Daniela es la hija de 19 años de uno
de mis mejores amigos, le gusta la moda, no le gusta estudiar, pero, sabe que
le toca hacerlo y adora la rumba. Si por ella fuera, convertiría el arte de
rumbear en un modus vivendi y sería millonaria. En realidad Daniela es como
cualquier muchacha de su edad, pero con un papá que la consiente demasiado,
porque tiene con qué hacerlo. Hace poco
Daniela se fue a vivir a Barquisimeto pues allá hay una universidad en la que
es posible que consiga un cupo, después de haber luchado a brazo partido con
las iniquidades de la ULA. Le bastaron
horas para convertirse en la muchacha más popular de Barquisimeto. La invitada “by choice” de cuanto guateque inventan
los universitarios que la persiguen.
El viernes en la noche, el papá de
Daniela me llamó para invitarme a comer. En homenaje a esa amistad que peina
canas, nuestra cena se convirtió en la conversación insomne y amena que ya es
costumbre. A las 3 y media de la
madrugada, sonó su teléfono. En la pantalla ambos vimos un número desconocido y
a los dos, el corazón se nos detuvo por un instante. Los latidos se reiniciaron, cuando escuchamos
la voz calmada de Daniela buscando consuelo en su padre: ella, su novio del
momento y 4 amigos más, acababan de ser víctimas de un secuestro exprés
cometido al salir de una discoteca en Barquisimeto. Entrompados por 6 malandros
armados “con unas pistolas enormes papá…” los dos automóviles en que
viajaban Daniela y sus amigos, fueron obligados a dar vueltas por toda la
ciudad, hasta que un par de policías que patrullaban un centro comercial
lograron, por pura suerte de quien no le toca, detener a los delincuentes en
una operación más o menos limpia, en la que - por gracia de Dios - a nadie le
dio tiempo de disparar un tiro. De todos modos Daniela perdió el teléfono,
los documentos, las tarjetas, las prendas que llevaba – bisutería barata – y la
tranquilidad. No perdió las ganas de rumba, porque eso no se pierde cuando se
tienen 19 años.
Su padre y yo (a quien ella llama tío) tuvimos la necesidad de un whisky doble cuando la niña colgó el teléfono. Pero, le dimos gracias a Dios de saberla viva, en manos de ángeles que la protegen. Nos fuimos a dormir asustados, con ganas de salir corriendo a buscarla y protegerla, frustrados de saber que eso, en esta emboscada que llamamos país, no es posible.
El sábado desperté con el susto en el cuerpo y recordé que tenía que salir a “hacer mercado”. Después de almorzar, revise la despensa y salí decidido a comprar algunas cosas básicas para enfrentar la semana pues, me niego a hacer filas de damnificado, cambiando mi dieta de semana a semana, de acuerdo a lo que haya aparecido en los supermercados que, me niego también, a recorrer con la desesperación de mis paisanos. Sorteando largas filas, apretujamientos y el pésimo humor de quienes como yo, salieron a mercar con metas un poco más urgentes (un pote de leche que no existe le amarga el sábado a cualquier padre) terminé haciendo una compra pavorosamente alta (en unos bolívares que no sirven para nada) de chucherías que realmente no son alimentos. Monté las bolsas al auto para hacerme la idea de tener la despensa llena de nada y me fui a la carnicería de toda la vida. Por suerte allí el desabastecimiento no es tan grave, aunque los precios son muy altos, como en todas partes. Mientras ordenaba la carne para la semana, el carnicero me ofreció aceite (MAZEITE, lo crean o no) que me apresuré a aceptar porque me da miedo llegar a diciembre y no poder hacer hallacas por no tener aceite de verdad para ello (yo no hago hallacas con aceite de soya ni por todo el oro del mundo, el buen nombre de mis hallacas no se lo va a tirar el desgobierno) Junto con el aceite, terminé comprando leche, Harina PAN, Papel higiénico, crema dental y jabón (Palmolive que me parece horrible, pero peor es ,en mi piel, el jabón azul) Fue la primera vez que me arriesgué con tal seriedad al mercado negro, y aunque me gasté un dineral que no me sobra, armé despensa para varios días. Pensé que ese, el de comprar subrepticiamente productos que deben llegar a la maleta del auto en bolsas negras, es un placer nuevo, digno de eso que llaman la revolución.
Entonces me fui a visitar a una amiga que hace un par de años “emprendió” un negocio de dulces de frutas. Realmente destaca, en medio del gentío que hace dulces en Merida, porque su producto es delicioso. Fui con la intención de traerme un par de frascos de Dulce de Higo (mi perdición) y en el proceso de compra montamos té y conversa. Zulay acaba de participar con sus productos en FITVEN, es más, Zulay tuvo la “suerte” de darle a probar sus postres al mismísimo Ministro Izarra, momento que aprovechó para decirle que tenía una gran cantidad de proposiciones para empezar a exportar su producto; pero, el tema de las divisas le tenía esa posibilidad cerrada. Zulay todavía tiene la respuesta de Izarra grabada en la mente: “Exportar no es la alternativa de crecimiento para ustedes, hagan sus dulcitos para venderlos aquí, a la gente de Mérida, cuando mucho a Los Andes, pero eso de exportar no es la solución que usted busca…olvídese de exportar”. La escuché con la misma estupefacción que me asalta cada vez que les oigo hablar de economía, el gran sinsentido de la patria nueva.
