Hace tres años estuve en Turquía de vacaciones. Fue un viaje que tuvo toda la historia y toda la curiosidad del primer acercamiento verdadero al mundo musulmán. Se que sirve de poca muestra, Turquía es uno de los países más relajados (y occidentalizados) del mundo musulmán; sin embargo, no deja de ofrecer muchas razones para que el visitante liberal y pecador de otras latitudes hundidas en el vicio, se quede sin palabras.
Como en el resto del mundo musulmán, las prácticas homosexuales son severamente condenadas por la sociedad, aunque se toleran (y realizan) bajo la mirada cómplice de quienes están dispuestos a apedrearlos, si algo trascendiera la fiera privacidad que los protege. Paradójicamente, las mujeres parecen no existir ni siquiera para retozos non sanctos; sin empeño en disimularlo, la cultura musulmana (lo sabe todo el mundo) exhibe niveles increíbles de machismo y misoginia, que alcanzan su punto más visible en la ofensiva obligación que las mujeres musulmanas tienen de taparse enteramente, o usando pañuelos con los que se cubren cabeza y cuello (Nihab) o vistiendo el abominable Chador o Burka; prendas que vienen a cuento, porque han sido una de las cosas más comentadas durante la fiebre anti-musulmana que desató la reciente visita del presidente Iraní.
Es lógico, se trata del aspecto más dolorosamente visible del fundamentalismo islámico. El que más nos gusta señalar, el que nos hace ver como seres superiores dispuestos a permitir y alentar que nuestras mujeres ejerzan su derecho a desnudarse en publico, si quieren, y si tienen la buena suerte de estar solas en el mundo o tener un macho que no les pegue. Es la prueba de que el mundo occidental es un mundo superado, que no cubre a sus mujeres con velos, porque puede encerrarlas en la cocina o maltratarlas en el dormitorio. Es el trapo más indignante, el que hace a nuestras mujeres acreedoras de un buen par de tetas postizas que pueden ser exhibidas a todo el que quiera verlas, porque para eso las pagamos y las gozamos.
La Burka, ese trapo ignominioso que es mucho más que una expresión misógina de lo peor del mundo musulmán, es también una metáfora del inmenso abismo cultural que hay entre occidente y oriente, abismo del que sólo se conoce lo que el mismo cubre o descubre. Cierto, en Irán las mujeres son apedreadas y sus vidas, en el abismo, se rigen por leyes de gran perversidad que exigen mucha tela negra. Pero, nosotros nos hemos detenido allí y en el reciente intento de lapidación de una activista política. Cegados por una Burka más dolorosa, no hemos denunciado el hambre de sus hijos, la guerra interminable que diezma a sus hombres, las violaciones sistemáticas, el analfabetismo, las epidemias y las muertes en el proceso de parir sus hijos, contabilizadas en casi un 40%.
Hemos puesto el dedo en La Burka y hemos rozado la epidermis de una crisis que los occidentales nos empeñamos en reducir a la imposibilidad de usar minifaldas. Felices con nuestra valentía, hemos rechazado la visita de otro de nuestros chulos oficiales y lo hemos dejado en claro, alzando la voz contra el Chador y contra los vejámenes que sufren los homosexuales; una vez más, nos hemos atrevido a andar por la periferia de una verdad que no nos gusta: es quien se pone la burka, quien debe quitársela. Con sus propias manos. Con su sangre, lamentablemente.
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