lunes, 30 de enero de 2012

EL GATOPARDO

De poder hacerlo, digo, si yo fuera un tipo más dispuesto a salir de casa por las noches e instalarme bajo el bombillo que apenas permite distinguir el borde del vaso, hace rato que habría comprado una silla en EL GATOPARDO. No, una silla no. EL taburete que está al principio de la barra, unos centímetros antes del vinilo estampado con dibujos de piel de vaca, el que siempre está vacío, justo debajo de la lámpara esa medio chinoise que nunca se sabe si está encendida o que. Pero, no, Hace mucho tiempo que no me arriesgo a nada, que me vencen los miedos o el fastidio.
De vez en cuando, sin embargo, voy al GATOPARDO. Es divertido. Con ese nombre de “sitio para gente culta”, GATOPARDO es un reducto de la vida que no parece haber conocido tiempos mejores. O no sé. Puede que el vinilo animal print, sea más una concesión a la moda furibunda que una manera de disimular cicatrices. En todo caso, está allí. Y cubre casi toda la enorme barra que culebrea tres de las cuatro paredes del lugar. Lo demás no importa. GATOPARDO es el lugar en el que, en algún momento de la noche, recala todo a lo que todavía le queda algo de vida y un par de billetes de diez en la cartera, para pagar los 20 bolívares de una entrada que no da derecho a nada. 20 bolívares por dejar que el negro de la puerta te toquetee a su antojo para certificar que no estás armado y por traspasar una puerta tras la cual, Laizio intenta un poquito de buen vivir atendiendo su gente: seres apretujados, sudorosos, medio vestidos, arrastrados, orgullosos, drogados, sobrios, borrachos, hambrientos, cachondos, deseosos, cachuos. Gente. Lo bueno, lo malo, lo feo, lo limpio y lo sucio de lo que somos y de lo que queremos ser.
Gente que circula, saluda, habla, mira y esculca, sin que se dé cuenta el esculcado o a todo descaro. Sin norma alguna. En GATOPARDO, el que quiere perpetuar su soledad lo tiene difícil. El que quiere disfrutar de la suya en compañía de alguien, paga 20 bolívares y entra. Como hice yo el viernes. Como me pidió Erasmo que hiciera yo el viernes después del matrimonio aquel aburridísimo, cuando ambos soltábamos el nudo de la corbata, la rigidez del paltó, el encierro del último botón que obstaculiza el transito feliz de la tiroides. Cuando recordaba con nostalgia el pitillo que no estaba en el bolsillo interno del saco; finalmente, todos hemos llegado a la correcta politesse de 5 o 6 tragos de escocés con soda y asalto decente a la mesa de quesos; ahora todos doble besamos a la salida y sabemos que la madrugada es cómplice de los malos pasos.
Entramos como a las 2 y media, Erasmo saludó alguna gente y yo fui hasta el rincón de la entrada, ansioso por el anonimato de mi taburete. Desde allí me dediqué a mirar, como para acostumbrarme a la oscuridad que siluetea personas y como para predecirme las sorpresas de la noche. Todas, sin excepción, daban directamente a una mujer hermosa, trigueña y alta, vestida de negro de pies a cabeza y adornada por cuenta bisutería barata, dorada, había encontrado en el armario. Reinaba desde un rincón equidistante al mío; fumaba y bebía, bebía y fumaba. Sin contarnos a Erasmo y a mí, los visitantes de esa noche estaban encandilados por la presencia de la tipa. Desde su rincón, sin mover un dedo como no fuera para llevar el cigarrillo a la boca, la trigueña parecía decidir el rumbo del GATOPARDO en ese viernes necesitado.
Nunca sabré si me vio y si al hacerlo me incluyó entre los elegidos. Si lo hizo no tuvo la gentileza de hacérmelo saber. Cuando quise averiguarlo, fue cuando se encendieron las luces abruptamente y se apagó la música. Erasmo vino inmediatamente a mi lado. Me preguntó si estaba “decentemente sobrio”. Lo vi hacer un esfuerzo enorme para disimular que él no lo estaba. Le dije que se calmara, que estábamos seguros en nuestro rincón.
Los 7 policías entraron con gran estruendo de sus botas, una mano en el arma de reglamento y otra en el paquete. Fueron hasta el fondo del bar, mandaron a todo el mundo a ponerse en fila y empezaron la requisa, selectivamente aplicada a los que no podían (o no querían) disimular sus preferencias: jovencitos andróginos pobladores de la noche. Ignoraban a los malandros, a los fisicones y, por supuesto, a los que ya habíamos cruzado el umbral del mal aspecto. Dos de ellos se plantaron frente a la trigueña. Ella los miró, despreciándolos desde su altura y apuró un trago de su vaso. Uno se acercó demasiado y ella puso una mano como escudo. Él le bajó la mano con insolencia. Ella la volvió a subir amenazante hasta su cara. Él le sujetó la muñeca, ella lo odió con su mirada. El otro, puso una mano entre sus senos, en el escote. Ella, temblando sus mandíbulas, retiró esa mano con brusquedad, apagó el cigarrillo con la punta del estileto, se zafó del encierro que empezaba a ahogarla y caminó resuelta hasta el medio de la pista de baile. Por primera vez en la noche, el silencio pobló cada rincón de GATOPARDO.
La mujer se quitó los zapatos, se plantó en el medio de la pista y comenzó a desvestirse sin ninguna maña. No era un strip tease. A pesar de sus numerosos encantos, esa noche, ella no estaba para femme fatale. Simplemente se desvistió. Completamente. Desnuda, se aproximó a los dos oficiales que antes habían intentado manosearla. Uno de ellos recogió alguna pieza de la ropa de ella e intentó dársela. Ella la rechazó de un manotazo. Furiosa, tomó la mano del otro policía y la condujo hasta su seno derecho; con fuerza lo forzó a recorrer su cuerpo hasta su sexo, diminuto y dolorosamente erguido. Lo obligó a tocarla. Allí fue cuando estallaron los aplausos y la primera estrofa, cantada a todo volumen por cientos de voces, de “En una noche tan linda como esta”. Allí fue cuando sonó el disparo y mil gritos de espanto. Allí fue cuando Erasmo corrió a esconderse bajo mi taburete y el ruido apurado de las botas marcó la retirada.
Cuando regresé la mirada a la pista de baile, la mujer seguía desnuda y rabiosa, en medio del espacio, bañada por la luz de muchas lámparas desiguales. Un poco más allá, algunos recogían lo poco que les había quedado de humor entre las cédulas regadas por el piso. Dos empleados atendían a Laizio, en plena crisis de nervios, y el negro de la puerta revisaba el enorme daño que había hecho la bala en el techo de la pista.
Abandoné mi taburete justo en el momento en que la trigueña volteó a mirarme. Por unos segundos su cuerpo de mujer, desnudo y altanero, se tropezó con mi vergüenza, pero no pude bajar los ojos. La mire una, y otra, y otra vez, sin poder quitarle los ojos de encima. Entonces, dije la única cosa que nunca tenía que haber dicho:
- Mija por favor, cúbrase….

