sábado, 25 de octubre de 2014

Del colectivo, librame Dios...

Hoy estuve saludando a Chela, teníamos años sin vernos porque yo tenía años sin volver a mi antiguo barrio. Hoy tuve la necesidad de ir a llevarle un par de libros a un amigo que recién se ha mudado para allá y echa de menos, como yo, los viejos buenos tiempos de Bryce Echenique. Para que paliara sus nostalgias decidí ocuparme de "Tantas veces Pedro"  y presentarle a Chela. De lo demás (es decir de Julius) que se ocupe él mismo, que ya está grandecito.
Chela no ha cambiado nada, o bueno, un poquito: ahora se tiñe el cabello de negro negrísimo porque, según ella, es la mejor elección para evitar quedarse con las raíces blancas antes de tiempo, debido a que no consiga el castaño-borgoña-caramelo-de-siena que se compraba cuando el país se parecía a algo decente; además de eso, no hay ningún otro signo alarmante de cambio, continua siendo el oráculo del barrio y su lengua desatada no cesa en su empeño conspirativo. Sigue llamándome doctor - a pesar de mis advertencias - detrás de su mostrador, llenecita de rabia porque a ella le ocurre de todo.
Fue nada más saludarla cuando se arrancó a mascullar maldiciones (no hay nadie en este mundo que suelte tantas palabrotas por minuto, con tanta gracia) en contra de cierto famoso colectivo armado que, al igual que ella, pero desde la otra orilla, no cesa en su empeño revolucionario duro. Antes del segundo pastelito de pollo, comprendí que esta vez tenía la obligación de prestar solidarios oídos a Chela. Era eso o la pobre mujer reventaría de chisme atragantado.
Resulta que la buena tendera tiene una hija que ronda los 19 años. Es una niña poco agraciada, pero muy buenecita, que ella recogió a los pocos meses de nacida (por si acaso, aclaro que en estas latitudes recoger un niño significa, más o menos, una manera muy Caribe de adoptar, cuya explicación cabal sería muy complicada) habiéndola criado como suya en los meandros de una viudez temprana e inexplicable. La niña - de sus ojos - la llenaba de alegrías, hasta el malhadado día en que decidió atender los requiebros de un líder estudiantil del bando equivocado, dejando muy mal paradas las suplicas maternas. Enamorada, la chica esgrimió (habrase visto) hasta su origen incierto de limbo legal, para hacer de su vida un sayo. Nada, que se fue con el ñangara a un cuarto chiquito con muy pocos muebles y allí viven contentos y llenos de felicidad...en un apartamento de las muy infamous residencias Domingo Salazar; el centro de operaciones de nuestro merideño colectivo. El lugar más rojo de este mundo, el altar de la patria en las nieves eternas. Y eso, aunque lo justifique el amor, Chela no lo entiende ni bajo catecismo. Sobre todo a la luz de las angustias recientes que ha vivido la niña.
Hace unas semanas, en la vigilia del otro mártir revolucionario del año 14, la hija de Chela llegó a su hábitat para conseguirse con dos sorpresas indeseadas: la mala noticia de La Pastora fue una, la desproporcionada medición de fuerzas locales fue la segunda. Ella no sabe bien los cómos, ni los por ques; pero, las Domingo, esa noche estaban en pie de odio. A ella, que vivió hasta ese día la tranquilidad del hombre que ha jurado estar siempre allí para protegerla, la amenazaron - en medio del conflicto -  hasta con el medio de la calle.
Lo primero que perdió fue el celular que Chela le había regalado en su último cumpleaños. Lo segundo fue la inocencia (y el hombrecito a ella adosada): cuenta la madre atribulada que, ante sus ojos la niña vio, en desfile interminable, un verdadero arsenal de guerra, siendo distribuido alegremente entre los escogidos para portarlas por una especie de líder supremo. Todos los demás, ella por supuesto de primera, sufrieron los malos tratos a que se exponen aquellos de quien se teme escasa pureza revolucionaria. La niña de Chela, terminó encerrada en una especie de celda colectiva (nunca más acertado el mote) en espera de que terminara la asonada (Chela la llama secuestro y la secundo)  desatada por el lejano evento de La Pastora. En el ínterin escuchó tiros, ronroneos de motos, variados insultos y muchísimos gritos, como banda sonora de una pequeña batalla territorial librada en el silencio inquebrantado de media manzana en Santa Ana. Al amanecer se restituyó la paz propia de los colectivos, herida para siempre por el suceso que la había roto en Caracas.
Chela me lo contó aterrada, afrentada en su maternidad. No puede dar descanso a la rabia que le produce comprobar que, es decisión del jefe de un colectivo o de quien haga sus veces, el techo, la vida y la muerte de quienes optan por la opción de tender cama dentro de un apartamento ubicado en un conjunto de edificios que nacieron como residencia universitaria. ¿En qué país vivimos? me increpó Chela enfurecida.
-          En uno en el que un colega de ese jefe, decide la suerte de los miembros del gabinete ministerial del Presidente de la Republica. Ni más ni menos, mí querida Chela, ni más ni menos.

