solo sirve para agregarle desvergüenza al cinismo. Para ninguna otra cosa.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Ciudadanos de un sábado merideño

¿Ustedes saben lo que significa sentarse en una silla de plástico para que, con dos horas de retraso, cincuenta y pico de personas, en lo alto de sus emociones, repitan los  mismos slogans patrioteros que se repiten hasta la saciedad en toda conversación de bodega? Eso - y no otra cosa - fue el Congreso Ciudadano de Mérida.
Si, ya sé que suena demasiado descalificante y que eso no se hace; pero, a mi me convocaron a una instancia política. Lo que me dieron, fue una colección de arengas  que si bien son un poquitín menos peligrosas que una reunión del PSUV, lo son porque las dicen gente que está de mi lado.
La cita fue el sábado pasado y si de primeras impresiones se trata, la de este día no ayudó mucho. Pasadas las 10 de la mañana (el llamado había sido hecho para las 8 en punto)  la sesión apenas empezaba a calentar motores; a esa hora, una de las promotoras anunció que arrancaríamos con un video, al que nadie le prestó atención pues ni se veía ni se escuchaba bien. Si ese video contenía las bases programáticas del Congreso Ciudadano, he allí la explicación al por qué nunca nadie se tomó la molestia de explicarlas. Se perdieron en el video.
El salón en el que se estaba realizando, por cierto, hervía de emociones varias; de modo que superadas algunas formalidades organizativas,  el presidente de la sesión dio por abierta la discusión sobre los aspectos “políticos” de la reunión anunciando que, además, se discutirían aspectos económicos y sociales. Entonces mi cabeza, poco dada a tolerar las luchas por la patria, empezó a girar descontrolada.
A ver, por ejemplo: ¿Qué es “la resistencia”? ¿Qué obliga a un ciudadano de a pie, a presentarse ante un auditorio como miembro de “la resistencia”? Peor aún, ¿por qué la palabrita de marras despierta tales vítores? Nunca lo supe. Así como nadie explicó el concepto Congreso Ciudadano, ni sus objetivos claros,  nadie se ocupó tampoco de  aclararme esa duda. La apertura de la sesión, entonces,  estuvo más bien plagada de emotividades y de frases que a la gente parece encantarles: “empoderamiento del ciudadano”, “voz de quienes no la tienen” “necesidad de exprésanos” y otras por el estilo que sirven para ilustrar el camino que empieza a transitar el lado más radical de nuestra inefable oposición.
Empezaron pues a correr los minutos dejando tras de sí la más cruda de las realidades venezolanas del siglo XXI: Salvo honrosas excepciones, lo que sobra en Venezuela  es creer que cualquier lugar que parezca opción de confrontación de ideas, es sitio para una catarsis llena de eslóganes, artículos que han circulado hasta el cansancio, reiteraciones y recetas mágicas que no llevan a ningún lado y que retozan libremente sobre una pésima particularidad: cualquier micrófono sirve para caerle a palos a  la Unidad Democrática, desconociendo – paradójicamente -  el verdadero poder ciudadano al  abrogarse derechos que, aunque existen y son válidos, no poseen una estructura formal que los legitime. En poco rato, la tarima se ha convertido en un pandemónium (en ocasiones con un léxico bastante mediocre) que desconoce la posibilidad de servirse de las  vías constitucionales que el mismo gobierno ofrece. La emotividad exacerbada de la mañana se resume en la frase (ciertamente desafortunada) de una de las organizadoras del evento: “lo que necesitamos hacer es salir a buscar la gente que está dispuesta a acompañarnos y tiene  la misma tendencia de nosotros” (después de lo escuchado, ¿hablaba de talibanes?) Por ejemplo, una intervención que pone en claro la urgente necesidad de rescatar la paridad de criterios se escucha con fastidio; cualquiera de las muchas – exaltadas – que  recurre al argumento radical de no considerar la vía electoral como una salida, recibe emocionados y estruendosos apoyos.  Pienso entonces, con preocupación, que estamos ante una dura realidad: solo puede aspirar al liderazgo político quien se aprende unas cuantas frases efectistas al estilo "doy mi vida por la patria" aunque rayen en lo cursi y no ofrezcan más que un palabrerío vacío.
