sábado, 26 de marzo de 2016

Por la acera del frente, solo...

Frank vive en un edificio clase media – media. Lleva más de 30 años residenciado allí, todos sus vecinos lo conocen, saben de él, han visto crecer sus hijos y alguna vez han obtenido de él algún favor para resolver emergencias. Frank es un buen vecino. Se supone que el resto de las 21 familias que habitan el edificio también lo son; para ser un edificio merideño, Frank cuenta con la dicha de no tener en el vecindario apartamentos convertidos en “residencia estudiantil”, cosa que no es que sea mala, sino que ocasiona algún problemita, según puede atestiguar la ciudad entera. El edificio de Frank está habitado por familias, o lo que así puede llamarse en estos tiempos de diversidades y amplitud de conceptos.
Hace un par de días, Frank dedicó el día entero a recorrer pueblos merideños con el fin de abastecerse. En alguno consiguió azúcar, en otro consiguió arroz y poco a poco, fue llenando la despensa familiar gracias al vía crucis que todos conocemos y todos realizamos para mantener nuestras familias tan alimentadas como “la crisis” lo permite. Frank regresó a su edificio aproximadamente a las 5 de la tarde, estacionó su vieja camioneta en un lugar cercano a la zona de entrada del ascensor y comenzó a bajar las tres cajas de víveres que había podido conseguir. Hizo el desembarco en la puerta del ascensor sin recordar que, últimamente, el aparato ha estado medio embromado, actuando por la libre la mayoría de las veces. Frank, en un olvido propio de la confianza de estar en casa, metió dentro del ascensor sus compras y se alejó un segundo para cerrar la puerta del garaje. El ascensor  arrancó. Frank no pudo hacer nada  por detenerlo.  Pasaron unos minutos que a él se le antojaron muy largos, tras los cuales, el ascensor regresó a planta baja, vacio. Detenido en algún piso imposible de descubrir pues, entre otros, el problemita del ascensor incluye haber dañado el marcador de pisos, el mercado que tanto esfuerzo y dinero habían significado para Frank, se evaporó en un vecindario que ha sido peinado hasta donde la decencia lo permite. Los vecinos “ho-rro-ri-za-dos” han comentado lo sucedido al buen señor, pero nadie ha permitido que este le eche un vistazo a la nevera o a la despensa de nadie. La compra extraviada en el ascensor, se perdió para siempre en el ascensor. Fin del asunto,
Lina, una profesora universitaria de economía tan menguada como la de cualquier profesor universitario, se dedica entre otras tareas penosas, a cuidar de su madre aquejada de una grave enfermedad mental propia de la edad. Para palear los síntomas, la madre de Lina consume una buena cantidad de medicamentos, cuya presencia en las farmacias locales sería motivo de risa, si no fuera tan grave. Cada cierto tiempo, Lina y su único hermano se ven en verdaderos aprietos para agenciarse las dosis necesarias, lo han logrado hasta ahora, pero cada día se hace mas cuesta arriba y más complicado. Hace una semana llegó el momento – aciago – de realizar inventario y dictaminar que es hora de abastecerse nuevamente. Cuentas sacadas, Lina obtuvo un préstamo de su caja de ahorros (medida in extremis a la que solo ha acudido  una vez al principio de la enfermedad de la madre) y juntó  dineritos guardados con la alcancía del hermano, para comprar los medicamentos necesarios para cuatro meses de tranquilidad. Empezaron las averiguaciones, pues nunca habían tenido que hacerlo de manera tan especial y decidieron acudir a los servicios de una mujer, venezolana, sufrida victima de la crisis, que decidió poner los pies en polvorosa y se dedica, según sus propios anuncios a “ayudar a sus paisanos venezolanos” desde su exilio panameño. Lina la consiguió en una red social, hizo algunas llamadas para verificar su existencia, gustándole lo que encontró, hasta que finalmente la llamó personalmente. Cari, (así se hace llamar la paisana) resulto encantadora, comprensiva, buenísima gente. No hizo otra cosa que ponderar la obligación que “tenemos los que vivimos afuera de ayudar a los que padecen