martes, 24 de enero de 2012

No necesitábamos otro héroe

No por la globalización virtual, La Habana está en nuestro vecindario más cercano. Tal vez haya que buscar razones en otros fenómenos de la modernidad: obligados por un loco, hemos sido hermanados a una tierra que no deja de apuntar al cuento de la hermandad antillana y se consuela con ser el patio de atrás, ese territorio árido de donde sólo vienen noticias. Malas, por cierto, muy malas.
Titulares, para ser exactos. Acostumbrados a un secretismo que hemos copiado al carbón, de vez en cuando una línea noticiosa nos estremece y tapa de un plumazo la novedad de los cuentapropistas, los autos del siglo XXI y el nuevo mercado hipotecario. A veces, en esa línea escueta se cuela el nombre de un hombre cualquiera, como ahora, como hace poco mas de un año, como a cada rato.
Wilman Villar: un preso de quien se sabe poco y no se conoce el por qué, murió después de una huelga de hambre de 50 días con la que aspiraba lograr que su caso fuera revisado y su sentencia se pareciera a algo justo, si es que la merecía. El titular, así, desprovisto de toda emoción, deja miles de preguntas en el aire. A esas preguntas, se remiten diariamente, tanto el gobierno de la Isla como los familiares y amigos de Wilman. Obviamente, nunca podrán ponerse de acuerdo. Es decir, nunca se sabrá la verdad de lo acontecido a Wilman, aunque sea muy fácil suponerlo.
A falta de mejores explicaciones, parece tomar fuerza la tesis que dice que a Wilman Villar lo dejó morir el régimen de los Castro, varias veces: Cuando se negaron a aceptar sus razones y atender sus reclamos, cuando descuidaron la atención a su salud quebrantada por el largo ayuno, cuando lo llevaron a un hospital en el que poco o nada podía hacerse y cuando, al fallecer, lo tildaron de delincuente común. Es triste. Es profundamente triste. Y es además, muy grave. Por lo que dice, pero como suele suceder en estos casos, por lo que deja de decir, por lo que indica.
Básicamente porque una vez más, lloramos a un muerto que no debió morir y pensamos una y otra vez, antes de atrevernos a proclamar que la muerte de Wilman Villar es innecesaria. Completamente innecesaria. Envuelta en profunda soledad, en desesperanza, su muerte no sirve sino para crear mártires donde debería haber héroes.
Respeto profundamente la decisión de Wilman. Aunque nunca pueda llegar a compartirla y aunque no lo conocí ni de oídas, hay algo muy especial en los hombres que deciden dar su vida por una causa. Suele verse en quienes, como él y tantos otros, se han privado de toda forma de sustento para exigir una reivindicación propia o de su colectivo. Son seres que padecen una profunda desesperanza o sienten una irremediable necesidad de ser escuchados. Son los hombres de las últimas consecuencias. Son tan difíciles de entender como los Kamikazes japoneses o los fundamentalistas islámicos.
¿Cual es el Dios que quiere eso para sus hijos, si de religión se trata? ¿Cual es el pueblo que quiere esa muerte a cuenta gotas, para sus hombres aguerridos, para los que se atreverán, por qué, si a enfrentar la ignominia?
No puedo entenderlo. Me duele la ambigüedad de un sentimiento que condena al condenado y lo salva con la misma mano. Me estremece pensar en la terrible determinación de un hombre dispuesto a dar su vida, y a darla a despecho de toda circunstancia, por el logro de una reivindicación negada de antemano. Ante un gobernante sordo, inconmovible, incapaz de sentimiento alguno de justicia o de piedad, nada es más suicida que atreverse a llegar hasta el fin. Zapata Tamayo, Franklin Brito, Wilman Villar: tres nombres hermanados por el triste destino del martirologio innecesario. Tres hombres cuyas voces deberían resonar, no en consignas, no en fotos detenidas en un tiempo del que ya ellos no disponen, sino ante el altavoz del que tiene la razón. Tres hombres que, literalmente, pusieron su destino en manos de un régimen que no perdona ni olvida. Que ejecuta, que lacera, que degrada, que ofende.
En una orilla o en otra del mismo Mar Caribe, privarse de la vida ante monstruos de lo inhumano, no suena a acción con sentido. Suena a heroísmo, eso si. Al heroísmo de un hombre que calla antes que pudiéramos escuchar todo lo que tenía que decir. A heroísmo del destiempo. A batalla perdida en la conciencia.