lunes, 20 de octubre de 2014

Que vivan los novios o yo amo mi patria...

Conozco a Sonia desde los tiempos felices del Teresa, cuando fuimos, realmente, cercanos amigos; Sonia, una morena muy apuesta que tenía todo para ser la envidia de cualquier miss a la que se le añade el extraño plus de la inteligencia y el humor extraordinario, un buen día logró un matrimonio  muy opinado,  con un muchacho buenmocísimo y pela bolas que se enamoró de ella hasta las trancas, es decir, hasta la prefectura de Sabana Grande, conmigo y otros tres panas de entonces como testigos, para que ella pudiera anunciarle a su padre (de Valle de la Pascua), que estaba con 4 meses de embarazo; pero, que el “daño” había sido subsanado en una ceremonia llena de arrumacos inolvidables a la que los grandes ausentes (los padres de la pareja) tardaron siglos en perdonar.
Sonia y Vicente, a pesar de los augurios, los años dificilísimos en que no pegaban un palo al agua y las estrecheces, se han mantenido juntos por más de 25 años, a punta de amor.  Dos hijos han puesto salero al cuento y una vida que se enderezó en algún momento en el que yo no estuve,  se ha ocupado del resto. Aunque les perdí la pista por un buen tiempo, hace unos pocos años nos reencontramos gracias a la estupenda omnipresencia del FACEBOOK y a la necesidad que yo tenía de negociar unos dólares. No sé cómo se enteró, pero Sonia me contactó, me compró los dólares y desde entonces hemos tratado de volver a “lo que éramos”. En homenaje a esos tiempos, nos mensajeamos con relativa frecuencia y alguna vez nos hemos visto en Caracas. Vicente, con la cabeza lustrosa como bola de billar, suele invitarme a unas cenas bastante rocambolescas en restaurantes de esos ca-ri-si-mos-y-de-mo-da cada vez que digo que sí y Sonia, un par de veces, ha tenido la gentileza de abrir su casa en el Alto Hatillo para que (en la moda de la gastronomía novata caraqueña) piquemos alguna cosa y nos tomemos un par de vinos que siempre se convierten en whisky dada mi cuasi aversión al néctar de la uva. Todo muy civilizado y muy elegante. Sin preguntar, porque eso no se hace, ese reencuentro con Sonia me ha dejado una certeza muy curiosa: a ambos le ha ido demasiado bien en esta vida. Cosa que me alegra mucho, por ellos.
Hace poco, Sonia me llamó para notificarme que esa niña que estaba en su vientre el día de la prefectura y de la que pude haber sido padrino, de no haber mediado circunstancias geográficas, contraía matrimonio con su noviecito de toda la vida; nada las haría más feliz a ambas que hacerlo, conmigo sentado en algún banco de la iglesia. Dije que si, reservé un boleto aéreo y esperé la tarjeta de invitación. Una semana más tarde, un mensajero de MRW depositaba la formalísima cartulina en la puerta de mi casa: Victoria se estaba casando en un evento de gran tra-la-la.  Me pareció que a estas alturas del juego, una boda de esas ya no las hacia nadie y como soy tan bocón, llamé a Sonia para confirmarle que iría y comentarle mi sorpresa. La respuesta de Sonia fue aun más sorprendente:
-          No mi amor, no es una boda de gran tra la la, solo invitamos 200 personas, pero vamos a botar la casa por la ventana….