Dos marcadas tendencias aparecen cuando llevamos más de una hora de discursos enconados para los que nadie respetó el tiempo pautado previamente: una es  desconocer la importancia del proceso electoral porque no se cree en el arbitro, aunque nadie  propone una idea válida para cambiarlo y la otra es que, sin presos políticos en libertad, no hay manera de empezar a hacer el trabajo político indispensable que ayudará a poner a los presos políticos en libertad. Complicado, ¿no? Pues bien, las gárgolas que cada asistente le ha puesto a sus ideas, impiden que se realice un verdadero intercambio de planes de futuro o al menos, que se diga algo sensato sobre lo que haremos con este país, despezado y macilento, una vez alcanzada “la libertad”.  El Congreso Ciudadano, se convierte entonces en una  plataforma para cruzar monólogos que no van a lugar alguno: todos lo quieren todo, libertad de presos políticos, constituyente, renuncia, referéndum revocatorio y calle, mucha calle, pero nadie se acerca al micrófono con una  idea de cómo lo haremos. No deja de ser preocupante, pues, que  la persona que desempeña  el rol de anfitrión, es quien esgrime más duramente el argumento desconocedor de las opciones constitucionales.
Transcurridas dos horas largas de intervenciones, empañadas por un sonido mal ecualizado, cuando comienzo a pensar que mejor estaba en otro sitio, es en ese momento cuando escucho una decisión  absolutamente delicada: Esta es una lucha política, es el pueblo, por vía de las organizaciones de  ciudadanos quien va a decidir si participa o no en las elecciones.
Antes de levantarme de mi asiento, un hombre a quien aprecio habla de la “unidad perfecta” llamándola, como ya otros lo han hecho en un contexto opuesto, un montón de poquitos. Una vez más la unidad, la única que se ha logrado construir en estos años de vorágines electorales,  es acusada de colaboracionista y oscura. Preocupado, salgo del recinto con tiempo para escuchar el más errado (por inalcanzable) de los objetivos de la  lucha política actual en Venezuela: La renuncia del presidente y su gabinete ejecutivo, así porque si. Sin elecciones. Como cantaba Soledad Bravo, “todo a pulmón, solo a pulmón”.
No sé muy bien como, sin embargo, al cierre de esta primera discusión los asistentes logran acuerdos que podrían tener sentido, si estuvieran desprovisto de esas ganas de llevarnos todo por delante que ha sido leit motiv del encuentro:
-          O hay elecciones primarias para llevar candidatos a la AN, o no hay nada.
-          Hay que constituir comités ciudadanos de movilización (una versión azul de los Círculos Bolivarianos, lo cual no es mala idea, en absoluto, aunque no apuesto por ello)
-          No olvidar el estado comunal y la propiedad privada y, por último,
-          Defender la emoción que produce el federalismo ya que Caracas, cada vez mas, es percibida como una suerte de enemigo histórico.
La mañana, con un 30% de ·delegados” alejados de la discusión, comiendo pastelitos fríos o tomando café sin ningún miramiento, concluye – al menos para mí – sin que ni uno solo de los asistentes haya comprendido que existiendo la unidad política lograda en eventos anteriores, un flaco favor le hacemos a “la patria” tratando de acabar con ella de un plumazo.
Salí de allí sin atreverme a dudar de las buenas intenciones de los promotores de esta iniciativa (a quienes por cierto, conozco porque si, pero jamás se identificaron como grupo cohesionado) pero, con el convencimiento absoluto de que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Puta, pero decente...

