Adelante a luchar milicianos

Era lo primero que uno veía al entrar a la casa familiar: la bendición papal, enviada desde Roma por el mismísimo Juan Pablo II, y una fotografía, autografiada y enmarcada, de Carlos Andrés Pérez. Era la prueba irrefutable de que esa era una casa adeca – carlosandrecista; altar de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, a quienes se les reverenciaba con agradecimiento por favores recibidos, y sitio en el que Gonzalo Barrios merecía respeto y Luis Piñerua, por ponerse a pelear con CAP, alcanzaba el sitial de los enemigos. De ahí para abajo lo que importaba, a voz en grito, era saber que con AD se vive mejor. En mi familia, el acto de votar no tenia sentido si no se trataba de VOTAR BLANCO. El sentimiento acción democratista lo amamantábamos con la leche materna y el puesto de militantes lo reservaban con celo junto a la fé de bautismo. Como se esperaba, mi primer voto se lo dí a Jaime Lusinchi y el segundo a CAP, sintiendo que, a pesar de lo enseñado, no estaba haciendo lo correcto; pero, las mujeres de la familia se hacían cruces y encadenaban oraciones al pensar que yo sería capaz de tanta traición y tuve que hacer muchas maromas para merecer los privilegios de apellido y no convertirme en un paria antiadeco. Durante años me he preguntado por qué. No tengo traumas familiares asociados a lo adeco (lo juro, a pesar de los pesares) y no recuerdo una causa personal para mi aversión adolescente, aunque puedo recitar una larga lista de motivos para la de hoy: Henry Ramos Allup, por ejemplo, y su representación gritona del partido del pueblo. O las muchas ocasiones en que han demostrado que, para ellos, el poder es algo que se obtiene y se disfruta a despecho de cualquier circunstancia, sobre todo cuando hay votos mayoritarios que, a pesar de significar nada si se cuentan en solitario, les nublan el entendimiento. Debe ser una cuestión de identidad, como el piso Konker y los Rolex falsos. Ser adeco implica cogerse la silla y manotear un poco. Implica también alguna bravuconada costosa, algo de ceguera y una acera solitaria. Hay cosas que no cambian y letras que no entran ni con sangre. Es, realmente, una pena.