Una de mis fantasías recurrentes tiene que ver con la existencia, en nuestras oficinas públicas, de cajas de cartón mal cerradas llenas de fotocopias de todo lo que tenemos que consignar cada vez que necesitamos, para desgracia nuestra, obtener algún documento oficial que a su vez será fotocopiado y puesto en la caja del día; la que se ubica entre el perolito de lata en que se cuela el café y las gavetas donde guardan los cosméticos.
Mi fantasía, obviamente, empieza en la ONIDEX, a pesar que, aun cuando tarde 8 meses en conseguir la famosa cita, el proceso de tramitación de mi pasaporte fue relativamente fácil y poco traumático. No todos pueden decir lo mismo. Esta mañana, por ejemplo, Rayita tuvo que vivir la pesadilla de eso que llaman “constancia de datos filiatorios” (que nadie sabe para que es ni por qué se necesitan tanto) y la verdad es que entre ineficiencia, desorden, fotocopias y maltratos, el cuento de su proeza tiene todo lo bizarro de la burocracia del siglo XXI, con cientos de computadoras en línea, páginas Web y mucho despliegue tecnológico de cuchitril.
Mientras ellos se ponían de acuerdo en un procedimiento que deberían conocer de memoria y desarrollar en cinco minutos y sin Tipex blanco, tuve tiempo de husmear a mis anchas buscando el depósito de las cajas. Conseguí una pista interesante a falta de evidencias más reales: Una puerta cerrada con candados que da acceso a una especie de buhardilla, oscurecida totalmente por cartones rotos, en el segundo piso de la vieja y muy desvencijada casona de los Aranguren. Estoy seguro que allí están las cajas. Cajas y cajas repletas de las fotocopias que todos depositamos a diario: Cédulas, pasaportes, copias certificadas de actas de todo tipo, fotocopias de las copias, fotocopias de la vida de todos nosotros. Papeles.
Debe ser por eso que algunos vecinos cuentan que en las noches silenciosas de la Avenida 3, a la altura de la calle 17, se escuchan ruidos de lamentos fantasmales. Como si un rasgado de papeles buscara inútilmente emparejarse con lo perdido.
jueves, 14 de mayo de 2009
Papeles
Una de mis fantasías recurrentes tiene que ver con la existencia, en nuestras oficinas públicas, de cajas de cartón mal cerradas llenas de fotocopias de todo lo que tenemos que consignar cada vez que necesitamos, para desgracia nuestra, obtener algún documento oficial que a su vez será fotocopiado y puesto en la caja del día; la que se ubica entre el perolito de lata en que se cuela el café y las gavetas donde guardan los cosméticos.
Mi fantasía, obviamente, empieza en la ONIDEX, a pesar que, aun cuando tarde 8 meses en conseguir la famosa cita, el proceso de tramitación de mi pasaporte fue relativamente fácil y poco traumático. No todos pueden decir lo mismo. Esta mañana, por ejemplo, Rayita tuvo que vivir la pesadilla de eso que llaman “constancia de datos filiatorios” (que nadie sabe para que es ni por qué se necesitan tanto) y la verdad es que entre ineficiencia, desorden, fotocopias y maltratos, el cuento de su proeza tiene todo lo bizarro de la burocracia del siglo XXI, con cientos de computadoras en línea, páginas Web y mucho despliegue tecnológico de cuchitril.
Mientras ellos se ponían de acuerdo en un procedimiento que deberían conocer de memoria y desarrollar en cinco minutos y sin Tipex blanco, tuve tiempo de husmear a mis anchas buscando el depósito de las cajas. Conseguí una pista interesante a falta de evidencias más reales: Una puerta cerrada con candados que da acceso a una especie de buhardilla, oscurecida totalmente por cartones rotos, en el segundo piso de la vieja y muy desvencijada casona de los Aranguren. Estoy seguro que allí están las cajas. Cajas y cajas repletas de las fotocopias que todos depositamos a diario: Cédulas, pasaportes, copias certificadas de actas de todo tipo, fotocopias de las copias, fotocopias de la vida de todos nosotros. Papeles.
Debe ser por eso que algunos vecinos cuentan que en las noches silenciosas de la Avenida 3, a la altura de la calle 17, se escuchan ruidos de lamentos fantasmales. Como si un rasgado de papeles buscara inútilmente emparejarse con lo perdido.
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