Una de las grandes enseñanzas de mi vida se la debo a Nora, una mujer de la mala vida a la que frecuenté, subrepticiamente (lo digo sin pizca de orgullo en homenaje a mi crianza prejuiciosa y pueblerina) en los años del exilio neoyorquino. La conocí por pura casualidad, justo la noche en que ella no prestaba sus servicios,  compartiendo un trago en un viejo bar de Manhattan. Colombiana, buenamoza y exitosa, Nora era una puta de alto standing a la que - habiéndole costado lo suyo alcanzar su estatus - la vida de "refugiada" le carcajeaba de gozo. La noche que decidimos emborracharnos juntos sin otra intención que esa, yo me acerqué a ella con la curiosidad morbosa del gocho que nunca ha pagado por el amor de utilería de las profesionales de la vida y ella a mí, con la de la puta que intenta que un hombre joven y en bancarrota le alegre un poco la vida sin necesidad de meterle mano. Por eso, probablemente, fuimos un par de buenos amigos a los que la cama solo les sirvió para comer sándwiches de mermelada y queso blanco (que yo hago riquísimos) y ver películas en betamax (que ella escogía y pagaba con rigor de santa)
Nora tomaba su oficio en serio, definiéndose a sí misma como "profesional del placer" y aunque tenía reglas inquebrantables en su ejercicio estaba, más o menos, dispuesta a complacer las más inimaginables fantasías del hombre, si entre estas y ella había un buen fajo de dólares. Alegre y dicharachera además, Nora ocultaba muy poco su profesión pues le gustaba decir que ella podía haber sido doctora; pero, había decidido ser puta.
De nuestras largas conversaciones obtuve, por ejemplo, la certeza inquebrantable de que el cuento de la puta triste es exclusivo de mujeres a quienes la tristeza les viene por otras vías. Nora era la mejor (y con diferencia no la única) prueba de que el oficio más antiguo del mundo se ejerce casi siempre con determinación y buen tono, a menos que la pobre tenga la desgracia de nacer y vivir en uno de esos países donde ser mujer es una maldición perpetuada por el macho abusador dominante. Ejercer la prostitución es un oficio cuya escogencia se debe a muchos motivos, la supervivencia entre otros; pero, no a que a la pobre puta no le quedo más remedio.
El recuerdo de mi amistad con Nora anda asaltándome desde hace días. Quizás desde que descubrí, en uno de los grupos de whatsapp a que pertenezco, un artículo (que luego he visto muchas veces en las redes sociales) lamentando profundamente la suerte de las "oleadas de mujeres venezolanas  obligadas por las terribles circunstancias" a ejercer la prostitución en Cúcuta y otras ciudades colombianas. El escrito, de manera bastante tendenciosa por cierto, narra las desventuras cada vez más frecuentes que sufren, literalmente, las representantes del hetairado local ahora allende fronteras. ¿Qué tal?  A ver, yo no dudo que esa sea una tarea con dificultades en su ejercicio (prestar servicio al cliente es complicado tanto en el mostrador de una panadería como en la cama…hay cada loco) pero, estoy seguro gracias a mi añorada amiga (puta, pero decente) que en estas latitudes nadie se mete a eso porque no le queda otra alternativa y - mucho menos - lo hace para enrostrarle a régimen alguno los horrores a que le somete. Con lo difícil que es la decisión de salir a vender aspiradoras de puerta en puerta, imaginen lo complicado que ha de ser - vista nuestra moral judeo cristiana - la decisión de vender el cuerpo (o lo que otros puedan hacer con él) en estos tiempos sobreinformados. A lo mejor sueno a troglodita; pero, una vez más, estamos sacando las cosas de quicio.
¿Por qué ese (u otro) artículo con visos de circulación viral no se ha dedicado  a escudriñar en la vida de los cientos de mujeres venezolanas, graduadas en universidades,  que hoy día limpian casas en Barcelona, Toloussse o Miami o lavan carros bajo el sol abrasador de Houston? ¿Por qué es la supuesta prostitución forzada de nuestras mujeres, lo qué enciende las mismas alarmas que hace años encendieron la aparición de jineteras forzadas por el régimen  cubano? Me aventuro a una respuesta digna de Nora: porque las putas son vistas públicamente con horror por los mismos ojos que en privado las ven con delicia; además venden periódicos, o viralizan artículos, que en estos tiempos es lo que cuenta.