esta horrible dictadura”  Lina le contó de sus problemas con las medicinas de su madre, Cari le aseguró que ese mandado estaba hecho, pues ella contaba con una “red humanitaria” especialmente diseñada para Venezuela y le pidió una lista detallada de medicinas. Lina se la envió de inmediato. Cari respondió dos días después con las buenas nuevas “tengo todo en mis manos, cuatro meses y medio de medicamentos para tu mamíta, mi amor” Lina agradecida, preguntó el precio, Cari se lo dio. A Lina le dio un soponcio. Era bastante más de lo que ella pensaba que sería. Le pidió un par de horas para replantearse la compra, Cari respondió que sí, pero lo hizo de muy mal humor (No vayas a salirme con que no las vas a comprar porque yo ya las compré y te las tengo aquí listas para mandártelas) y en fin, la cosa se empasteló un poquito. Vencida por la necesidad, Lina pagó lo que Cari le dijo muchas veces en sucesivas llamadas perfectamente pensadas para presionar la realización del pago y cinco días más tarde recibió los medicamentos. Vencidos. Con más de un año de vencimiento. TODOS. Marcados como medicamentos regalados por una organización de caridad debido a su condición de poco aptos (la fecha de vencimiento de un medicamento es tema de muchas teorías encontradas, pero de que asusta, asusta) Entonces Lina decidió averiguar un poco más: el precio que ella había pagado por esos medicamentos “poco aptos” era -  en más del 600% - superior al precio de venta del mismo medicamento en una farmacia Internacional que se anuncia por Internet y en otra y en otra. Hace más de una semana, Lina trata infructuosamente de hablar con Cari. El número de la venezolana benefactora de sus pobres paisanos en problemas, ha sido misteriosamente desconectado. Fin del asunto.
Federico tiene 56 años. Por la razón que sea, a esa edad, no ha podido obtener vivienda propia. En realidad, su suerte no ha sido tan buena. Digamos que es muy difícil que un venezolano de bien obtenga lo que hace falta para comprarse una casa, dedicándose como él ha hecho a escribir, pintar y dar clases de literatura en un liceo secundario. Todo con mucho éxito, pero más nada. Hace como un año Federico recibió una herencia (algo que quienes lo han vivido lo celebran tanto como una lotería) que comprendía un pedazo de terreno en una zona muy bonita de Mérida  y algún dinero, suficiente como para construir, sin pretensiones, una modesta casita. Federico se puso a ello. Sabía perfectamente lo que quería hacer y por lo tanto empezó a permitirse el sueño, hasta que descubrió que, para poder hacerlo realidad, necesitaba el auxilio de un arquitecto que, entre otras cosas, pusiera en orden la burocracia con la que debe enfrentar la burocracia. Lo pensó mucho, después de cierto trabajo de “casting” Federico se decidió por un amigo de infancia. No digamos - como los “chamos” de hoy – su mejor amigo, ni mucho menos. Un arquitecto a quien él conoce “desde que estaban chiquitos” y a quien ve con frecuencia en las reuniones de los compañeros de colegio o en las casuales rumbas de la gente de toda la vida. Federico se reunió con él, él le puso por delante unos honorarios muy decentes, (solidarios, de pana, dirían algunos) con los que Federico estuvo muy de acuerdo. La reunión terminó con un cheque extendido a  nombre del arquitecto por aquello de que “entre usted y yo hay confianza”. Unos días después, el arquitecto le entregó a Federico unas hojas, a mano alzada, con bocetos informales de lo que él consideraba una propuesta. Ninguna de esa hojas pintaba ni remotamente lo que Federico había dicho y redicho mil veces en la reunión previa; pero, además, no servían para empezar a tramitar permisos, ni para echar a andar la construcción. Federico le hizo un reclamo de amigos. El arquitecto nunca más respondió sus llamadas, nunca más hizo el menor esfuerzo por cumplir con el trabajo encargado, ni el menor intento de dar una explicación coherente sobre lo que piensa hacer para retribuir el dinero recibido, del cual Federico se olvidó completamente, por cierto. Fin del asunto.
Hace pocos días, el grupo de amigos de ambos, que suele reunirse para celebraciones casuales, decidió no invitar a Federico a una de esas fiestitas, para evitarle tener que encontrarse con el arquitecto, al que, por supuesto, invitaron y celebraron ¿sin recordar? la estafa que había cometido.
Cuanta razón tenía un gran amigo mío, intelectual de verdad, quien solía decir que en este "país" la única forma de vivir, era caminando por la acera del frente...solo

sábado, 19 de marzo de 2016

Cheo, o el dolor


Ay Juanca, que cosa tan linda has escrito sobre la Chocri…

cuando yo me muera vas a tener que escribir sobre mí

Cheo Vaisman
Hace muchísimo tiempo, mi hermano Jorge Luis me invitó a ver una función de un espectáculo bastante underground que estaba causando estragos en la Caracas culta de la época; se trataba de un grupo de músicos que se travestían para parodiar a las grandes divas de la ópera del momento, en un espectáculo fabuloso llamado “The Florence Foster Jenkins”. No voy a ahondar en los detalles de esas producciones de súper lujo, pues creo que todos los que vivimos esa ciudad de entonces, alguna vez vimos a Foster Jenkins; voy a limitarme a decir que, esa noche fue la primera vez que caí rendido ante el talento indescriptible de Marisa Dulcamara Schichi, sin imaginar siquiera que, años más tarde, Elaiza Irizarry al contratarme como asistente de Producción de la Compañía Nacional de Teatro, estaría regalándome uno de los amigos más incondicionales y divertidos que heredé de los viejos buenos tiempos del Teresa Carreño: el grandioso Cheo Vaisman, a quien ella me presentó (desprovisto de los ropajes de la Dulcamara, a quien ya había enterrado sin honores)  mi primer día de trabajo en la recién fundada CNT. Cumplidos los saludos de rigor en el inicio de lo que significó realmente mi salida de Mérida, para hacerme gente grande en Caracas, Cheo le dijo a Elaiza, justo en el momento en que me volteaba para regresar a mi oficina “Chica, pero si él es una vara de Nardos….” creando para siempre un lazo indestructible cimentado en el inusualmente inteligente buen humor de Vaisman, el único de mis amigos para quien, entre otras cosas, no existía el género masculino como no fuera para hablar de un chongo.
No puedo, no tengo fuerzas en este momento para repetir lo que se ha dicho de él hasta el cansancio. Contar las anécdotas de nuestras conversaciones interminables, llevaría tomos y además, me pondría en situación de tener que imaginarlo diciéndome “Chica, tú no eres Yoko Ono, deja ya de lamentarte…” y seguir por ahí, quizás repitiendo una lista de divertidos despropósitos; pues Cheo era, además de todo lo brillante que sabemos que era, el hombre más divertido del mundo. Un comediante innato, capaz de sacarle risas a las piedras, si eso se proponía, que no se tomaba la molestia de tomarse en serio, tal vez para no tener que cumplir con el rito social de ser simpático, algo que por cierto le gustaba muy poco. Cheo era divertido, porque era así. No mediaba ninguna explicación, a menos que su inmensa cultura haya servido para otra cosa que para hacerlo la estrella que era. Del mismo modo como repetía de memoria todos y cada uno de los títulos de la Duquesa de Alba, (de los que era capaz de explicar su importancia histórica sin omitir detalle) se explayaba en largas disertaciones sobre “su gente de pueblo de Venezuela” (a la que consideraba, fuera de cualquier connotación política, sencillamente prodigiosa) o me ayudaba con paciencia de santo a escoger piezas  musicales para armar proyectos en los que trabajo actualmente, muchos de los cuales llevan la impronta de llamadas telefónicas extendidas hasta más allá de la medianoche. Si, Cheo era erudito, brillante, inteligente, ocurrente, malcriado, libre, osado, atrevido, peleón y extraordinariamente talentoso. Si, lo era; pero, era sobre todo un amigo invalorable en un mundo donde esa particularidad escasea de forma casi asquerosa. Hablar con Vaisman, significaba saber que uno tenía el privilegio de tener cerca una mente maravillosa dedicada a la sencilla comprensión de la vida, a través del mejor de los humores y la risa fresca de sus chistes, cosa que me acompañó por mas de 30 años en un espiral ascendente de cercanía intima, que empezó a terminar el 07 de diciembre del 2015. Ese día Cheo empezó a morir, asesinado.
