Tengo una nueva mala costumbre: todos
los días al abrir los ojos, antes de levantarme de la cama e incluso, antes de
darme cuenta plenamente del comienzo de un nuevo día, agarro mi teléfono y
reviso Twitter. Usualmente leo los
primeros 60 o 70 “mensajes” y con ello, me doy por enterado del estado de las
cosas, en esto-que-nos-está-pasando. Ayer hice el firme juramento – no es nuevo,
solo que creo el de ayer fue más firme – de intentar romper con ese habito malsano,
del mismo modo como un día me arranqué el cigarrillo de mis manos, (cosa que
considero la mayor proeza de tipo personal que he logrado en los años que me
quedan por vivir) pues, si no lo hago, un día alguien culpará a Twitter de mi muerte y tampoco los que
inventaron el pajarito, tienen culpa de que seamos tan obstinados (y a veces
tan brutos).
¿Por qué el juramento de ayer fue más
firme que el de otros días? Quizás eso solo me interesa a mí, pero voy a contarlo: ayer, el amanecer estuvo
plagado de desalentadores zarpazos y, por más que intenté superar la cuesta aciaga
de las malas noticias, me fui a dormir (en la alta madrugada) convencido de que
esto-que-nos-está-pasando no es
juego. Para nada. Entonces, sentí que una gripe irremediable me mandaría a la
cama a, sencillamente, esperar la muerte y, la verdad, no es para tanto. Es decir, si es,
pero tampoco se trata de entregarle la vida a los rojos. Ni más faltaba. Yo ya
estuve suficientemente enfermo una vez por enfrentarme, sin herramientas, al daño
que hacen las tropelías de ellos y conozco el sentimiento. Yo no puedo permitir
que suceda de nuevo. Aun cuando lo de ayer fue una más de las muchas gotas que
han colmado el vaso.
¿Qué pasó ayer? Nada que no haya sucedido antes: el régimen sacó sus garras, con un poco mas de saña - si es que eso es posible - para demostrarnos, sin que nos quede el menor espacio para la duda que, ellos, para mantenerse en el poder, están dispuestos a arrasar con todo lo bueno, lo malo y lo feo que no se parezca a lo que ellos han pensado es el poder: Secuestros legales, quiebras de empresas, amenazas, cinismo, militarcitos alzados y mucho más, estuvo todo el día rodando por lo que queda de un país que, lamentablemente, se parece más a 140 caracteres escritos de cualquier forma, que a 912 050 Kms. cuadrados de decencia. Entonces me abatió la sensación de que el horror está ganando la partida y, eso, es una certeza que duele porque es compartida, aunque se sostenga en los hilos de optimismo que algunos se atreven a continuar moviendo. Ayer, mientras el país se desangraba un poquito más, quienes no estamos de acuerdo con esto, tuvimos la oportunidad de salir a gritarles que nos dejen seguir viviendo en algún tipo de paz y una gran mayoría tuvo excusas para no hacerlo. Algunos, incluso, estaban haciendo cola en alguna tienda de electrodomésticos para ver si pueden comprar un televisor - que no les hace falta - a precio de gallina flaca; mientras en su despensa hace rato que no hay leche ni mantequilla, urgencias ahora convertidas en necesidades de tercera mano.
Un amigo muy querido, resteado defensor a ultranza de la cosa “venezolana” y del sentido de pertenencia, que suele autodefinirse como “más venezolano que la Plaza Bolívar” se me acercó afectuoso en la paupérrima marcha de los auto convocados (o lo que sea que sea). En la conversación me reveló haber abierto “operaciones” para salir del país con toda su familia, en algún momento de los próximos seis meses y no es el único. Otros conocidos o amigos con quienes hablé en algún momento del día, tuvieron cualquier buena excusa para no ser parte de la protesta, aunque viven horrorizados por todo. Alguien más me dijo que está cansado de “marchas inútiles” y que volverá a la calle cuando la orden (¿de quién?, nunca se supo) sea permanecer hasta el fin sin regresar a la casa (acampada mortal, lo llamo yo) y uno más, escribió en Twiter que lo bueno de esto-que-nos-esta-pasando es que nos hemos dado cuenta que cualquier cosa, incluso Barranquilla (con el perdón de los señores Barranquilleros) es mejor que esto.
Entonces, se me instaló el pensamiento de que hasta razón tienen. Que lo que sucede es que, de nuevo, parece que en este juego - que no es juego - van ganando ellos: a costa de nuestras libertades, de nuestra salud y de nuestra codicia sin límites. A costa viva de nuestro silencio asustado y nuestras pocas ganas de pensar en el otro. A costa del nosotros de nosotros mismos.
¿Qué pasó ayer? Nada que no haya sucedido antes: el régimen sacó sus garras, con un poco mas de saña - si es que eso es posible - para demostrarnos, sin que nos quede el menor espacio para la duda que, ellos, para mantenerse en el poder, están dispuestos a arrasar con todo lo bueno, lo malo y lo feo que no se parezca a lo que ellos han pensado es el poder: Secuestros legales, quiebras de empresas, amenazas, cinismo, militarcitos alzados y mucho más, estuvo todo el día rodando por lo que queda de un país que, lamentablemente, se parece más a 140 caracteres escritos de cualquier forma, que a 912 050 Kms. cuadrados de decencia. Entonces me abatió la sensación de que el horror está ganando la partida y, eso, es una certeza que duele porque es compartida, aunque se sostenga en los hilos de optimismo que algunos se atreven a continuar moviendo. Ayer, mientras el país se desangraba un poquito más, quienes no estamos de acuerdo con esto, tuvimos la oportunidad de salir a gritarles que nos dejen seguir viviendo en algún tipo de paz y una gran mayoría tuvo excusas para no hacerlo. Algunos, incluso, estaban haciendo cola en alguna tienda de electrodomésticos para ver si pueden comprar un televisor - que no les hace falta - a precio de gallina flaca; mientras en su despensa hace rato que no hay leche ni mantequilla, urgencias ahora convertidas en necesidades de tercera mano.
Un amigo muy querido, resteado defensor a ultranza de la cosa “venezolana” y del sentido de pertenencia, que suele autodefinirse como “más venezolano que la Plaza Bolívar” se me acercó afectuoso en la paupérrima marcha de los auto convocados (o lo que sea que sea). En la conversación me reveló haber abierto “operaciones” para salir del país con toda su familia, en algún momento de los próximos seis meses y no es el único. Otros conocidos o amigos con quienes hablé en algún momento del día, tuvieron cualquier buena excusa para no ser parte de la protesta, aunque viven horrorizados por todo. Alguien más me dijo que está cansado de “marchas inútiles” y que volverá a la calle cuando la orden (¿de quién?, nunca se supo) sea permanecer hasta el fin sin regresar a la casa (acampada mortal, lo llamo yo) y uno más, escribió en Twiter que lo bueno de esto-que-nos-esta-pasando es que nos hemos dado cuenta que cualquier cosa, incluso Barranquilla (con el perdón de los señores Barranquilleros) es mejor que esto.
Entonces, se me instaló el pensamiento de que hasta razón tienen. Que lo que sucede es que, de nuevo, parece que en este juego - que no es juego - van ganando ellos: a costa de nuestras libertades, de nuestra salud y de nuestra codicia sin límites. A costa viva de nuestro silencio asustado y nuestras pocas ganas de pensar en el otro. A costa del nosotros de nosotros mismos.
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