No niego que el tema tiene mucha tela para cortar; sin embargo, me atrevo a asegurar (a riesgo de parecer excesivamente complaciente con la dictadura, culpable de otros muchos horrores)  que está equivocado en su enunciado pues, sencillamente, nadie que sepa lo que eso significa realmente (y en el año 2014 eso lo saben hasta las niñas de preescolar) se mete a puta, en-contra-de-su-voluntad-porque-no-tiene-otra alternativa-que-llevar-una-vida-de-desgraciados-horrores. ¿No será la promesa de dinero rápido (y la fama no del todo real de la belleza suprema de la mujer venezolana) lo que ha allanado el camino del aparentemente muy próspero nuevo negocio de nuestras congéneres exiliadas?
Definitivamente, la sensatez pecaminosa de Nora me ha hecho falta en estos días. Seguramente porque, pocas veces en mi vida he conocido a alguien que respete y disfrute tanto el oficio al que se ha dedicado con pleno conocimiento de causa y consecuencias; a falta de ella, doy por buena la certeza de que me sobrepasan en número los que se creen el cuento de los lamentos de esas putas tristes para esgrimirlo como una razón mas para-seguir-en-la-lucha; entonces, como hay que respetar, respeto, diría Nora.
Por cierto, la última vez que hablé con ella (Facebook mediante) mi pana se había dejado de eso; después de dos matrimonios fallidos con antiguos clientes, comprendió que varón no es gente, se gastó sus ahorros pagándose una carrera en NYU y, hoy día, se dedica a dar clases de español en una escuela Montessori. De todo hay en la viña del señor.....

lunes, 10 de noviembre de 2014

El (des)placer de un almuerzo en familia


Hemos tenido un fin de semana de celebración, el motivo: Rayita, la compañía más antigua, más sana y más auténtica que el amor le ha dado a mi vida,  festejó por todo lo alto su cumpleaños, (no voy a decir cuántos, pero alcanzó quite a milestone) y yo decidí seguir instrucciones para contribuir con el sarao. Nos quedó buenísima la fiesta el sábado y, como resulta que habíamos tenido visitas procedentes de ese lejano extranjero en que se ha convertido Caracas, se me ocurrió la pésima idea de organizar un almuerzo dominguero como para disfrutar los chismes de la rumba y superar el ratón de la noche tan preciosa.
Escogí AZZURRO, un restaurante a medio camino entre comedero y trattoria italiana de reciente data, montado con suficiente buen gusto como para parecer un lugar estupendo, en el que ya había ido a comer un par de veces anteriores. En mi mente, fanática del mangiare italiano, era ni más ni menos un plan perfecto. Fue una pena que a lo que pensaba mi mente, fanática del mangiare italiano, no le hicieran eco  los encargados de prestar un servicio y cobrar (muy buenos bolívares devaluados) por ello. La experiencia fue un verdadero desastre y algo más, como acostumbran decir los merideños.
Azzurro está en el CC La Hechicera. Un pequeño centro comercial que destaca por permitir la convivencia feliz de un restaurante de carnes, con un japonés que alguna vez fue excelente, un español muy famoso (la mejor caldereira de róbalo de la ciudad) otro que cambia de especialidad con frecuencia, porque nunca la pega, y este italiano de nuevo cuño.  Es un sitio relativamente pequeño en el que según mi experiencia, hasta ayer, por lo menos, la comida era rica. De lo demás, siempre salía quejándome. Una nueva (última) oportunidad se le da a cualquiera y yo, fanático del mangiare italiano, estaba decidido a coronar la celebración con el mejor plato de pasta de la comarca. Metí la pata.