Un par de meses antes, o algo así, saliendo del supermercado San Lorenzo, una señora de esas encopetadas maravillosamente mantuanas que lo derretían, lo confundió con un taxista y le ofreció 700 bolívares si lo llevaba a una prestigiosa dirección de La Castellana, ayudándola con las bolsas de su compra. Él aceptó encantado, ella le pagó el dinero ofrecido y él regresó a su casa, levanto el teléfono y me llamó para contármelo en medio de grandes risotadas. Luego fueron unos chinos y luego una pareja de amantes venezolanos, a los que llevó a un hotel de urgencias amatorias. Entonces Cheo se convirtió en taxista pirata. No necesitaba hacerlo, (discutible, porque en este país, en este momento,  todos necesitamos un ingreso extra) pero lo hacía porque le entretenía un mundo. Parte de nuestro diario ritual telefónico era contarme las “carreritas” que le tocaban en suerte; además, cada vez que yo viajaba a Caracas, me recogía puntualmente en la estación del autobús que sube de Maiquetía a Parque Central y me llevaba a donde yo fuera, cobrándome la carrera a un precio un poco más bajo que lo normal. Eso por supuesto, no incluía las salidas a almorzar o las visitas que se cumplían religiosamente en cada viaje mío a la capital. (Alguna vez, incluso, tampoco el alojamiento que me brindó en su casa biblioteca de La Florida) Haberse convertido en taxista pirata le había dado un propósito feliz a su vida, ya no tan activa por diversas razones, más de salud que de edad.
El 07 de diciembre de 2015, me contó luego, salió a buscar sus clientes de siempre, cuando en la Plaza Altamira, un joven que no llegaba a tener 18 años, lo detuvo para pedirle que lo llevara a El Llanito a buscar unos apuntes en casa de un compañero de colegio. Cheo accedió, sin sospechar, porque el jovencito tenía aspecto de querubín inofensivo. Estoy seguro, antes de que lo piensen, que no medió ningún otro interés personal, distinto al alma cándida de profesor en práctica desde hacía un tiempo. Lo llevó al Llanito, el jovencito entró a una casa y cinco minutos más tarde salió,  habiéndose cambiado el uniforme escolar por una franela de rayas y el morral de liceísta por un “koala”. Regresó al auto de Cheo y le dio instrucciones para salir de un barrio que él no conocía. Lo enredó llevándolo hasta un paraje solitario y allí en un segundo, sacó un arma del koala y lo encañonó. Hubo un fuerte forcejeo, Cheo intentó defenderse y el jovencito, en franca ventaja física, lo golpeo hasta lanzarlo fuera del automóvil hiriéndolo en el trance. El chamo huyó con su carro. Cheo se levantó como pudo, buscando ayuda y en minutos estaba montado en una buseta, auxiliado por vecinos para salir del barrio. Al recorrer algunas cuadras, su carro, robado unos minutos antes, estaba estrellado contra un poste, volteado ruedas arriba en el fondo de una cuneta. Allí empezó la segunda parte de una desgracia inenarrable: apareció la policía, rescataron el carro (enderezado con ayuda de vecinos) y él, herido y sin poder entender lo que ocurría, fue detenido junto al auto en una estación de policía. Voy a ahorrar detalles: Cheo terminó pagando algo así como 20 mil bolívares para que le devolvieran su auto y pusieran fin a la pesadilla. Finalmente lo consiguió regresando a la Florida en una grúa negociada por los mismos policías que, un poco antes, le habían chantajeado para devolverle su propiedad robada. Vaisman se dedicó a poner orden en su vida ultrajada y me llamó dos días después para contarme su tragedia. El auto, llevado a un taller de confianza requería una reparación cuyo coste rozaba un millón de bolívares.  