Alguien contó una vez que ella, bonita y dicharachera, salió
de su trabajo en la Biblioteca Central de la Universidad de Los Andes - cuando
quedaba en el edificio del Rectorado, a la entrada, a la izquierda - y que él,
que la estaba cazando desde hacía meses, venia coincidencialmente entrando con una
calavera en la mano. Que él se la lanzó a ella y que ella solo atinó a ver un
cráneo humano que volaba por los aires en dirección a ella. Que ella se desmayó
de la impresión y que él tuvo un instante de gloria para recogerla en su regazo
y reanimarla. Que las amigas, impactadas por la ocurrencia, reían discretamente la gracia del desmayo
posiblemente fingido y la demora de ella en volver en sí. Que finalmente abrió
los ojos, que él preguntó – ¿La asusté señorita? - Y ella respondió - no fue nada bachiller - y
que al hacerlo, descubrió los ojos de él. Ella contó más de una vez, que esos ojos le atravesaron el alma
con el lanzazo del amor. Eran los ojos más bellos del mundo.
Él era flaco, elegantoso, alto, con modales arrolladores de
margariteño y piel oscura; pero tenía unos ojos irrepetibles: acusadores,
brillantes, curiosos, “que hablaban” y ella no pudo darle la bofetada que su
atrevimiento merecía. Recomponiéndose en el instante despertó de su desmayo grabándose para siempre
la mirada de ese negro y buscó refugio en los brazos de Rita, su amiga
inseparable. Al día siguiente, cuando salió de su casa para caminar las pocas cuadras
que la separaban de la biblioteca lo vio parado en la acera del frente. Él
caminó por esa acera sin desviarse, después de darle los buenos días, y ella sintió que las piernas le flaqueaban
pero caminó por la otra acera después de
responderle los buenos días. Lo mismo sucedió a la salida del mediodía, al regreso
a la oficina de las dos de la tarde y a la salida de las seis. Lo mismo sucedió
al día siguiente y al otro día y al otro día también. Ninguno de los dos
recuerda cuantos días caminaron cada uno por su acera, ella sin mirarlo a él,
él sin quitarle la vista a ella; un día el cruzó la acera al llegar a la
esquina de la casa de ella y ella supo que lo hacía por amor. Entonces le dio
gracias a Dios y supo lo que amar a un hombre significaba en esa Mérida casi
rural de 1956 en la que a ella, siendo tan blanca y tan linda, le tocaba renunciar a
pretendientes y novios en la puerta del altar y enfrentar las iras de Doña Josefa, la madre
empeñada en casarla con un hombre de bien y de posibles, que fuera tan blanco como
ella. Doña Josefa, la madre que se rindió a los encantos de él después de un par de
desplantes y bofetadas.
Ella, que si por ponerle adjetivos, daría mucho de sí, era
una bella mujer. Muy a su modo. No tenía la belleza voluptuosa que llegaba en
las revistas de moda y en las películas mexicanas que veían en el Cinelandia
pero tenía una cara de concurso a la que no le faltaban ojos. Los suyos, del
exacto color de las esmeraldas, muy miopes y distraídos, eran alegres adornos
en un rostro cuyo único defecto imperceptible era una nariz un poco ancha para
su gusto. Diminuta y simpática, estaba llena de gracias, como un Ave María;
aunque le tenía miedo a todo de manera casi incomprensible. No parecían predestinados y aun así, ella lo amó como solo se ama en los cuentos y
el la amó con unas ganas locas de comprenderla y reconocerse a sí mismo en esos
otros ojos hermosos que le miraban.
Hoy hace 59 años se casaron. El mismo día del cumpleaños del
padre de él. Un hombre de modales
principescos venido de Choroní, con más historia que más nadie. Fue una celebración feliz, de tan buenos
augurios que, posiblemente esa misma
noche, engendraron al mayor de los hijos nacido 9 meses exactos después; pero no fue duradera. El matrimonio para el
que ella casi se queda sin vestido y en el que él se negó a repetir una oración por
considerarse, como nadie, digno de entrar a
la casa de Dios, terminó menos de diez años después en un estrepitoso
divorcio que amenazó con acabar las fuerzas de ella y la buena cabeza de él;
pero, no pudo acabar con el lazo indestructible de la vida en común; perdonado
algunos años más tarde, él fue recibido en su vida de divorciada con pudor y comedimiento y juntos
construyeron una familia en la que siempre hubo una tercera mujer. Ella aceptó
y trató con cariño a casi todas, menos a la que le había torcido el destino y
se dedicó a amarlo porque lo había jurado ante Dios un día como hoy en una
iglesia de Valencia.
Muchos años después, Papá y Mamá me llamaron el mismo día
para darme la misma mala noticia: Papa había recibido un diagnóstico de cáncer.
Ella lo explicó con la tristeza irremediable de los malos augurios y él con el
optimismo irrenunciable de quien se sabe tocado por la muerte. Entonces, Mamá
decidió ocuparse de ayudarlo a bien morir, tanto como pudo y Papá a aceptar su
destino, con tan buen talante como pudo, aunque fue un pésimo enfermo. A él lo
amaba otra y ella lo aceptó a regañadientes, estando presente tanto como se lo
permitió la vida. Un 18 de abril, fue mi madre la que me llamó a las siete de
la mañana para decirme que el momento para el que nunca nos habíamos preparado
estaba a punto de llegar y que mi padre no sobreviviría el mediodía. Fue un día
aciago para todos; pero, sobre todo para ella. Ella le rezó, le lloró y lo
acompañó a despedirse para siempre de este mundo.
Un mes más tarde, fue otra llamada de mamá lo que me hizo ver
que su mente, frágil y golpeada, no había resistido el zarpazo final de la
vida. Entonces, juntos, los hijos de aquel hombre que tanto había amado y que
había cometido el desliz de dejarla sola, tal vez para que ese amor no viviera el desconsuelo de su desmemoria, la acompañamos también en su despedida,
ocurrida cuando, tal vez, las flores en
la tumba de él aun estaban frescas.
Hasta que la muerte los separe, debe haberles dicho el cura
aquel 8 de febrero de 1958 del que hoy hacen 59 años; pero, la muerte es una
cosa terriblemente caprichosa que prefirió otro destino. De esa promesa
inquebrantada se cumple hoy un nuevo año que celebro porque de ellos dos,
obtuve lo que soy: la mitad exacta de lo mejor de cada uno. Si hay que creer en la vida eterna, Celina y
Cheo deben estar cantándole cumpleaños a Don Juan, mirándose de nuevo, con los ojos más bellos de este mundo.
tremendo relato de vida y sentimiento esa es la realidad de el amor me pareció increible lo original de la forma de enamorarla
ResponderEliminarLos amores son tareas, cada pareja tiene su tiempo para llevarla a cabo, diez años para vivir juntos y la eternidad para amarse. Celebro contigo la unión de tus padres, seguro estarán caminando por la misma acera, mirándose ambos en los ojos más hermosos del cielo.
ResponderEliminarPRECIOSO RELATO.MI BELLA CELINA TAN NOBLE Y SANTA QUE DE ANÈCDOTAS Y ALEGRÍAS NOS DEJÒ.UN BESO
ResponderEliminarBella historia, sin duda alguna los ojos mas lindos del mundo
ResponderEliminar