En nombre de Dios

He pasado varios días sin escribir, creo que me atacó un episodio de profunda desesperanza; esos en los que ni la salvadora catarsis del teclado parece servir de nada. Siento que cada vez más nos estamos hundiendo en una especie rara de monótona supervivencia de la que nadie saldrá ileso. Me da la impresión de estar viviendo una realidad que no permite sacar la cabeza para respirar un aire puro que ya no existe porque las lluvias frecuentes de mi ciudad han desaparecido y el calor nos está volviendo locos. Podría, por ejemplo, temblar, según la creencia. Pero no lo sentiremos o no tendremos tiempo para salir corriendo a las calles a protegernos del peligro e invocar el nombre de Dios para salvarnos de la hecatombe. Presiento que nos dejaremos arrastrar por la desgracia. La que día a día construimos con nuestro insoportable silencio, con nuestra pasmosa tranquilidad, con la poca importancia que damos a lo que realmente estamos viviendo en este pedazo de destino olvidado por todos, en el que la resignación campea y el ánimo se exalta por noticias desalentadoras que no desatan más que conversaciones de panadería. Hoy, aquellos que deberían salir a la calle a invocar el nombre de Dios, prefieren invocar nombres más concretos y menos generosos que atizan la esperanza sembrada de demagogia. Sigue amaneciendo, que ya es bastante, y seguimos viendo, aunque no todo lo que vemos nos gusta. No importa; estamos demasiado ocupados aprendiendo a odiarnos. Es la gran lección que nos está dejando esta nueva manera de llevar adelante el siglo de la definitiva modernidad y la estamos aprendiendo de manera sobresaliente.