Su cuerpo magullado y golpeado se puso en guardia. Su mente, estrangulada por  la acción del malandro, nunca volvió a ser la misma. Algunos de sus amigos contribuimos con dinero para resolver las urgencias económicas del robo, lo antes posible y estuvimos pendientes de ayudarlo a remontar la cuesta. No fue posible. El humor maravilloso de Cheo, empezó a ser cada vez más agrio. Un día, por ejemplo, montaba en cólera por que la empleada no había ido a trabajar y el otro podía dedicarle horas de su conversación a lamentarse de lo ocurrido. Dejó de ir a las terapias que había empezado con un prestigioso siquiatra amigo suyo y muy frecuentemente, montaba escenas de rabia contra quienes, como yo, estábamos pendientes de cómo iban las cosas. Enseguida aparecieron  las enfermedades: un día era un brote alérgico, otro una erupción en la piel, otro una terrible jaqueca y así, hasta que a finales  de enero, su carro estuvo reparado. Poco a poco empezó de nuevo a vivir, retomo sus clases en el Colegio Humboldt y aunque ya no recibía alumnos en su casa, intentó darle cierta normalidad a su vida. Lo visité en dos oportunidades entre enero y febrero y siempre quedé con la preocupación de que algo se había torcido para siempre. Un día me dijo: “Juan Carlos, ese niño no me robo el carro, me robó la felicidad”: ese día me asusté realmente.
Cheo volvió a intentar sus “carreritas piratas” hasta que hace unas tres semanas, me llamó para decirme que había salido del Humboldt en una ambulancia de RESCARVEN. Tenía un terrible dolor intercostal. Un par de hospitalizaciones después, fue diagnosticado con una Neuritis Intercostal y un problema importante en la piel. Era difícil hablarle pues estaba todo el tiempo atravesado por el horrible dolor, agravado por la ya famosa carencia de medicinas que todos padecemos. Pude encontrarle algunos medicamentos en Mérida, se los envié y noté casi enseguida, una leve mejoría. Hasta el sábado pasado.  El día anterior había vivido una serie larga de contrariedades y el dolor había regresado. Lo llamé para permitir que drenara su rabia a través de un insólito cuento con un pollo (del que, según supe, se enteraron también otros amigos comunes) y prometí buscarle otros analgésicos. El sábado respondió el teléfono con voz entrecortada, quejándose de un brote insoportable de dolor. Nunca más hablamos. No respondió ninguna otra de mis llamadas ni volvió a dar señales de vida.
El jueves, muy preocupado, comencé a contactar amigos comunes y encender las alarmas. Descubrí entonces que muchos opinaban, como yo, que Cheo estaba viviendo un difícil trance.

El viernes a las seis de la tarde, me conecte a mi teléfono y encontré el mensaje de mi querida Lucy Ferrero dándome la mala noticia. Desde ese momento, no puedo dejar de pensar que era un desenlace cantado. Cheo no soportó la iniquidad de este país al que amaba. Cheo murió de un dolor mucho más profundo que el físico. A Cheo nos lo quitó la misma Venezuela al que su alma Nicaragüense le había regalado glorias.
Y eso, carajo, es horriblemente difícil de entender.

domingo, 13 de marzo de 2016

La Minelli y el mesero

Hacia frío. Por más que intentaba acostumbrarme al clima áspero y complicado de esa ciudad fascinante, en realidad opinaba que el cuento de las cuatro estaciones de New York era mentira. Yo sentía un frio muy intenso todo el tiempo, que se suavizaba un poco en algunas semanas del año, y un horrible calor, muy húmedo, durante pocos días alrededor de Agosto, en los que la ciudad se quedaba vacía de amigos y el parque se llenaba de gente rara y operas. 