Lo hicieron. Vaya que sí. Entre otras finezas, se trajeron un chef español de esos que uno ve a veces pontificando en los canales internacionales, quien trajo un equipo de tres ayudantes y un cargamento de ingredientes (esas cosas, como el buen aceite de oliva que nosotros no podemos conseguir aquí) para preparar una “cena servida” que agradara el paladar de sus 200 escogidos. Un grupo, por cierto, de lo mas vario pinto en donde había algunos apellidos de prosapia, algunos próceres de la cultura y algunos que, como yo, tuvieron su cuarto de hora y se dedican a ver los toros desde la barrera. Si algo tuvo la boda de Victoria, (supongo que los cronistas sociales lo dirán mejor que yo) fue un montón de detalles bonitos de esos que solo compra el dinero. El dinero abundante quiero decir; las divisas, ósea.
Desde que regresé a casa ese día en la alta madrugada (transportado por esbirros en camioneta blindada gentileza de mis anfitriones) hay una cosa que no deja de darme vueltas en la cabeza: si algo es notorio en estos 15 años de padecimientos criollos, la construcción del hombre nuevo ocupa posiblemente el primer puesto, solo que eso lo notan dos clases de personas: los que como yo, le metemos el ojo a todo y los que representan esa escasa porción de benditos por la gloria que forman, en sí mismos, la cofradía ínclita del hombre nuevo. Una lustrosa y poco abultada nueva clase social que está donde hay, recoge lo que cae y es ciega, sorda y muda, aunque no le gusta lo-que-nos-esta-pasando. No votan; por supuesto, y toman en consideración el único indicador que les importa para afirmar, sin que les quede nada por dentro, que nunca antes en Venezuela se había vivido tan bien, con tanta plata en la calle.
Vicente y un par de primos suyos, construyen. Lo han hecho desde que no tenían como ni con que hacerlo, ahora, según contaron un par de malas lenguas que me caen muy bien, construyen solo si el encargo esta hecho por una guayabera roja.  Esa seguramente es la explicación que me hacía falta para entender como la boda de la única hija de una pareja inteligente y millonaria, de nuevo cuño, haya sido tan lujosa; pero, tan bonita.
Eran casi las tres de la madrugada, cuando una zarataca y buenamoza Sonia, vestida en un traje rojo  diseñado por Ángel Sánchez que la hacía lucir like a million bucks, se me acercó -  copa de Le Veuve Clicquot en mano - a rememorar tiempos pasados. Abrazados, frente a la piscina decorada con profusión de antorchas y otras linduras, Sonia confesó leerme asiduamente. Divertida se preguntó (me preguntó, más bien) si tantas finuras no terminarían en estas páginas (ya lo ves querida Sonia, no pude – no quise -  evitarlo) y trató de explicar, sin éxito, su prosperidad asombrosa, entonces pronunció las más temidas palabras del siglo XXI: qué más vamos a hacer si de otro modo no podríamos vivir así  y  por eso vivimos completamente apartados de la política. En silencio, pues.
Yo le di el beso de amigo que siempre le he dado al verla y opté por escucharla.  Al otro lado de la piscina, Vicente y sus dos primos coreaban fascinados la canción venezolana que un famoso cantante del género criollo entonaba para deleite de los escogidos. Sonia, en un alarde de champagne y felicidad bien pagada, levantó su copa y me miró a los ojos. Yo levante mi vaso de Chivas Regal 18 años y escuché su brindis:

-          Por este país, hermano, de mi cualquier cosa podrán decir; pero, yo adoro mi patria, hermano.
-          Por este país, hermana, y a tu salud, hermana, repliqué chocando cristales.