lunes, 23 de enero de 2012

El militante que no soy

No tengo madera de militante. No puedo ser optimista 24 horas al día, ni dejar de decir algo en lo que creo, ni dejar de escribir la opinión que me pertenece para ver si encuentra el eco que necesita. No puedo seguir una corriente a pies juntillas a menos que me enamore completamente, y no puedo, por nada de este mundo, esconder lo que soy en la intimidad de mi casa y familia. Esa certidumbre aplica a todo lo que me rodea. Algunas personas piensan que soy intenso e insoportable, cosa que respeto enormemente. La verdad es que a estas alturas del partido, me importa muy poco lo que opinen de mi, aquellos que no son mi familia ni mis afectos más cercanos, que se cuentan, literalmente, con los dedos de una mano.
No soy militante de nada. Soy fanático de ciertas cosas: la comida criolla, el buen sexo, el cigarrillo, los postres de frutas, la buena conversación, la literatura latinoamericana, la música “de antes”. Pero, no soy militante. Aprendí desde hace rato a jugar a Dr Jekill y Mr Hide, y pretendo tener derecho a ser yo mismo, en donde haya gente dispuesta a protegerme de lo implacable que soy conmigo. Si durante años me han repetido que para eso son los amigos, espero poder contar con ellos para que mis oscuridades sean entendidas y amablemente iluminadas.
Así me enfrento a lo que me toca vivir: un país desdibujado, sin sentido de patria, sin escrúpulos, sin mesura. Un país en el que vive la corrupción a sus anchas y en el que asesinan diariamente, por lo menos, a una persona inocente. Un país sin orden, sin concierto. Con rumores inverosímiles, historias rocambolescas, ruido, mal gusto y malos olores. Con algunas alternativas de escape, también; algunas lindas playas, algunos paisajes impresionantes y algunas, muy pocas, casas amadas, confortables, iluminadas, auténticas. Con alguna gente buena también, como en todo. Y realidades paralelas que quitarían el habla de conocerse.
Así, sin querer ser militante de nada, me levanto diariamente y salgo a defender la vida. La mía y algunas veces la de alguien más. Así, creo poco a poco en la posibilidad de salvarnos a la hora del juicio final y en la oportunidad de enfrentarnos a algo que nos ponga sonrisas en la cara más a menudo. No, no es fácil ser yo. Soy el primero que lo siente y el primero que intenta remediarlo de alguna manera.
Participo, me equivoco, escribo y algún trabajo hago, para sacarnos del estropicio. Sin militancia obcecada, presto mi tiempo a causas que tienen cara de futuro, por eso no entiendo las militancias. Por eso no creo que todo sea bueno en mi campo. Por eso creo que hay que casarse con una buena idea, como la Unidad Democrática y jurar por ella.
Se que no hacía falta hablar tanto para decir tan poco. Pasa que estoy muy harto de ser juzgado y condenado por haberle dado espacio al pesimismo, por creer que las elecciones se compran y se venden, por oponerme a gente que reencarna viejos paradigmas lamentables y por creer, sinceramente, que este país, mío y de mi alma oscura, se salva el día que entendamos que tenemos que entromparlo con mucho sacrificio, mucha austeridad y, tal vez, hambre.
El día que yo vea a un venezolano negándose a recibir el monto de una misión y entendiendo que ser una economía rentista no nos hace limosneros de esa renta, ese día, a lo mejor, empezaré a creer de nuevo. Entre tanto, soy el que soy y quiero tener derecho a serlo.

Me equivoqué...

Una de las cosas que peor le sienta a mi ego es equivocarme. Tener que admitirlo públicamente, es aun peor. Lo demuelen. Por eso siento que debo hacer pública esta nota antes de que pasen muchas horas y el daño sea irremediable (para mi ego).
Hace poco, un par de semanas o algo así, publiqué en este blog un artículo sobre la indecisión que me producía, en materia electoral, la presencia en la justa de Diego Arría. A pesar, dije en ese artículo, de su pasado adeco; había en sus planteamientos un atisbo de inteligencia, de exactitud con el futuro, que lo convertían ante mis ojos en un candidato al que podía apostársele el tema de la transición.
Mi papá me dijo una vez que los adecos eran como las vacas de patio: la “ponian” a la entrada o a la salida, era lo único seguro que tenían. Hoy, en el momento más importante de la historia que queremos construir, el señor Arría, con todas sus virtudes, se comportó como una vaca de patio.
Si yo necesitaba alguna razón para NO votar por Diego Arría en las primarias del 12 de febrero, su negativa a firmar el plan de gobierno de la Mesa de la Unidad, es decir, su soberbia adeca, me ha convencido sin dudas. Lo próximo, y sucederá dentro de muy poco, es verlo presentarse a la presidencia sin el apoyo de la unidad. Listo, es el recetario adeco, es algo que debe haberles enseñado Rómulo: O son la Bella del Baile, o se van heridos y montan su propia fiesta.
Ando furioso conmigo mismo, haberme equivocado de esa manera. Haber perdido horas de mi vida debatiéndome entre apoyarlo o no, haber discutido con amigos la posibilidad de votarle a él, de convertirlo en el candidato de la unidad, para que ahora salga el muy bruto, a darle su mejor patada a la misma Mesa de la Unidad que lo apoya. Es imperdonable. Realmente, es imperdonable que el Señor Arría de buenas a primeras y en venganza por la finca que le robaron, quiera reeditar a su compadre Carlos Andrés Pérez.
Después de todo, le agradezco que lo haya hecho ahora. Entiendo sus razones, pero no es el momento de individualismos tontos. Digo más, me gusta su propuesta constituyente, pero no era el momento para patear la propuesta de gobierno que ha elaborado la mesa de la unidad. Eso que él hizo se llama soberbia. Y es el peor rasgo de los adecos.
Lo lamento, esa si que no la aguanto. Ni por Diego Arría, ni por ningún adeco. Mi voto, está decidido, es para Henrique Capriles Radonski en las presidenciales y para Carlos García en la alcaldía de Mérida. Para Gobernador de mi estado no daré mi voto a nadie.
Y si, por desgracia, llega a ganar Diego Arría en las primarias, votaré por él, con mucha lastima. Y lo haré porque hay que votar por alguien.

