La primera vez en mi vida que comí Adafina, lo hice por meras ganas de comer algo nuevo. Un día
cualquiera, Isaac Chocrón, que por esos años decidía una buena parte de las
cosas que yo hacia fuera y dentro de la oficina, me anunció que el domingo
siguiente tenía que acompañarlo a casa de su prima, Alegría Benguigui para una
adafina en familia. Había conocido a Alegría, a quien llegué a tenerle mucho
afecto, porque era la señora que vendía telas de lujo en Selecta Telas, uno de
los grandes proveedores de la Compañía Nacional. La recuerdo porque era una
mujer vivaz, ocurrente y muy jewish mamma
que, para colmo de mis alegrías, vivía
(o vive, pues no he vuelto a saber de ella) en uno de esos edificios históricos
situado en una de las calles transversales que dan al Boulevard de Sabana
Grande lo cual ha tenido, desde siempre, la magia de todo lo muy deseado.
El domingo, entonces, llegamos puntuales a una invitación en
la que, extasiado, presencié rituales desempeñados con la naturalidad de quien
lleva siglos en eso. Algo así como lo
que debían pensar aquellos que llegaban a mi casa y me escuchaban pedirle la
bendición a mi mamá. Fortunato, el marido de Alegría llevaba Kippah; por lo tanto, Isaac sacó uno de
su bolso y se lo puso en la cabeza, mientras yo me pasaba de entrépito pidiendo
uno para mí, que el mismo Fortunato se ocupó de ajustarme entre risas y
amenazas de convertirme. Fue una ocasión memorable, básicamente, porque
sentados a la amplia mesa del pequeño apartamento de Alegría, descubrí no solo
un plato exquisito, sino una manera increíble de vivir alrededor de una mesa:
la manera judía; más bien, la manera sefardita de celebrar la vida en torno a
una sopa deliciosa que, para mí, tiene más que ver con el puchero canario que
con el cocido madrileño, pero eso probablemente se debe a que el Puchero Canario
me pertenece mucho más pues se parece al amor, tanto como la adafina se parece
a la familia.
Es una sopa, sabrosísima, que se cocina a fuego lentísimo por espacio de doce horas, las mismas durante los cuales, los judíos de Marruecos han estado observando el Sabbath (día de descanso de la religión judía, durante el cual no se debe trabajar, ni encender artefactos eléctricos o cocinas) que contiene chorizos, papas, garbanzos, cerdo, un pastel de carne especiado y algunas hierbas aromáticas, entre otras muchas cosas. Es una sopa que se come por partes y es el secreto sobre el que reposa la fortaleza de un pueblo que seguramente estaría, de no tenerla, diezmado. Ese secreto, con toda su carga de historia lo encontró Edwin Erminy al crear su excelente espectáculo teatral, RONDÓ ADAFINA que se `está presentado en la Capilla de la Escuela de Enfermería de la UCV, en Sebucán, hasta los primeros días de diciembre.
Así como aquel lejano mediodía en la casa de Alegría Benguigui, este viernes pasado en el estupendo espacio de Sebucán, me reencontré con cosas tan valiosas como amistades “de cuando éramos chiquitos”; actores que no han renunciado, de ningún modo, al saber decir los requiebros de un texto emocionalmente comprometido y una música, que se ha ido quedando en mi memoria, para recordarme que aquello de “polvo eres y en polvo te convertirás” tiene mucho que ver con los remotos orígenes de un gentilicio que lleva más de 500 años tratando de mantener viva la fuerza de Moisés en un desierto tan estéril y tan nuestro como Coro, la ciudad con más historia y menos cosas que agradecer de este país de locos.
Hay obras de teatro que son buenas porque, fundamentalmente, están bien hechas. Hay otras que son buenas porque pueden cerrarse los ojos y escuchar la belleza de sus palabras. Hay otras que lo son, porque solo pueden percibirse con la emoción nostálgica de tiempos buenos. Esas son las que voy prefiriendo; las prefiero porque en casos como este, escuchar a Gladys Secco repetir los dichos de Alegría y hacerlos suyos, o a Pancho Salazar cantar el Kadish con resonancia de Sinagoga y verlo todo alrededor de una gran mesa que igual es barco, como hogar, como pedazo de tierra prometida, mientras nos paseamos por todo lo que somos, y hemos sido, desde que un accidentado marino genovés llegó a estas tierras para enredarnos las costumbres, es una dicha en mayúsculas.