Entonces, entendí la creación del hombre nuevo y decidí retirarme de la fiesta. Todo lo que he pensado después, lo he pensado en silencio, la mejor forma de vivir en Venezuela, como me dijo Vicente al acercarse a mi mesa a jurarme amistad eterna…al oído.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Ébola, el nuevo nombre del miedo

Tengo suficiente edad como para recordar la aparición del SIDA en el panorama mundial del miedo. Es un recuerdo muy poco grato, porque el conocimiento de esa enfermedad lo adquirí a través del dolor inmenso de ver morir a montones de amigos cercanos, víctimas de una cosa horrible que acababa con su bienestar en pocos meses y con su vida en algunos más; al inicio, contraer “el bichito” era sin duda alguna una sentencia inapelable de muerte. Los primeros síntomas eran casi siempre los mismos, extrema delgadez (a causa de horribles diarreas) debilidad paralizante y manchas en la piel. A eso seguía, casi siempre, la hospitalización y la muerte. Aunque el proceso podía tomar algunos meses, salvarse del SIDA era prácticamente imposible; quienes en aquella época tan dura (no tan lejana) lo hacian, quedaban para siempre marcados por el estigma segregador de ser distintos.
Fue bautizada como “cáncer gay” por la prensa sensacionalista que nunca falta y convertida en lo peor que podía sucederle a una familia de bien, pues de muchos modos (hasta erróneos) implicaba admitir públicamente que tu hijo, tu hermano y muchas veces tu padre, había vivido una vida de costumbres sexuales no muy santas, de las que nadie – ni entonces ni ahora – se siente cómodo al hacerlas públicas. Fue, probablemente, el mas fatídico de los sucesos con los que se despidió el siglo XX, sin duda un siglo abundante en malas noticias. Para más de una generación, el SIDA ha sido el fantasma más temido en algo tan natural como sus primeros encuentros sexuales y para un numeroso grupo de jóvenes, el amor siempre estará asociado a un pedacito de látex. Nuestros jóvenes (sobre todo aquellos que deciden ejercer la libertad de tener relaciones sexuales con sus pares de género, hay que decirlo) no tienen idea de lo que se siente al hacerlo "rueda libre". La razón: el miedo a una enfermedad que aun cuando está convertida en padecimiento crónico llevadero, sigue causando estragos en poblaciones de riesgo; es decir, entre promiscuos, drogadictos y habitantes del África subsahariana, sin distingo de preferencias sexuales. 30 y pico de años más tarde una parte del mundo "civilizado" ha aceptado despojar el SIDA de su condición estigmatizante. Sabemos, mal que nos pese, que el bichito puede picarle a cualquiera, nos lo enseñó Erwin "Magic" Jhonson. Por eso, tal vez, hemos aprendido a desafiar el miedo que una vez amenazó con paralizarnos, hasta encontrar maneras de burlar su significado mortal. La vida, en algún momento comenzó de nuevo a parecernos normal.