domingo, 22 de enero de 2012

Del miedo nuestro de cada día

Lo contrario del miedo es la Fe Juan Pablo II
Uno de los síntomas de la terrible enfermedad que acabó con la vida de mi Mamá, era la súbita aparición de ataques de pánico. Ataques verdaderos que le impedían funcionar y que en varias ocasiones la derribaron por completo. Eran ataques producidos por una insidiosa enfermedad, demasiado fea para hablar de ella, y por lo tanto, no se podían justificar concretamente. Nada tangible los producía. Se desencadenaban a partir de una puerta que se golpeaba, por ejemplo, o se instalaban sin motivo alguno, para descalabrar la escasa paz que con esfuerzo la familia juntaba en esos días aciagos.
Buscando respuestas, acudimos a todo lo que estuvo a nuestro alcance. Fue en vano. Los ataques de pánico se repetían y nadie podía explicar claramente por qué. Mi Mamá se convirtió entonces en una enferma que estaba despierta por una pastilla y dormida por otra. Así, hasta que un día se cansó y se negó a abrir los ojos. Siempre digo que Mamá murió de miedo. Si; es más, puesto un poco a indagar termino admitiendo, muy a mi pesar, que en buena medida, Mamá vivió con miedo. O mejor dicho, con miedos, en plural. Miedos que fueron minando su resistencia hasta que borraron su cordura y su extraordinario buen humor. Hasta que la borraron a ella.
Conozco el miedo. Le temo al miedo. A pesar de no ser valiente, me da miedo tener miedos. Me da miedo haber heredado ese gen. Le temo a la cobardía, le temo a equivocar prioridades. Le temo, he de repetirlo, al miedo. Al miedo que paraliza. Al miedo que se come la esperanza. Al miedo que se lleva vidas. Al miedo que nos impide querer hacer alguna cosa para evitar enfrentar sus consecuencias.
Es tal vez el peor de todos los miedos: el miedo a querer hacer. El miedo a vivir para no tener que enfrentar las muchas muertes de las que se compone la vida.
En medio de su enfermedad, en los poquísimos espacios en que reinaba alguna especie de cordura, Mamá me dio una de las grandes lecciones de mi vida. La soltó cuando caminábamos un día por un parque. Sin que viniera a cuento, me invitó a orar. La madurez me ha hecho comprender el valor de la oración, a pesar de la mala fama que tiene la iglesia y todo lo que puede significar ser tenido por chupacirios; me gusta hacerlo. Ese día, animado por lo que parecía ser un mantra que mantenía la calma de mi enferma adorada, acepté gustoso la invitación y le respondí pidiéndole que enunciara alguna de las muchas oraciones que ella conocía de memoria. Me contestó diciendo en voz muy baja: “El miedo es lo contrario de la Fe, no hay que tener miedo, hay que tener Fe”. Lo dijo una segunda y una tercera vez. Luego se agarró a mi brazo y, en silencio, continuamos nuestro paseo.
Había repetido una de las expresiones favoritas de su Papa preferido: Juan Pablo II, un hombre que, aun a pesar de ciertas dolorosas equivocaciones, cambió para siempre la forma en que muchos admitimos el catolicismo. Hay que tener Fe. Es decir, hay que creer en algo. Hay que tener esperanza, hay que saber que somos autores de nuestro propio destino. Hay que tener Fe. Hay que tener futuro. Y para ello, no es necesario ser religioso ni hacen falta grandes búsquedas espirituales. Ni siquiera hace falta valor; lo único que hace falta es desterrar el miedo, el que otros han instilado. El que no nos pertenece, el que inventa calamidades allí donde nosotros queremos inventar futuro.
No es fácil; como todo lo posible, es aterrador. Pero se puede y se debe, ahora mismo y sin demora. Sería horrible que, por miedo, tengamos luego que entender que le pasamos de lado al futuro.

miércoles, 18 de enero de 2012

Sin tetas no hay paraiso

Nunca he sido bueno en el tema. A fuerza de entrenarme, he aprendido a reconocer, con eso que llaman duda razonable, las tetas “de embuste”. Algunas veces me equivoco, pero es sencillo: Basta con mirar el escote estilo "dueña del mundo" de la niña que se te abalanzó encima durante el cumple de Leo y calibrar sus repeticiones, en todas las niñas que ojala y se te abalancen encima. Listo: esa también pasó por el quirófano. Las únicas que no las muestran con descaro, son las que aun no cobran el sam o no convencen a cualquiera de los papitos cercanos (el que las duerme o el que las mantiene, da igual). Todas las demás, como las seis señoras treintonas que estaban en el último cumple al que fui; se las hicieron, les quedaron regias y andan escotadísimas aunque estén en Siberia. Para eso son.
También andan bastante mortificadas. Existe la probabilidad cercana de que les hayan tocado las de embuste, embuste. Las que están rellenas de cola plástica: las francesas. Ese fue el tema hace dos noches. Debo decir que nunca había escuchado un coro más unánime en contra de algo que viene de Francia y sirve para acomodar lo que natura non da. Estaban realmente enfurecidas mis compañeras de rumba. Estaban también un poco desorientadas. Si las sospechas de una de ellas - la que empezó la conversación, por cierto - se confirma, ninguna sabe como se puede resolver el tema. Lo único que todas saben es que ellas no se quitan las tetas, hasta que no les aseguren que se las van a volver a poner enseguida y como quien resuelve una amalgama, pero con menos dolor.
De modo que el problema quien lo tiene es el cirujano. Por suerte, en Mérida, cuando uno dice el cirujano, está hablando siempre del mismo señor; así que me parece que él tendrá que arreglárselas para capotear su aguacero. El razonamiento de una de las “victimas” es muy sencillo y muy lógico: si una sola de ellas tiene las lolas francesas, nadie convencerá a las otras de no tenerlas. Todas fueron al mismo cirujano, todas van al mismo cirujano: él ha debido comprar las lolas, por resmas, al mismo proveedor. ¿Francés? Una dijo que es muy probable, ella averiguó lo que había que averiguar y según parece, son las más baratas.
Mientras resuelven su caso, siguen fascinadas mostrándolas. En una noche especialmente fría, las invitadas al cumple de Leonardo llevaban la menor cantidad posible de ropa, las melenas perfectamente lacias, los jeans divinamente ajustaditos, los labios milimétricamente delineados y los tacones peligrosamente elevados. Tanto adjetivo lo justifica la moda. Ya lo dijeron los colombianos antes de informarnos que nos habían superado en “monería femenina”: en estos días que vivimos; sin tetas…no hay paraíso. Sin moda, tampoco.