Para redondear  mis gastos, compartía mi beca de Repertorio Español con algunas horas de mesero en un lugar divertidísimo del Village, un restaurante más o menos brasilero, famoso por su noches de reggae y samba y su comida más o menos caribeña, todo un hallazgo para la clase media alta de un Manhattan que intentaba poner de moda lo latino sin conseguirlo de un todo. Se llamaba Sounds of Brazil, aunque, of course, todo el mundo lo conocía como SOB
Una amiga me consiguió unas horas como bus-boy y yo, rápidamente, me ocupé del resto. Pasé una corta temporada en la barra aprendiendo a preparar tragos, pero me despacharon al romper la segunda botella de tequila (nunca supe por que las margaritas habían destronado las caipirinhas más apropiadas al gentilicio del sitio) y,  gracias a mis buenos modales gochos, comparables a los del Butler de la Reina de Inglaterra, fui asignado a la zona VIP del restaurante. Atendíamos artistas relativamente desconocidos que actuaban en el bar y,  algunas veces, gente realmente VIP que se mezclaba con el lumpen latino para pasar un buen rato. 
Una noche tuve la emoción irrepetible de servirle agua con gas a Celia Cruz despues de una breve actuación  (no existían las selfies, si no imagínense) y otra, con toda corrección, traje bandejas y bandejas de batata dulce frita a una mesa en la que estaba sentado el mismísimo Tito Puentes, disminuido y envejecido meses antes de la operación horrible que le costó la vida. En seis meses de permanencia en el lugar, lo mas VIP que había visto llegar a esa especie de reservado privadísimo del cual yo  tenia llaves y dominio absoluto, era a la bellísima IMAN del brazo de David Bowie (juro por Dios que no sabía cómo hacer para quitarle a ambos la mirada de encima) hasta la noche perfecta en que llegó La Minelli con un combo de cuatro o cinco caballeros tan antipáticos y amanerados como solo pueden serlo las locas high de Manhattan (Con mi perdón por el termino)
Ese día, poco antes de entrar a preparar mi salón VIP al que - TOC mediante - le dedicaba tanta atención como podía hacerlo para una fiesta en mi casa, convirtiéndolo en un  lugar envidiable dentro del barullo de un restaurante que no destacaba por su belleza; entré en la tienda del pakistaní de la esquina a comprarme un dulce con el que combatir el sweet teth que me producía el frio. Como siempre, allí estaba la torta de chocolate de apariencia casera que me pareciá exactamente lo que quería comer. Compré una porción y entré a mi trabajo comiendo;  la torta era realmente deliciosa.
Han debido ser como las 11 de la noche cuando uno de los segurosos del lugar, entró desaforado preguntando por mí. Salí a su encuentro, con voz casi entrecortada por la emoción me decía que tenía que “parir” una buena mesa para sentar a Miss Minelli. No entendí, pero, había adquirido la costumbre de guardar una mesa los viernes y sábados en la noche en el salón VIP,  pues frecuentemente alguien con suficiente dinero en su cuenta bancaria ponía en aprietos a Martina, la bellísima morena martiniqueña que manejaba las noches de rumba del SOB, exigiéndole una mesa de postín. Le respondí  que no había problemas, que trajera a Miss Minelli al reservado y aunque ese nombre,  dicho de esa forma por un brasilero buenmozo que tenia pésimo acento, me sonó a amiguita del jefe, estaba comprometido a atender a quien fuera con la misma excelencia que lo había hecho con Celia Cruz (el rasero con el que mido la idolatría)  
Unos minutos mas tarde,  segundos tal vez,  la tuve en frente: Era la misma Ms.  Bowles de Cabaret. Liza, el último de los íconos de la noche neoyorquina, sobreviviente de mil guerras,  amiga de Andy Warhol, adicta, problemática gran actriz premiada con un Oscar, hija de Judy Garland y Vincent Minelli. My particular end of the rainbow: Liza Minelli. 
