Desperté en
la habitación del hotel cuando aun no eran las 8 de la mañana. Desde la
habitación contigua, mi vecina hacia
todo tipo de reclamos a su compañero, en un tono que no presagiaba nada bueno.
Mi afición a escudriñar historias ajenas aunque sólo pueda percibir sus
diálogos se despertó junto conmigo. Entregado al voyeurismo, dispuse mis oídos
para entender el pleito de mi vecina circunstancial, un pleito en toda regla: que si esa niña que se casaba era mi
sobrina, que yo me esmeré para que los dos quedáramos bien delante de mi
familia, que salí a comprarme un vestido y me gasté unos reales en ponerme
presentable, que me ocupé de que te vieras bien, que aunque yo se lo mal que
algunos de mi casa hablan de ti, puse todo de mi parte para que saliéramos bien
de esta. Que te lo había dicho mil veces, carajo….que no fueras a dejarme mal
en el matrimonio….Pero, es que a ti no te entran ni balas.
Por ahí
seguía el reclamo. Tardé unos minutos ansiosos en descubrir que había hecho el
marido para arruinarle a la pobre mujer su “puesta de largo” familiar, hasta que empecé a escuchar cosas como esa porquería, ese vicio maldito, ese empeño
tuyo en no querer salir de eso…e imaginé que lo sucedido tenía que ver con
una borrachera de pronostico. Esas que siempre, siempre, lo dejan a uno como el
perfecto imbécil de toda fiesta y cuyas consecuencias son imposibles de borrar.
No estaba en lo cierto, aunque casi. Lo
que pasó fue que además, según ella informó entre gritos y palabrotas, además
de haberse bebido hasta el agua de los centros de mesa, el tipo se dedicó a
meterse perico a gusto en el baño del club, delante de todo el que quisiera
verlo y en frente de primos, sobrinos, demás familiares y amigos…de ella.
Zanahorias escandalizados todos, por cierto.
En mi cama,
impedido casi de respirar para no ser descubierto en culpa de entrometido,
seguí la discusión, esperando el momento en que tendría que llamar a la
policía. El pleito escalaba decibeles y la pobre defensa del acusado (basada en
extrañas razones morales producto del desprecio permanente de Tu familia) no hacía
sino ponerle ingredientes a la cosa. Yo estaba literalmente fascinado, cuando
se hizo una larga pausa precedida de una pregunta que más bien era la suplica
ultima de una mujer herida: ¿Qué vamos a hacer Reinaldo?
Reinaldo,
con la callada por respuesta, extendió el suspenso (yo lo imaginaba sentado en
el borde de la cama, con la indignidad de ropa interior a medio poner y toalla
húmeda sobre los hombros, en actitud de boxeador derrotado) Ella, posiblemente
deseosa de comenzar a buscar una solución, la que fuera, le espetó en un grito
su sentencia:
- Tú tienes que dejar esa vaina, Reinaldo, tú tienes que dejar el
perico….
Reinaldo
probablemente levantó la cabeza, quizás la miró a los ojos, quizás se levantó y
arrojó la toalla al piso. Tal vez agarró una camiseta cualquiera de la maleta
abierta y desordenada encima de la cama. Reinaldo aclaró la garganta antes de
responder, eso lo escuché perfectamente. Tanto, como la lapida que soltó a
continuación:
- Primero la dejo a usted
El silencio
se instaló completamente. Nos cubrió a todos. Duró algunos minutos y planeó
sobre los restos de una pareja que se esforzaba en celebrar el nacimiento de
otra.
Lo que
nunca logré entender es porque en lugar de un portazo, escuché un llanto
callado de mujer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario