Se llama Dixon,
tiene 17 años y patea, sin compañía, un mundo que hasta ahora le ha dado sólo
problemas. Es flaquito, pequeño y tiene
tanta cara de malo como es frecuente en estos lares. Por lo demás, no tiene ninguna otra cosa.
El año
pasado se inscribió en la escuela. Su
inscripción tropezó con las líneas de una planilla incompleta en la burocracia
de nuestros flamantes planes educativos, hasta que alguien se identificó como hermano
suyo; entonces, el año escolar empezó, no sin dificultades, para una más de las
historias de vida desgarrada que habitan estos pasillos. Un día, de los primeros, se enfrentó a las
normas y resolvió dejarse de misterios. Dixon
es jibaro. Jibaro de barrio, pequeño distribuidor de “lo que llegue”. Ultimo
eslabón de una cadena de mando donde los que son como él, llevan la peor paga y
la peor parte.
Sus jefes
son uniformados rasos de un cuerpo de seguridad local que se ocupa, entre otras
cosas, de proteger al brazo terrorista
de la revolución en Mérida, verdaderos
dueños del negocio en que Dixon ocupa un mínimo espacio: tiene zonas de
distribución, armas, algún liderazgo y una amenaza constante: como se le ocurra
desertar, puede empezar a contar sus últimas horas.
Hace unos
días cayó preso. Según parece, las cosas entre el grupo con que trabaja Dixón y
algunos de sus rivales, estaba dándole
dolores de cabeza a quienes gobiernan las
Residencias Domingo Salazar.
Parece, además, que para tratar de acallar la creciente fama de narco
que se está ganando el régimen, se
decidió, al más alto nivel, cierto
ejercicio de limpieza de cara a la galería. Hacía poco que a Dixon lo habían guardado en
las Domingo; ahora, lo han trasladado a la cárcel. Un escondite un poco más
seguro de donde él piensa que podrá salir
en poco tiempo. Si mueve bien sus fichas.
Por lo
pronto, aún está vivo. A su jefe inmediato, llevado a la cárcel en el mismo
bus, lo mataron a las pocas horas de llegar, como estaba previsto. Ahora, Dixon
no sabe a quién debe obedecer y eso le preocupa un poco, pero lo pone a salvo.
Supone que le tendrá que rendir cuentas a alguno de los tombos que le hacen un
poco más llevadera la vida en prisión. Poco más. Aun no le han encomendado ningún trabajo
especifico ahí dentro y cuando mencionó que deberían llevarlo a un sitio de
reclusión juvenil, lo callaron a patadas, literalmente.
Su vida, y
la de muchos otros, depende de la autoridad. Es decir, del tombo a cargo del
negocio y de ciertos Tupas. Los mismos que lo llevaron a las Domingo, los
mismos que le marcaron el negocio y los mismos que lo llevaron a la cárcel,
para acallar rumores y dar sensación de limpieza.
Dixon,
mientras tanto, está jugando a supervivencia lo mejor que puede. De todas
formas él sabe (me lo dijo un día) que la bala que resolverá su soledad está en
el arma de reglamento de un efectivo de seguridad ciudadana. Cualquiera que se
quede con el pedazo de negocio que dejó el finado jefe.
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