Hasta que en plena segunda década del siglo XXI una nueva plaga, desmedidamente grave,  no solo está poniendo en peligro nuestra libertad de volver a amarnos, está amenazando también la posibilidad de saber que, como humanos, necesitamos sentir y expresar afecto; una vez más, el miedo, en medio de otros padeceres de los tiempos que corren, gana la partida, la gran diferencia es que, ante el Ébola lo más sencillo que puede sentirse es precisamente miedo, si no lo cree así, veamos sus números: 4487 personas han muerto en el brote surgido en África Occidental en febrero de 2014 y se supone que alrededor de 9 mil personas están esperando la aparición de los síntomas. 5 capitales africanas se comparten el dudoso merito de ser las que alojan el mayor número de víctimas, en ellas, más de 2000 profesionales de la salud hacen el esfuerzo de plantarle cara y,  según todas las predicciones,  (OMS mediante) en 60 días se estará hablando de 5 mil nuevos casos semanales, con una rata de muerte del 70%. Todo por un virus conocido desde 1976 cuyas mutaciones y cadena de contagio continúan siendo relativamente inciertas o poco difundidas. En un nivel primario, no cabe nada más que el más grande de los miedos.
El problema es que el miedo - lo dicen los modernos - es una energía paralizante. Es decir, tal como sucedió hace más de 30 años con el SIDA, el miedo nos está pavimentando el camino con errores. Sobre todo en el antiséptico primer mundo Merkeliano al que empiezan a llegar tanto los primeros casos, como las primeras - grandes,  intensas - histerias vendedoras de periódicos. Hoy día, Teresa Romero y su perro Excalibur son más trending topic que Artur Más y su disparate separatista. España, por solo mencionar uno, aparece en el mundo como el primer país occidental enfrentado a una “crisis nacional de salud” debido al virus, con todo el drama y la exageración del caso. Y me disculpan, pero un caso de Ébola, contraído en circunstancias que no están nada claras, no es suficiente razón para todo ese escándalo cuyas consecuencias ya están siendo nefastas para la convivencia de tirios y troyanos.
No quiero parecer  insensible. Quiero eso sí, ser cauto. Hasta ahora, fuera del África Occidental solo se conocen tres casos de contagio: Dos enfermeras norteamericanas y una española. Las tres, aferradas a la vida, batallando contra la enfermedad, muestran las señales inequívocas de que no es en Europa ni mucho menos en Estados Unidos donde hay que poner el acento en la lucha contra el Ébola. Una lucha que no acepta dilaciones y que no se ha emprendido, probablemente, porque África sigue siendo un territorio lleno de lejanías. Quizás, innecesario.
Mientras tanto, mientras se toma conciencia de la gravedad del asunto y nos sobreponemos al miedo de una enfermedad que quizás no necesite la horrible vestimenta de película de ciencia ficción, ni el aislamiento inhumano al que se exponen incluso los sospechosos de haber estado cerca de un enfermo, tendríamos que aprender sin demora que el virus de Ébola no se transmite (tal como sucedió en su momento con el virus que ocasiona el SIDA) de otra forma que no sea por contacto directo de las mucosas de una persona sana con los fluidos corporales de un enfermo que ya presentó síntomas. Es decir, emprenderla contra los vuelos procedentes de África, hoy convertidos en viajes del horror es, no solamente el primer error de una larga lista, es cerrarle los ojos a la verdad y aumentar la venta de periódicos.
El Ébola es terrible; desgraciadamente por ahora, lo es solo para los africanos. Lo primero que debemos hacer entonces es empezar a mirar a ese continente - agredido por todo - con un poco de respeto; no sea que ahora nos dé, en el mundo “civilizado” por sentar a los negros en la misma paila infernal donde una vez sentamos a los hombres homosexuales.

