A esa terrible situación de profundo desamparo, se enfrenta un fenómeno que si bien ha sido mencionado y estudiado en varias oportunidades con mayor y mejor profundidad, es el aspecto más importante que debe tenerse en cuenta, a la hora de plantearse estrategias de cualquier tipo cuyo objetivo sea un cambio de dirección política en el país: Chávez no es un líder político. Es un líder religioso, cuya sustentación en el poder obedece exclusivamente a la fe que en sus proyectos poseen sus seguidores.
Al Presidente no se le exige cumplimiento en sus promesas porque, para empezar, quien incumple no es él, son aquellos en quien él delega la ejecución de sus obras. Como Dios, el Líder no tiene carnosidad a la que culpar. No necesita presentar cuentas, no requiere dar fe de sus actos (que son incontestables para sus seguidores) y no es visto como un Presidente, sino como un cercano amigo, un tipo que habla como uno, tiene los mismos problemas de uno y podría sentarse a comer en la mesa con uno. Uno de los nuestros. Esta percepción ha sido posiblemente el logro más importante de sus años de permanencia en el poder: Chávez ha vulgarizado la majestad del poder. Ha desarmado, tal vez para siempre, las instancias protocolarias propias de la investidura y se ha ocupado de parecer asequible y cercano. En su gobierno, las largas y elaboradas ceremonias “de estilo” han desaparecido y en su lugar todo encuentro, tradicionalmente protocolar, con otros gobernantes, o con miembros de su alto gobierno, se realiza en términos de chabacana cercanía “de amigos” en donde un presidente socarrón y ocurrente, rompe repetidas veces el inexistente protocolo, para pedir café o bromear sobre si mismo o algunos de sus colaboradores. Esa actitud, alabada por todos sus seguidores y criticada por sus opositores, exacerba una percepción de cercanía, de amistad, de camaradería, que hasta ahora, ha dado muy buenos frutos. Sencillamente la gente que lo sigue cree que de ganar otra persona las elecciones, los pobres volverían a ser olvidados y maltratados.
Por esa cercanía aparente, es que la enfermedad que lo aqueja juega a su favor, aunque extrañamente podría no haberle dado suficiente rédito político, hasta ahora. Su nuevo discurso, basado en temas estrictamente religiosos, no exentos de cierto misterio esotérico que se corresponde exactamente con creencias arraigadas en lo profundo del pueblo que lo sigue, lo está empezando a colocar en posición de “regresado de la muerte”, una especie de deidad a quien la vida le regaló otra oportunidad, y no un invencible. Es un nuevo ser humano, un nuevo Dios, un “resucitado”. Por lo tanto, es fundamental hacer diferencias conceptuales: Superman, el invencible hombre de hierro, no representa un fenómeno romántico. No está nunca al borde de la muerte, no regresa del más allá a arrepentirse de sus pecados y errores. Simplemente es indestructible. Un resucitado es, por el contrario, el epítome de lo romántico, es el aviso supremo de Dios, es un pecador que, comparado al hijo prodigo, regresa para aprovechar hasta el ultimo segundo de la nueva vida que le han regalado, y lo hace poniéndose en la buena con Dios (visitas a templos, fervor religioso, santería) y atendiendo o haciendo que atiende, rituales de corte espiritual, tenidos por necesarios entre sus seguidores. Por lo tanto, es importante, para él, ser percibido como alguien que rectifica y enmienda. De ese modo, la estrategia está claramente destinada a seducir un importante sector de indecisos que votarían por él, si perciben esa rectificación o que regresarían a brindarle su apoyo por la misma causa. Pues bien, eso es exactamente lo que está haciendo. O al menos eso es lo que quiere hacer notar: Despertado nuevamente el fervor religioso que le es propio, alcanzaría con mayor facilidad el apoyo del indispensable tercer sector y ganaría unas reñidas elecciones.
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