Entre Marias te veas....

De cuando en cuando, la “escena política” venezolana se estremece. Algo (más bien, alguien) sucede y ante eso, respondemos enfebrecidos como si, todos al mismo tiempo, tuviéramos en la mano la verdad revelada. Nosotros, la pandilla de facinerosos opositores casi siempre estamos de acuerdo en algo: captamos lo elemental del suceso y aseguramos que gracias a eso, sacaremos del poder al sabanetero. Ellos, la pandilla de facinerosos del gobierno, también se ponen de acuerdo en algo: captan lo elemental del suceso y aseguran que gracias a eso, el sabanetero se eternizará en Miraflores. Lo último, la intervención de María Corina Machado en la Asamblea Nacional, en ocasión de la presentación de la memoria y cuenta presidencial ha dejado rezumbando en los oídos de unos y otros un titular de cierta espectacularidad: María Corina se le paró al presidente, María Corina acabó con el discurso interminable. María Corina es más valiente que más nadie.
En realidad, y para mi muy humilde opinión, la intervención de la candidata fue tan arriesgada como valiente, es verdad; pero, tuvo la inconveniencia de las cosas hechas sin pensarlo mucho y el tufillo electoral que desmerece las mejores acciones, a favor y en contra. María Corina es una persona valiosísima, es una mujer con la preparación que no tiene ningún otro candidato; podría perfectamente ser la gerente que necesitamos para salir de este drama. Pero, nos hace falta viva, nos hace falta en la contienda, nos hace falta libre de polvo y paja. María Corina presa, inhabilitada o mal herida, no sirve para nada. Pero, eso es otro cuento. Si María Corina quiso exponerse a semejante riesgo, espero que por lo menos haya pensado en lo que estaba haciendo y en donde lo estaba haciendo. Sin embargo hay una, de muchas lecturas, que se me antoja indispensable y no tiene tanto que ver con María Corina, como con la otra María: María León.
¿Por qué la oposición no ha dedicado los tiempos que debería, a comentar la intervención de la Sra. León? ¿A qué se debe que hayamos pasado por alto la importancia de la respuesta apasionada que María León dio a su tocaya? ¿Por qué insistimos en mirar solamente a los ojos del sabanetero e ignorar lo que sus acólitos se empeñan en hacernos ver? La respuesta de María León es la voz de cientos de mujeres venezolanas que ven en su presidente a un Dios al que se ama incondicionalmente. Un Dios al que usted no ofende en su iglesia. Y esa mujer, ofendida, vapuleada, a punto de “que le de algo”, incapaz de interpretar correctamente la esencia de lo que María Corina dijo en su intervención y muy poco dispuesta a aceptar los fracasos de la revolución en la que ha puesto su esperanza de futuro; es tan peligrosa como impenetrable.
María León no está sola. María León no habló, porque después de hacerlo pasará por GO. María León no respondió a un guión, no fue atizada por nadie. Al contrario, María León se convirtió en la voz de miles de madres y esposas venezolanas a quienes el comandante les ha hecho creer un futuro imposible, que no están en capacidad de ver con claridad.
María Corina Machado y María León son las dos caras más visibles del país enfrentado a muerte. Eso, lejos de otro sentimiento, debería preocuparnos inmensamente. Ambas hablaron desde la emoción más sincera. Ambas hablaron desde la verdad de sus corazones. Ambas sienten que decir lo que dijeron, las pone a salvo de cualquier desacierto, que al hablar están sonando las alarmas en sus respectivos cuarteles.
Cuarteles en donde se están almacenando las piedras con las que defenderán su permanencia en el poder. Podría pasar que ambas se sientan libres de pecado y procedan bíblicamente. ¿Qué sucederá entonces?

viernes, 13 de enero de 2012

Muy señor mio,

Créame, he pensado en esta carta casi desde la primera vez que lo vi. Se me ha ido convirtiendo en una obsesión. He discutido (conmigo, que el tema era secreto) el tono, las maneras y hasta la forma correcta de dirigirme a usted. He apelado a toda mi capacidad de comprensión sincera, y finalmente he optado, no sin que me cueste, a “ponerme en su lugar”; tal vez para ver si de ese modo, logro saber porque usted, a pesar de sus intentos – reales y no tanto – nunca ha querido ponerse en el mío.
Verá; mi “cosa” con usted empezó hace tiempo, y ha ido agudizándose en las horas interminables que he pasado esperándolo, sin que usted me responda ni una mísera miradita de caridad. Usted, ahí, detrás de su vidrio de seguridad, blindado contra todo y yo aquí, del otro lado, en la indefensión inmisericorde de la fila que espera avanzar y llegar hasta usted, mendigando una sonrisa de amabilidad y una respuesta educada.
He pensado en todas las posibilidades, he pensado en todas las excusas. Por ejemplo, he intentado ponerle un nombre, porque a pesar de los meses transcurridos no tengo idea de cómo se llama usted. Yo he decidido que usted debe llamarse Remberto. Usted tiene cara de Remberto. Eso me ha servido para disculparlo algunas veces, pues la verdad, es que debe ser horrible andar por la vida atendiendo gente detrás de un vidrio blindado, y encima de eso tener que llamarse uno, Remberto. Sería distinto si usted se llamara Yorsyks, por ejemplo; ese es un nombre siglo XXI, un nombre que lo hace único; pero, no, yo estoy seguro que usted se llama Remberto y, créame, lo entiendo. No me sirve de gran justificación, pero al menos lo entiendo.
He pensado también que yo le caigo mal. Eso no sería raro. Yo le caigo mal a un gentío. Pero lo que pasa es que a la mayoría de la gente que yo le caigo mal, yo le he dado motivos. A usted, sin embargo, no. A usted yo lo saludo cuando finalmente tengo la suerte de llegar a la taquilla; es más, hasta me he arriesgado, todo insinuante yo, a decirle hermanazo, a sonreírle grande. Nada. Usted insiste en ser más insensible que el yuppie del platanito. Usted es el rey del ninguneo.
Por eso me he atrevido, por eso acudo ante usted para escribirle y reclamarle su maltrato. Por eso esta carta es tan solemne. Esta es, la carta de rompimiento que usted nunca ha recibido. Con esta carta, lo que soy yo, boto tierrita y no juego más, aunque entienda sus razones. Para empezar, yo soy varón, tengo el cabello gris y soy más bien anodino. Yo he notado que usted sonríe cuando a su taquilla llega la muchachita de la tienda de arriba, la que anda mortificadísima por el tema de los implantes franceses que, me parece, usted nunca va a poder disfrutar antes de que se los quiten. Y otras cosas he notado; mejor dicho, otros motivos para sonreír también le he notado. Eso, aunque me llena de esperanzas vanas, me hace regodearme en mi decrepitud y mi poca buena pinta, y me deja sin argumentos para acercarme a su corazón. Parece, simplemente que entre usted y yo, jamás habrá pipa de la paz ni palomita blanca.
¿Qué le he hecho yo? ¿Cuando le saqué la lengua? ¿Cuándo lo he caribiao? A lo mejor usted me confunde con alguien, porque, hasta donde yo soy capaz de recordar, usted y yo no podemos haber ido juntos a la escuela, porque yo soy infinitamente mayor que usted y, se lo juro, yo no lo hice reparar Física de 4to año. Yo no estaba aquí cuando eso. Entonces, ¿a qué se debe el desamor? ¿A qué el mutismo?, ¿a que su manía de responder con un no rotundo y sin explicaciones a todas mis preguntas? ¿Por qué, ayer, por no ir más lejos, usted decidió abrir ese infame sobre amarillo que le había dejado la chama de los implantes, justo en el momento en que, después de dos horas de espera, yo había tenido la dicha inexplicable de llegar a su taquilla? Se lo juro, cuando usted abrió el sobre llenecito de favores y empezó a “procesar” peticiones, en lugar de responder mi saludo y mirar, aunque fuera mirar, el cheque que yo le extendí, yo sentí que esa era la última que estaba dispuesto a perdonarle. Que hasta aquí nos trajo el rio, que uno tiene su dignidad. Que se cansa uno.
Por eso he decidido ponerme en terapia, aunque usted no me lo pida, pues estoy seguro que tendré que seguir visitándole y no albergo esperanzas. Usted no va a cambiar, porque la gente grande no cambia y usted, para colmo de males, no tiene eso que llaman “el estimulo para el cambio”. A usted, ni siquiera Escotet le manda una tarjetica de navidad. Así que, me permito anunciarle formalmente que desde hoy, usted ha sido elevado al rango de visto y desaparecido. Yo no sufro más por usted. Aunque otros digan lo contrario y a pesar de BANESCO y de todo lo que entre nosotros se interpone, aprovecho para dejarle claro que en esta ruptura yo no tengo culpa alguna. Yo a usted no le he hecho nada. No soy responsable de las malas jugadas del universo. No me achaque a mí las antipatías de otros, ni la distancia que lo separa a usted de los implantes que trabajan en la tienda de arriba.
Lo siento. Ninguno de los errores de este mundo, que lo han convertido a usted en cajero de BANESCO y a mí en cliente, es culpa mía. No lo pague conmigo.