martes, 7 de octubre de 2014

Vida volteada, la nuestra...

Probablemente lo normal es que la vida, esa cosa enrevesada que, según como se mire, es una maravilla, esté llena de días buenos y otros que no lo son tanto. Días - iluminados mucho antes de que salga el sol - en los que no hay aroma de café, ni saludo de vecino sonriente. Probablemente es normal que haya amaneceres complicados alguna vez, que te levantes con el pie izquierdo porque, bueno, lo pusiste primero en el piso y ni modo; pero, que lo normal vaya siendo apostar la vida, empieza a ser cada vez más difícil de aceptar aun en medio de todos los que te llenan la vida de estampitas.
Anoche hubo un apagón. Uno más, nada raro. Terminando de preparar mis cosas para hoy, se fue la luz. Con timidez al principio, un par de relumbrones un poco inconsistentes, como si de verdad la electricidad no se atreviera a tanto, dieron lugar poco después a oscuridad total; cosa que, por cierto, me sirvió para descubrir accidentalmente que mi teléfono puede convertirse en linterna y que, en contra de toda costumbre, iba a dormir antes de las 9 de la noche. No hay caso, la costumbre de resignarnos a, por ejemplo, la crónica ineficiencia de nuestros servicios públicos empieza por hacer mella en mí, también.
Desperté en la madrugada - como era de esperar - porque la reaparición de la electricidad suele disparar todas las alarmas de la modernidad. Lo digo literalmente: suena el reloj de la cocina, se enciende el del microondas con insistencia de urgente reseteo, algunas lucecitas del televisor que hace guardia frente a mi cama se agigantan en mi miope madrugonazo y el teléfono, casi siempre, me recuerda que un poquito más y él también caerá muerto. Pongo todo en orden (ya sé hacerlo robóticamente) y regreso a la cama para los últimos minutos de sueño, cobijado, por supuesto, en mi desagrado insuperable por esto-que-nos-está-pasando sin remedio a la vista.
Cuando despierto de verdad, una urgencia me obliga a enterarme de “cómo amanecimos” antes de poner los pies en el suelo. Siempre es igual, siempre amanecemos mal. Siempre la noticia del día es peor que la de ayer; pero, desde hace poco menos de una semana, me está dando por pensar que estamos amaneciendo peor que siempre, cosa que debo agradecer a quienes mataron a Robert Serra.  Vamos a ver, a mi la muerte de Robert Serra me produce nada. En lo personal, en lo íntimo, en la seriedad de mis sentimientos, nada. Cuando murió Jacinto Convit, por ejemplo, sentí una gran tristeza. Algo así como el fin de una buena era. Cuando murió el difunto, por lo menos me dio miedo; miedo a lo que podría venir. Pero, Robert Serra, fuera de haberme parecido siempre un tipo desagradable-gallito-envalentonado-fuera de lugar-muy antipático; no me parecía nada más, aunque tampoco me parecía, por decir algo, un personaje “asesinable”.  No era para tanto, creo yo. No era para que lo mataran por razones políticas. A menos, claro está, que él fuera una piedra en el zapato de los rojos. Es decir, si alguien podía o tenía razones para matarlo de manera tan sangrienta, a mi me está que esas razones venían de su misma casa. Me cuesta horrores pensar que en la oposición, por disparatados y locos que anden, matar a Robert Serra era una prioridad. No me parece. Por eso es que, ahora, si es verdad que siento que ante mis pies se ha abierto un abismo insalvable, pues siempre quise creer que dentro de ellos, a pesar de los pesares, los atajaperros no pasaban de ser simples peleas de novios que se quieren mucho. Cierto que desde hace rato estamos escuchando hablar de fraccionamientos, roturas, abiertos enfrentamientos y cosas de esas que suceden hasta en las mejores familias. Pero, ¿llegar a lo sucedido en el número 120 de La Pastora? No me parece.
Entonces, ¿qué me hace pensar que vamos, ahora sí, en caída libre y sin paracaídas? Todo. Todo lo que hemos ido diciendo, todo lo que hemos ido haciendo, todo lo que hemos ido escribiendo de lado y lado, sin freno y sin aparentes ganas de volver a la decencia; esa cosa que por donde quiera que se mire es, realmente, una maravilla.  Pues bien, resulta que tiene que irse la luz de nuevo, para que lleguen,  con la electricidad, las pavorosas noticias del enfrentamiento entre todas las fuerzas del orden (así las llaman, no es cosa mía, me limito a repetir como lorito) contra lo peor que tiene la vida bolivariana: los colectivos. Una cosa que nadie sabe que adjetivo ponerle, porque no les acomoda ninguno que no suene tan macabro como la intima asociación que el joven diputado asesinado mantenía con ellos.  ¿Era tan feo lo que estaba sucediendo en La Pastora que es necesario que, de pronto, las “autoridades” venezolanas hayan decidido acabar con agrupaciones que ellos mismos han creado y armado, “hasta los dientes” como han reconocido? Nunca lo sabremos de verdad y eso es terrible pues, si por ahí no van los tiros (o las puñaladas) la muerte de Robert Serra no se diferencia en nada de ninguna de las más de 451 muertes que reventaron la morgue de Bello Monte ese mismo fin de semana.
Probablemente sea normal que hayan días buenos y otros  no tanto, nos sucede a todos; el asunto es que somos demasiados quienes estamos cada día mas cansados de que los días no tan buenos, sucedan a los francamente malos hasta hacer permanente la imposibilidad de disfrutar un domingo soleado; un domingo de esos en los que el sol alumbra desde adentro.

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