Además, y también vale, porque creo muy improbable que algún día me siente de nuevo en la mesa sefardita de esa gente buena que una vez me adoptó sin preguntas y es aún más improbable que Mery Taurel me llame para dejarme probar su adafina (tenida por la mejor de este mundo). Por todo eso; por lo que dice pero quizás más por lo que calla, es que Rondó Adafina es un espectáculo sin desperdicios, sin errores; de una producción impecable, dirigido con artes de filigrana y dicho con maestría de buen teatro en el que se recuerdan tonos y maneras de actuar que ahora parecen “no estilarse”. (Es memorable todo lo que Carolina Leandro dice con solo un gesto de su cara o el tour de force al que Oswaldo Maccio se obliga, sometido por Hahim Benatar y el magnífico desdoblamiento de un actor – Pastor Oviedo - en todos los personajes que hacen falta para redondear el cuento de amor que Rebeca se niega a dejar inconcluso en la piel – insuperable - de Mónica Quintero). Un musical nostálgico y hermoso, con la fuerza de unas voces nacidas para el deleite (inolvidable Vera Linares) en donde los sonidos se incorporan, sin estorbo, a la escena de una historia tejida con el ADN de las cosas que se cuentan sin dificultad porque son ciertas.
Rondó Adafina, una de esas cosas tan raras en la Caracas de hoy, como una olla de adafina para quien sólo busca la belleza...
Es una sopa, sabrosísima, que se cocina a fuego lentísimo por espacio de doce horas, las mismas durante los cuales, los judíos de Marruecos han estado observando el Sabbath (día de descanso de la religión judía, durante el cual no se debe trabajar, ni encender artefactos eléctricos o cocinas) que contiene chorizos, papas, garbanzos, cerdo, un pastel de carne especiado y algunas hierbas aromáticas, entre otras muchas cosas. Es una sopa que se come por partes y es el secreto sobre el que reposa la fortaleza de un pueblo que seguramente estaría, de no tenerla, diezmado. Ese secreto, con toda su carga de historia lo encontró Edwin Erminy al crear su excelente espectáculo teatral, RONDÓ ADAFINA que se `está presentado en la Capilla de la Escuela de Enfermería de la UCV, en Sebucán, hasta los primeros días de diciembre.
Así como aquel lejano mediodía en la casa de Alegría Benguigui, este viernes pasado en el estupendo espacio de Sebucán, me reencontré con cosas tan valiosas como amistades “de cuando éramos chiquitos”; actores que no han renunciado, de ningún modo, al saber decir los requiebros de un texto emocionalmente comprometido y una música, que se ha ido quedando en mi memoria, para recordarme que aquello de “polvo eres y en polvo te convertirás” tiene mucho que ver con los remotos orígenes de un gentilicio que lleva más de 500 años tratando de mantener viva la fuerza de Moisés en un desierto tan estéril y tan nuestro como Coro, la ciudad con más historia y menos cosas que agradecer de este país de locos.
Hay obras de teatro que son buenas porque, fundamentalmente, están bien hechas. Hay otras que son buenas porque pueden cerrarse los ojos y escuchar la belleza de sus palabras. Hay otras que lo son, porque solo pueden percibirse con la emoción nostálgica de tiempos buenos. Esas son las que voy prefiriendo; las prefiero porque en casos como este, escuchar a Gladys Secco repetir los dichos de Alegría y hacerlos suyos, o a Pancho Salazar cantar el Kadish con resonancia de Sinagoga y verlo todo alrededor de una gran mesa que igual es barco, como hogar, como pedazo de tierra prometida, mientras nos paseamos por todo lo que somos, y hemos sido, desde que un accidentado marino genovés llegó a estas tierras para enredarnos las costumbres, es una dicha en mayúsculas.
Además, y también vale, porque creo muy improbable que algún día me siente de nuevo en la mesa sefardita de esa gente buena que una vez me adoptó sin preguntas y es aún más improbable que Mery Taurel me llame para dejarme probar su adafina (tenida por la mejor de este mundo). Por todo eso; por lo que dice pero quizás más por lo que calla, es que Rondó Adafina es un espectáculo sin desperdicios, sin errores; de una producción impecable, dirigido con artes de filigrana y dicho con maestría de buen teatro en el que se recuerdan tonos y maneras de actuar que ahora parecen “no estilarse”. (Es memorable todo lo que Carolina Leandro dice con solo un gesto de su cara o el tour de force al que Oswaldo Maccio se obliga, sometido por Hahim Benatar y el magnífico desdoblamiento de un actor – Pastor Oviedo - en todos los personajes que hacen falta para redondear el cuento de amor que Rebeca se niega a dejar inconcluso en la piel – insuperable - de Mónica Quintero). Un musical nostálgico y hermoso, con la fuerza de unas voces nacidas para el deleite (inolvidable Vera Linares) en donde los sonidos se incorporan, sin estorbo, a la escena de una historia tejida con el ADN de las cosas que se cuentan sin dificultad porque son ciertas.
Rondó Adafina, una de esas cosas tan raras en la Caracas de hoy, como una olla de adafina para quien sólo busca la belleza...
Qué hermosa crónica. Me conmueves, me honras, me alegras un montón!!!! Un abrazo grande, mi querido Juan Carlos.
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