martes, 10 de enero de 2012

Burka de mis pecados

Hace tres años estuve en Turquía de vacaciones. Fue un viaje que tuvo toda la historia y toda la curiosidad del primer acercamiento verdadero al mundo musulmán. Se que sirve de poca muestra, Turquía es uno de los países más relajados (y occidentalizados) del mundo musulmán; sin embargo, no deja de ofrecer muchas razones para que el visitante liberal y pecador de otras latitudes hundidas en el vicio, se quede sin palabras.
Como en el resto del mundo musulmán, las prácticas homosexuales son severamente condenadas por la sociedad, aunque se toleran (y realizan) bajo la mirada cómplice de quienes están dispuestos a apedrearlos, si algo trascendiera la fiera privacidad que los protege. Paradójicamente, las mujeres parecen no existir ni siquiera para retozos non sanctos; sin empeño en disimularlo, la cultura musulmana (lo sabe todo el mundo) exhibe niveles increíbles de machismo y misoginia, que alcanzan su punto más visible en la ofensiva obligación que las mujeres musulmanas tienen de taparse enteramente, o usando pañuelos con los que se cubren cabeza y cuello (Nihab) o vistiendo el abominable Chador o Burka; prendas que vienen a cuento, porque han sido una de las cosas más comentadas durante la fiebre anti-musulmana que desató la reciente visita del presidente Iraní.
Es lógico, se trata del aspecto más dolorosamente visible del fundamentalismo islámico. El que más nos gusta señalar, el que nos hace ver como seres superiores dispuestos a permitir y alentar que nuestras mujeres ejerzan su derecho a desnudarse en publico, si quieren, y si tienen la buena suerte de estar solas en el mundo o tener un macho que no les pegue. Es la prueba de que el mundo occidental es un mundo superado, que no cubre a sus mujeres con velos, porque puede encerrarlas en la cocina o maltratarlas en el dormitorio. Es el trapo más indignante, el que hace a nuestras mujeres acreedoras de un buen par de tetas postizas que pueden ser exhibidas a todo el que quiera verlas, porque para eso las pagamos y las gozamos.
La Burka, ese trapo ignominioso que es mucho más que una expresión misógina de lo peor del mundo musulmán, es también una metáfora del inmenso abismo cultural que hay entre occidente y oriente, abismo del que sólo se conoce lo que el mismo cubre o descubre. Cierto, en Irán las mujeres son apedreadas y sus vidas, en el abismo, se rigen por leyes de gran perversidad que exigen mucha tela negra. Pero, nosotros nos hemos detenido allí y en el reciente intento de lapidación de una activista política. Cegados por una Burka más dolorosa, no hemos denunciado el hambre de sus hijos, la guerra interminable que diezma a sus hombres, las violaciones sistemáticas, el analfabetismo, las epidemias y las muertes en el proceso de parir sus hijos, contabilizadas en casi un 40%.
Hemos puesto el dedo en La Burka y hemos rozado la epidermis de una crisis que los occidentales nos empeñamos en reducir a la imposibilidad de usar minifaldas. Felices con nuestra valentía, hemos rechazado la visita de otro de nuestros chulos oficiales y lo hemos dejado en claro, alzando la voz contra el Chador y contra los vejámenes que sufren los homosexuales; una vez más, nos hemos atrevido a andar por la periferia de una verdad que no nos gusta: es quien se pone la burka, quien debe quitársela. Con sus propias manos. Con su sangre, lamentablemente.

lunes, 9 de enero de 2012

Trending Topic

Cuando, a mediados del año pasado, el mundo árabe enfrentó lo que ahora se conoce como la Primavera Árabe, además de los obvios ganadores, resultó muy beneficiado un invento reciente, sin el que muchos de nosotros no entendemos la vida: Twitter, esa manera de comunicarle al mundo todo lo que se nos ocurra, en la economía de 140 letricas. Hay estudiosos de gran seriedad jurando por su salud que, sin Twitter, Moubarak no estaría siendo juzgado y Ben Ali andaría dándole vueltas a Túnez con la impunidad de siempre. Obviamente, el resultado no pudo ser más alentador para quienes crearon el gorgojeo del pajarito: Hoy día, en este mundo global, no tener la habilidad de comunicarle al mundo tus cuitas, desde la promiscuidad de Twitter equivale a, poco más o menos, ser un descastado. Ergo, Twitter es una empresa millonaria que ha hecho millonarios a unos chamos muy talentosos que se dedicaron a inventarla y libres, (según toda sospecha) a los habitantes de unos países sumidos en la peor de las tiranías.
Mientras tanto, en suelo patrio, ha servido para entrenarnos en el deporte que más amamos: hablar pésimo del gobierno y todo lo que hace, dice, o actúa el señor aquel de Sabaneta. Estoy totalmente seguro que, en sus días de lucidez, el sabanetero piensa algo y en dos segundos, alguien lo comenta en Twitter. Incapacitados como estamos, para comprender que hay vida sin él, Twitter se ha convertido en la herramienta con la que poco a poco atornillamos al poder, a quien casi en secreto aceptamos como único motor de nuestras vidas. Si promulga una ley, (cosa que hace a cada rato) esa ley será desmenuzada en segundos vía Twitter. Si nos insulta (cosa que hace a cada rato) le lloverán respuestas, vía Twitter. Si designa a Pepito de los Palotes Ministro de algún poder popular (cosa que hace a cada rato), nos horrorizaremos vía Twitter. Si habla, si calla, si entrega, si quita, si pone, si da, si torna o si vira, nosotros estaremos allí para decírselo al mundo, vía Twitter y desde la comodidad climatizada de vidas muy poco alteradas, casi resignadas a compartir desgracias con 400 seguidores promedio.
Con los dedos cansados, muchos twitteros piensan que después de repetir cien veces #FUERAAHMADINEYAD, hicieron lo que tenían que hacer por la patria y dormirán felices; mientras Ahmadineyad no se entera del rechazo que su visita produjo en una buena parte del país twittero, y si se entera, le importa un bledo. Como le importa un bledo a su anfitrión todas las cosas que nosotros decimos de él via twitter.
Siempre digo que yo no soy el que pondrá el pecho para que le den un tiro cuando las cosas se pongan feas; esta certeza me pone a salvo de malos entendidos: yo no soy valiente, yo no voy a ofrendar, voluntariamente, mi vida a la patria. Pero, creo que sería capaz de retwittear un mensaje clandestino con la fecha y hora de la concentración, si fuera necesario y fuera serio. Es más, puede que después de hacerlo, twitee desde una trinchera cualquiera que estamos avanzando esperanzados. Lo haré porque entonces me parecerá que tiene algo de sentido, que no habrá aire acondicionado ni té caliente. Entre tanto, evitaré nombrar al desventurado hombrecito que nosotros elegimos como presidente y seguiré insistiendo en demostrar que podemos prescindir de él, en su cara y en el transcurso de su vida. Es posible que lo entendamos antes que, al día siguiente, cuando queramos freír unas tajadas y empezar la vida, no nos hayan dejado ni los plátanos.