La mujer que en ese momento llenaba las noches del Radio City Music Hall con un espectáculo maravilloso al que había ido un par de veces juntando las exiguas propinas de mis pichirres clientes VIP saludo con corrección y voz ronca a todos. Disimulando como pude los problemas de acento que se exacerbaban en cada ocasión en que tenía que parecer completamente asimilado, le pregunté que podía servirle y ella ¡me miró! con sus ojos inolvidables y solo atinó a soltar que se moría de hambre, literalmente, se moría de hambre y quería la mejor y mas grande hamburguesa brasilera que pudiera servirle; un plato que no figuraba en nuestro menú, ecléctico, pero no tanto. Volé a la cocina, le supliqué al cocinero de malas pulgas que se inventara algo para Liza (solo los gringos dicen lai-z-za) y regresé a su mesa con una botella de champagne que sus acompañantes habían pedido. Ella pidió “water, you know” (yes I knew…I knew your bouts with rehab) y yo entré en pánico, era indispensable que en esa cocina inventaran la mejor hamburguesa del mundo. Entré a la cocina cien veces en 10 minutos,  hasta que el cocinero - mal encarado - me presentó una bandeja preciosa, con una hamburguesa de carne de cerdo, bañada en una salsa de frijoles rojos y acompañada de batatas dulces fritas y ensalada de rúgula con mango que, estaba tan sabrosa y era tan bella, que no le quedo otra alternativa que entrar a formar parte de nuestro ecléctico,  pero no tanto, menú.
Liza disfrutó la hamburguesa con deleite. Podía verlo desde mi esquina mientras moría de taquicardias frenando mi deseo de pedirle mil autógrafos y hacerme doscientas fotografías (cosa que teníamos terminantemente prohibida) en un momento, casi al final de la cena, ella levantó su cara y sus ojos, maravillosos,  muy maquillados, se encontraron con los míos por segunda vez. Acudí a su llamado en microsegundos, para que ella entre bocado y bocado, con la boca llena y fascinada, me pidiera servirle un buen pedazo de torta de chocolate. El único postre tradicional que nunca había estado en el menú del SOB. Atormentado por la idea de no poder complacerla, fui a la cocina a decir que Liza quería comerse una torta de chocolate, a lo que el cocinero respondió diciendo que no había,  que le ofreciera otra cosa.  
En ese momento tuve una epifanía. Sin ponerme un abrigo ni quitarme el delantal con que servíamos las mesas, abrí de un manotazo la puerta de atrás y pegué una carrera hasta la tienda del pakistaní abierta 24 horas. Lustrosa, sobre el mostrador, la última porción de su torta de chocolate estaba en la bandeja.  La serví yo mismo en un envase para llevar, arrojándole  a Pavel un billete de diez dólares. Regresé al restaurante, tome un plato de postre, coloque la porción de torta y con la poca gracia que me permitieron mis nervios, decoré con sirope de chocolate y algunas fresas frescas el plato. Llegué a la mesa de la Minelli en el momento justo en que un compañero retiraba el plato vacío de la hamburguesa.  Con suficiente aprehensión, presenté el postre, al que ella de un zarpazo  arrancó un pedazo con la cuchara. Su cara de satisfacción fue el paraíso. Comió hasta el último bocado de la torta sin dejar que ninguno de sus acompañantes la probara. Regresé a mi esquina a mirar la noche. Un par de horas después de bailar, tomarse fotografías, firmar autógrafos y provocar un verdadero revolú en el restaurant, la Minelli mando a llamarme (Yo había pasado la noche llenando su copa de agua desde una botella de San Pelegrino que mantenía fría a mi lado) Me entregó un billete de 100 dólares, me dio la mano diciéndome Thank you, darling y me pidió que la escoltara hasta la salida. 
En la puerta, Martina le ayudo a poner su abrigo; en ese momento, Liza le dijo que lo mejor de la noche había sido la torta de chocolate. Martina abrió los ojos sorprendida y me miró, estuvo a punto de desmentir a Liza diciendo que nosotros no vendíamos nada que contuviera chocolate. Con un gesto le hice saber que le explicaría luego.
Liza Minelli salió del SOB satisfecha. Mi pana pakistaní, desde ese día, se vio obligado a vendernos una torta de chocolate entera cada dos noches (que se convirtió en el postre insignia del SOB) y yo fui promovido a dueño y señor de los clientes VIP del restaurante con un aumento del  5% de mi sueldo. La emoción de esa noche no se me borró de la  mente nunca más, y si, verdaderamente, me costó mucho trabajo lavar de mi mano el aroma de las manos perfumadas y suaves de esa gran mujer que acaba de cumplir 70 años.
Ojala y haya tenido alguien cerca que le haya regalado una torta de chocolate para apagar sus velitas.

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