Fuimos 19 personas. El restaurante estaba avisado desde el día anterior y confirmada nuestra asistencia con un par de llamadas que me hicieron ellos en la mañana para presagiar un gran condumio.  Más o menos a la hora pautada (en este país la puntualidad es un defecto, recordémoslo) estuvimos todos allí, listos para pasarla bien. Entonces, como por arte de magia, comenzaron los desencuentros y la tarde que pudo haber sido perfecta, se convirtió en un muestrario de lo peor que tenemos los venezolanos: muy poca capacidad de entender  lo poco preparados que estamos para apostar con eficiencia al éxito de un proyecto empresarial, aunque hayamos puesto en él los ahorros de toda la vida. Es muy sencillo, si usted no sabe cómo se maneja un restaurante, tiene dos opciones: se dedica a otra cosa (una venta de repuestos para motos, por ejemplo) o contrata la asesoría de alguien que si sepa pagando por ese servicio. Lo que nos sucedió ayer a nosotros es sencillamente imperdonable.
Nuestro primer deseo, 5 limonadas frappe para los sobrinos, tardó en llegar a la mesa, aproximadamente, una media hora. Ni hablar del resto de las bebidas que nos habríamos tomado encantados (mi hermano tuvo suerte, consiguió que su sangría llegara a su puesto con la brevedad del caso, no sabemos cómo) Transcurridos 45 minutos de habernos sentado en la mesa bien montada que nos habían preparado (aunque con servilletas de papel de la calidad más ramplona) lo único que habíamos conseguido era que un maître mal encarado y poco amable, nos regañara dejando claro que él atendía nuestros pedidos en el orden que ÉL decidiera hacerlo. Cuando finalmente lo hizo, convirtió en desastre el servicio del vino, trastocó las órdenes y desapareció como por encanto, dejándonos en el peor de los limbos  (luego supimos que había – oh sentido de la oportunidad – renunciado al cargo y abandonado el oficio en ese momento) y con un ataque de hambre que tornaba los humores en excusa para el crimen. Dos largas horas más tarde, la comida empezó a aparecer muy graneadita - por ejemplo, mi hermana comió sola, víctima de una equivocación propia de aquel orden de naufragio en el que finalmente  comimos, porque no tuvimos más alternativa:  lo que no estaba muy salado, estaba desabrido y lo que tenía que haber estado al dente, estaba vulgarmente duro;  para no mencionar que en esta familia existen alergias alimentarias que fueron debidamente explicadas y profesionalmente ignoradas o que, hacer un T-Bone Steak como Dios manda, requiere los esfuerzos de un cocinero en serio, no de la gente bien intencionada – y poco preparada – que manda en los fogones de Azzurro.
Por cierto en un momento de la desazón, ante los reclamos, una de las meseras, perfecta en aquello de “yo-hago-lo-que-yo-puedo”  nos informó - a modo de disculpa - que en el piso de arriba atendían mucha gente; Vaya sorpresa,  una media hora después de haber entrado nosotros, vimos llegar a un importante jerarca local de la cosa nostra roja, en compañía de su familia, un montón de camaradas en almuerzo de domingo – que ellos también tiene derecho – a los que sentaron en ese piso de arriba. Me gustaría llamarlo y preguntarle por su experiencia de ayer en AZZURRO, estoy completamente seguro que solo respondería elogios. Ellos fueron atendidos con presteza, la comida de ellos estuvo lista a tiempo, y ellos abandonaron el restaurante cuando nosotros todavía no empezábamos a comer  (Me imagino además que a ellos les encantó la comida, no es de rojos tener paladares educados).
Fue una experiencia penosa (que no se repetirá más nunca, por mi parte) condimentada, desafortunadamente, por la sospecha de haber sido objeto del desgraciado apartheid al que nos someten diariamente los camaradas; sin embargo, pienso que los motivos de nuestra desgracia trascienden ese detalle. Sencillamente, los dueños de AZZURRO están botando el dinero en un negocio que no tienen ni  idea de cómo se maneja. Lo más grave es que ellos todavía no se dan cuenta del asunto y creen que pueden excusarlo apareciendo en la mesa, cuando no hay nada que hacer, a presentar una disculpa sin argumentos, con la única finalidad de poder traer la abultada factura sin una gota de vergüenza y recibir, además, las gracias por nada que se dan cuando se recibe absolutamente nada.

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