Arena blanca, mar azul...

Soy de los que piensa que no existen en el mundo diez playas que sean mejores que Chichiriviche; es más, nos ponemos a hacer listas y a excepción de la Polinesia francesa (donde aun no he ido) y dos o tres más, nada se le compara. No se si es la nostalgia de los años que pasé vacacionando en la casa familiar de Playa Norte; pero si me toca escoger un destino de playa, prefiero Morrocoy a cualquier otra, incluyendo Margarita. Este año, superado el recuerdo de un hermoso viaje de reconocimiento realizado dos años atrás, decidí que el plan más exótico de Semana Santa era regresar a oler ese mar que tanto me gusta. Chichiriviche, a diferencia de su vecina Tucacas, ha progresado levemente (cosa que ya no se si merezca alegrìas). Las aguas negras ya no corren libremente por el centro, algunas calles han sido asfaltadas, modernos edificios ocupan los terrenos donde antes estaban las casas de vacaciones de conocidos de infancia. Ahora hay tiendas casi bien surtidas y una (más o menos) variada opción gastronómica. Por supuesto abundan las licorerías y varios chinos hacen su agosto en los abastos abarrotados de clientes que protestan antes de pagar el precio escandaloso de sus productos. Chichiriviche es el reflejo fiel de nosotros en vacaciones. Nadie ve Globovisión ni lee periódicos y las noticias se comentan rapidito, a pie de celular. Todo lo demás es rumba, trago, pieles desnudas y playa. Sol también, pero ese decidió jugarnos quiquirigüike. El resto es bulla y desorden, tráfico infernal, atracaderos desbordados por gente dispuesta a matar por un viaje hasta alguno de los cayos y precios exorbitantes para todo; como para no olvidar que el paraíso playero por excelencia, está en manos de nosotros mismos, que no sabemos lo que significa pagar ochenta y cinco bolívares por cuatro helados a la orilla de la playa o doce por una conserva de coco. Eso sin mencionar, que existen alojamientos donde cobran 500 bolívares por persona, por noche, sin serenata alguna ni mejor compañía que la que usted haya llevado consigo. Nadie le pone reparo a nada y cada quien resuelve sus días “santos” como mejor puede. Bien sea durmiendo en una carpa mal pertrechada a orilla del mar o en la cama carísima e incomoda que reservaron hace meses. Algunos con mejor suerte llegan a La Peñera y se consiguen con Randy, pero de eso hablamos luego.