El padre de Oliver se murió hace poco más de un año. Padeció horriblemente una de esas enfermedades que uno nunca termina por saber en qué consisten, y antes de llegar a los 57 años de vida, se fue de este mundo y se acabó el largo sufrimiento. Para extrañarlo quedaban sus dos hijos, Oliver y Magdalena, una viuda que había aceptado el designio hacía mucho tiempo y algunos buenos amigos, entre los que me cuento. Por lo demás, la herencia de un pasado comunista que no sirvió de nada a la hora de las abundantes emergencias, y un convencimiento familiar, de que, pase lo que pase, “esos no volverán”. Tanto que a pesar del catolicísimo que siempre tuvimos por norma en esa casa, Oliver, el hijo rojo rojito, se negó a ceremonias religiosas para no contradecir su más reciente creencia. Total que a mi pobre amigo lo enterraron sin cura y sin misa y en el cementerio hubo algunas lecturas de textos y mensajes “necesarios”, algunas consignas trasnochadas y una franela roja cubriendo el féretro cual bandera.
Oliver, como corresponde al hijo mayor, tomó las riendas de la familia. Se convirtió, a sus 23 años en padre sustituto y decidió el rumbo de su madre, apesadumbrada y envejecida y de su hermana, inmadura y poco enterada de las cosas de esta vida. Muy de vez en cuando, los amigos de su padre caíamos en la casa cubierta de afiches del Che y fotos de Mi comandante para saber si todo estaba bien. Lo estaba, a juzgar por la tranquilidad y las apariencias. Oliver, el más comunista de los hijos de este mundo, trabajaba fuertemente en temas tecnológicos y se había convertido en el más duro de los defensores del software libre y esas exquisiteces inalámbricas y en las pocas ocasiones que lo vi, vestía la franela preceptiva y me amenazaba con la victoria, siempre.
Hace poco conseguí a su mamá en el supermercado. Nos saludamos y le pregunté por los hijos. Entonces me reveló una noticia que me dejó sin habla: Oliver se fue a pasear sus conocimientos y a cosechar un futuro mejor, en el mismísimo Silicon Valley. Si. Por alguna serie de coincidencias (dejémoslo así) una súper empresa que se dedica a la venta y fabricación de software y otras linduras, conoció los talentos del muchacho, le ofreció un montón de dólares, le dio un apartamento por seis meses hasta que encuentre el propio y lo contrató sin fecha de retorno. También le “arregló” los papeles y está a punto de convertirlo en un ciudadano americano. Como Bill Gates o David Mc Pherson. Como lo que sueñan todos los oligarcas despreciables de este país.
Nada, que eso no tiene nada de malo; no me vayan a malinterpretar. La exigua pensión de viuda está siendo compensada con creces, se negocia en el mercado negro cada quince y ultimo y sirve de mucho y Oliver, (eso me lo ha dicho la madre) está tan feliz que ella cree haberlo perdido. A ella le parece un milagro. A mi también, por cierto.
Oliver, como corresponde al hijo mayor, tomó las riendas de la familia. Se convirtió, a sus 23 años en padre sustituto y decidió el rumbo de su madre, apesadumbrada y envejecida y de su hermana, inmadura y poco enterada de las cosas de esta vida. Muy de vez en cuando, los amigos de su padre caíamos en la casa cubierta de afiches del Che y fotos de Mi comandante para saber si todo estaba bien. Lo estaba, a juzgar por la tranquilidad y las apariencias. Oliver, el más comunista de los hijos de este mundo, trabajaba fuertemente en temas tecnológicos y se había convertido en el más duro de los defensores del software libre y esas exquisiteces inalámbricas y en las pocas ocasiones que lo vi, vestía la franela preceptiva y me amenazaba con la victoria, siempre.
Hace poco conseguí a su mamá en el supermercado. Nos saludamos y le pregunté por los hijos. Entonces me reveló una noticia que me dejó sin habla: Oliver se fue a pasear sus conocimientos y a cosechar un futuro mejor, en el mismísimo Silicon Valley. Si. Por alguna serie de coincidencias (dejémoslo así) una súper empresa que se dedica a la venta y fabricación de software y otras linduras, conoció los talentos del muchacho, le ofreció un montón de dólares, le dio un apartamento por seis meses hasta que encuentre el propio y lo contrató sin fecha de retorno. También le “arregló” los papeles y está a punto de convertirlo en un ciudadano americano. Como Bill Gates o David Mc Pherson. Como lo que sueñan todos los oligarcas despreciables de este país.
Nada, que eso no tiene nada de malo; no me vayan a malinterpretar. La exigua pensión de viuda está siendo compensada con creces, se negocia en el mercado negro cada quince y ultimo y sirve de mucho y Oliver, (eso me lo ha dicho la madre) está tan feliz que ella cree haberlo perdido. A ella le parece un milagro. A mi también, por cierto.
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