Salí de visitar a Zulay y, camino a casa, paré un momento en el laboratorio de una compañera de estudios a quien había prometido llevarle unos libros. Al entrar, la encontré llorando desconsolada: 10 minutos después de abrir las puertas de su pequeño local (ubicado en un centro profesional privado), mientras buscaba algunas cosas detrás de la recepción, alguien entró sin ser visto y se robó las dos laptops con las que lleva adelante el negocio. Reponerlas puede llegar a costarle 80 o 90 mil bolívares (de esos que no sirven para nada, pero cuesta horrores ganarlos) La consolé como pude, sabiendo que esa violación flagrante al sustento de Laura y su familia, no se repara con palabras, porque las palabras decentes dejaron de existir en esta equivocación de la historia que algunos llaman país.
Me fui a casa. Sin más. Dispuesto a encerrarme sin salir ni a la puerta aunque con eso no consiga nada. En mi edificio no había agua. Justo en ese momento un timbre anunciaba la llegada de un mensaje telefónico que hablaba de las bondades de este, "el mejor país del mundo…"
No se imaginan la mentada de madre que salió de mis labios en ese preciso instante.
Su padre y yo (a quien ella llama tío) tuvimos la necesidad de un whisky doble cuando la niña colgó el teléfono. Pero, le dimos gracias a Dios de saberla viva, en manos de ángeles que la protegen. Nos fuimos a dormir asustados, con ganas de salir corriendo a buscarla y protegerla, frustrados de saber que eso, en esta emboscada que llamamos país, no es posible.
El sábado desperté con el susto en el cuerpo y recordé que tenía que salir a “hacer mercado”. Después de almorzar, revise la despensa y salí decidido a comprar algunas cosas básicas para enfrentar la semana pues, me niego a hacer filas de damnificado, cambiando mi dieta de semana a semana, de acuerdo a lo que haya aparecido en los supermercados que, me niego también, a recorrer con la desesperación de mis paisanos. Sorteando largas filas, apretujamientos y el pésimo humor de quienes como yo, salieron a mercar con metas un poco más urgentes (un pote de leche que no existe le amarga el sábado a cualquier padre) terminé haciendo una compra pavorosamente alta (en unos bolívares que no sirven para nada) de chucherías que realmente no son alimentos. Monté las bolsas al auto para hacerme la idea de tener la despensa llena de nada y me fui a la carnicería de toda la vida. Por suerte allí el desabastecimiento no es tan grave, aunque los precios son muy altos, como en todas partes. Mientras ordenaba la carne para la semana, el carnicero me ofreció aceite (MAZEITE, lo crean o no) que me apresuré a aceptar porque me da miedo llegar a diciembre y no poder hacer hallacas por no tener aceite de verdad para ello (yo no hago hallacas con aceite de soya ni por todo el oro del mundo, el buen nombre de mis hallacas no se lo va a tirar el desgobierno) Junto con el aceite, terminé comprando leche, Harina PAN, Papel higiénico, crema dental y jabón (Palmolive que me parece horrible, pero peor es ,en mi piel, el jabón azul) Fue la primera vez que me arriesgué con tal seriedad al mercado negro, y aunque me gasté un dineral que no me sobra, armé despensa para varios días. Pensé que ese, el de comprar subrepticiamente productos que deben llegar a la maleta del auto en bolsas negras, es un placer nuevo, digno de eso que llaman la revolución.
Entonces me fui a visitar a una amiga que hace un par de años “emprendió” un negocio de dulces de frutas. Realmente destaca, en medio del gentío que hace dulces en Merida, porque su producto es delicioso. Fui con la intención de traerme un par de frascos de Dulce de Higo (mi perdición) y en el proceso de compra montamos té y conversa. Zulay acaba de participar con sus productos en FITVEN, es más, Zulay tuvo la “suerte” de darle a probar sus postres al mismísimo Ministro Izarra, momento que aprovechó para decirle que tenía una gran cantidad de proposiciones para empezar a exportar su producto; pero, el tema de las divisas le tenía esa posibilidad cerrada. Zulay todavía tiene la respuesta de Izarra grabada en la mente: “Exportar no es la alternativa de crecimiento para ustedes, hagan sus dulcitos para venderlos aquí, a la gente de Mérida, cuando mucho a Los Andes, pero eso de exportar no es la solución que usted busca…olvídese de exportar”. La escuché con la misma estupefacción que me asalta cada vez que les oigo hablar de economía, el gran sinsentido de la patria nueva.
Salí de visitar a Zulay y, camino a casa, paré un momento en el laboratorio de una compañera de estudios a quien había prometido llevarle unos libros. Al entrar, la encontré llorando desconsolada: 10 minutos después de abrir las puertas de su pequeño local (ubicado en un centro profesional privado), mientras buscaba algunas cosas detrás de la recepción, alguien entró sin ser visto y se robó las dos laptops con las que lleva adelante el negocio. Reponerlas puede llegar a costarle 80 o 90 mil bolívares (de esos que no sirven para nada, pero cuesta horrores ganarlos) La consolé como pude, sabiendo que esa violación flagrante al sustento de Laura y su familia, no se repara con palabras, porque las palabras decentes dejaron de existir en esta equivocación de la historia que algunos llaman país.
Me fui a casa. Sin más. Dispuesto a encerrarme sin salir ni a la puerta aunque con eso no consiga nada. En mi edificio no había agua. Justo en ese momento un timbre anunciaba la llegada de un mensaje telefónico que hablaba de las bondades de este, "el mejor país del mundo…"
No se imaginan la mentada de madre que salió de mis labios en ese preciso instante.
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