viernes, 6 de enero de 2012

Entre pintas y repintas

El miércoles 4 llovió torrencialmente. Fue el primer aguacero del año; empezó como a las siete y no cesó hasta bien entrada la medianoche. Al llegar a una cena a la que había sido invitado, mi anfitrión me recibió repitiendo lo que mí abuela solía decir para saludar el mes de abril: “ya viene abril, con sus aguas mil”; sonreí contento al abrazarlo, nuestro encuentro, siempre grato, estaba siendo impregnado de pintas y de repintas.
El jueves 5 llovió menos fuerte y mucho más tarde. El día estuvo medio encapotado y frío; eso quiere decir que Mayo tendrá su poquito de lluvia también y será un mes de días fríos e incómodos. Los otros meses del año siguen formándose, es muy temprano para saber con exactitud lo que vendrá con ellos. Me atrevo a presagiar un Junio seco y caliente, como ha sido el día de hoy, pero podría acomodarse un poco con lo que diga la repinta.
Es nuestro oráculo del tiempo: las pintas y las repintas de Enero son, desde la época prehispánica, el mejor sistema meteorológico del que dispone el campesino andino, para planificar sus cosechas y programar el devenir climático del año que empieza. Funciona con la simpleza de las cosas importantes: del 1 al 12 de enero, se “leen” las pintas; esto es, cada uno de los primeros 12 días, equivale a un mes (el 1 para enero y el 12 para diciembre) según como haya sido ese día, será el mes. Por ejemplo: el 1 de enero fue un día increíblemente frío y con lloviznas aisladas, enero ha sido un mes frío y con escasas lluvias (han caído dos hasta ahora, y son para Abril y Mayo). Del 13 al 24, se “leen” las repintas: suerte de verificación de las predicciones, en las que a cada día corresponde un mes, contándolos “de a pa’tras”. Es decir, el día 13 corresponderá a Diciembre y así hasta el 24 que corresponde a Enero. Si las pintas son exactas, deberían coincidir; es decir, si llovió el día 4, debería llover el día 21 para tener la seguridad de los palos de agua abrileños. En caso de que no suceda, de todos modos, abril y sus aguas llegarán, pero no serán mil.
Claro que el recalentamiento global y todas esas cositas, tienen a las pintas y repintas un poco alocadas y su exactitud está desprestigiándose por razones “ajenas a su voluntad”; sin embargo, nuestros campesinos (y los de una buena parte de Centroamérica) siguen en su empeño de no dejar morir la costumbre de mirar los cielos de Enero para dejarse guiar durante el año. Estoy seguro que mirar los cielos y buscar allí, respuestas a los designios misteriosos de Dios, es algo a lo que muchos modernos se niegan rotundamente. Es una lastima; saber si lloverá en Abril es una gran ayuda; pero, poder estar seguros de que habrá un deslave en Octubre, podría ayudar a salvar muchísimas vidas.

miércoles, 4 de enero de 2012

Llegaron los moteros

Según se mire, es el último evento de la cosa navideña o la primera gran fiesta del año nuevo. Cada 3 de enero, como quien responde al pago de una promesa, la ciudad de Mérida se ve, literalmente, tomada por cientos de “moteros”. Pandillas de hombres y mujeres a bordo de motocicletas de alta cilindrada que, desde hace seis o siete años, se reúnen en esta ciudad para lo que yo insisto en llamar una gran convención.
Creo que nació espontáneamente, como suele suceder, y con el paso del tiempo ha ido ganando no solo adeptos, sino organización y, hoy por hoy, es un evento que convoca a la ciudad entera. Es imposible no notarlo. Están en todas partes, sorprenden a la entrada del mercado, en los centros comerciales o simplemente deambulando por las calles, todavía no tan congestionadas, de la ciudad que, sinverguenzonamente, tarda en sacudirse el ratón del año nuevo y lentamente, empieza a recobrar una normalidad que nunca es tal, hasta bien entrada la segunda quincena del mes.
Supongo también, que esta singular convocatoria a los hombres y mujeres que se ufanan de poner su vida encima de las ruedas de una moto que muchas veces, les sobrepasa en tamaño y peso, obedece a la cosa hippie y bucólica que acostumbra asociarse a una ciudad cuya cara nadie se atreve a dibujar de memoria. Deben sentirse atraídos por las carreteras llenas de curvas y de peligros, o deben pensar que todavía, Mérida, tiene cosas buenas que ofrecerle al que se atreve a venir a pasar un rato. Para nosotros, en medio de las horribles colas del fin de año, el eterno caminar entre ventas ambulantes y el ruido infernal de cargamentos de pólvora que nunca terminan de explotar, la verdad es que resulta, por lo menos, curioso. Se habla de ellos (todo el mundo los llama “los moteros”) e incluso se les visita en su sitio de concentración, para compartir con ellos algún espectáculo de rock nacional, por supuesto, o presenciar alguna cosa parecida a acrobacias urbanas. Pero, en realidad, creo que se les va a ver por las motos: ni siquiera a los que nunca irían ni a la bodega montados en una bicha de esas, los deja indiferentes el exagerado porte de aparatos que no parecen hechos para consumo humano.
Sumada a algunas otras, la reunión de moteros, es una nueva tradición que forma parte de lo que esperamos a principio del año; como las pintas y las cabañuelas y las noches frías y secas. Es una manera de empezar a poner orden en el estropicio y saber, que después de los moteros, podremos empezar a tener una vida normal y apacible. Tanto como nos lo permitan las Paraduras, que empiezan la semana que viene.

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