Dos nuevos “acontecimientos” tienen mi vida de los últimos
días en el mayor disgusto. Dos eventos que, aparentemente, no tienen nada
en común, me están quitando horas que en lugar de dedicar a asuntos más
creativos, han ido colmando el vaso de mi paciencia con la preocupación del sin
remedio. No soy el único que los vive, por desgracia además, no soy tampoco el
primero. Peor aún, estoy convencido que por un buen tiempo no seré el ultimo.
Forman parte de la nueva cotidianidad venezolana; sucede, sin embargo, que
vienen a cuento porque tocan afectos de una cercanía casi sanguínea, cosa que
para mí es sagrada.
Contados, son más o menos sencillos: una familia a la que me
unen lazos irrompibles de cariño, está siendo objeto de una injuriosa situación
de acoso y maltrato – por todos sus flancos – debido a que, uno de ellos,
decidió acogerse a su bien ganado derecho a jubilarse después de prestar un
servicio inigualable a una institución educativa en la que creó un ejemplar
órgano de extensión, siendo sustituido por quien un buen día, en connivencia
con el poder, juró cobrarle a dentelladas el atrevimiento de haber sido
brillante. El otro, mucho más sencillo y mucho más cercano pues le sucede a
todas las familias de Venezuela en mayor o menor nivel de gravedad es
simplemente ofensivo: un amigo, a quien puedo considerar hermano, está
padeciendo los horrores de una dolorosa enfermedad que sanaría, si él pudiera
conseguir un medicamento hasta hace poco de presencia cotidiana en cuanta farmacia
de pueblo existiera. Se trata de dos situaciones propias de lo-que-nos-está-pasando y la verdad, es
que muy poco hago quejándome de ellas; pero, ambas, aunque de maneras muy
distintas, me tienen enfrentado a la obligación de entender un sentimiento nauseabundo:
vivimos al cobijo de la maldad.
La maldad, esa cosa horrible que dibuja llamaradas en el infierno, es el motor que mueve este país, desde que un equivocado salió a las calles a predicar exactamente lo opuesto y una buena cantidad de hastiados ciudadanos decidieron creerle el cuento. Desde entonces - pues estoy seguro que nunca antes fue tan patente - hemos ido escalando niveles de maligna perversidad similares a los crueles periodos que pasaron a la historia por haber destacado en depravación. Decir nuevamente que a nadie le importa una vida que vaya más allá de la suya propia (algunas veces, suya propia incluye su entorno más privado) es redundante. Lo que necesitamos decir, para ver si reconociéndolo empezamos a entender que vamos hacia la hecatombe, es que además, cuando se trata de la vida del otro, lo primero que se nos viene a la mente es una forma de reducirlo, hundiéndolo. Lo primero que se nos viene a la mente es como hacer para hacerle daño. La maldad, pues, ha copado todo resquicio de vida en sociedad, aunque existan miles de personas dispuestas a odiarme por decirlo y defenderse sosteniendo que nunca le han hecho daño a nadie; cosa que quizás sea cierta, conscientemente.
Comprender esa maldad globalizada, insidiosa, perversa, desgraciada, que se apodera de nuestras respiraciones, es necesariamente la primera de la tareas que se nos tiene que ocurrir a la hora de continuar con el predicamento de que en algún momento, habremos logrado el cambio; algo que, por cierto, será imposible pues esa crueldad de la que hablo, instilada sabiamente en el ADN del “hombre nuevo” no cambiará por arte de magia ante un eventual cambio de gobierno. No lo hará, pues requiere ser entendida y digerida. Requiere, perdóneseme el anglicismo tan antipático, que los venezolanos “realicemos” que vivimos en medio de la más pavorosa maldad dejándonos cobijar por ella, que comprendamos sus razones y que interioricemos una cosa terriblemente dolorosa: se trata de una maldad excesivamente frívola; por eso es tan despreciable.
Cuando una persona hace mal a sabiendas de lo que está haciendo, cuando defiende su mal comportamiento con argumentos y razones válidas (si es que las hay) cuando se refocila en su maldad porque sabe cabalmente las consecuencias que sus actos traen a la humanidad, esa persona se convierte en un desgraciado admirable. No es inocente, no es de ningún modo justificable; pero, al menos a su favor, juega el hecho de que lo estaba haciendo a despecho de cualquier circunstancia. Esos hombres, gracias al universo, se repiten muy pocas veces en el transcurso de una vida. Hitler, por mencionar al que posiblemente sea el peor de todos, existió una vez y punto; esa existencia fue suficiente para causar el daño más grande que se ha causado a la humanidad. Osama Bin Laden, por ejemplo, no logra ser emulado por ninguno de sus lugartenientes, aunque estos lo superen en degeneración; la lista, posiblemente mucho más larga de lo deseable, incluye reyezuelos y tiranuelos que aun cuando no llegaron al nivel de los monstruos mencionados, sabían que estaban acabando con una porción de la población incómoda para sus planes de detentar poder a cualquier precio y emprendieron su malignidad sin sonrojo, inculcándola en sus seguidores embrutecidos quienes sin enterarse nunca de lo que están causando continuan la terrible espiral maligna para mantenerlos, a ellos en su pedestal. Es lo que Hannah Arendt llama en su libro, Eichmann en Jerusalén, “la banalidad del mal”. La aterradora banalidad del mal.
Los seguidores del maligno no saben lo que están haciendo. Es más, creen que no están haciendo mal alguno. Una mujer (o un hombre, que más da), deslumbrada por el poder, apoyada por un poderoso mediocre que le asegura permanencia en las alturas mientras esas alturas sean reservadas para él, es capaz de cualquier perversidad con tal de no perder su autoridad; esa mujer (u hombre, que mas da) levantará injurias, creará expedientes, dedicará su ocio creativo a escarbar los antecedentes de aquel o aquellos a quien quiere destruir y conseguirá una puerta que le permita hacerlo. Ahora, ¿esa persona sabe que la carrera hacia la destrucción de un igual, de quien podría en otro caso aprender grandes lecciones, tiene consecuencias? La repuesta, en nuestro caso, suele ser no. No lo sabe. La persona obnubilada por detentar poder, logra niveles increíbles de la más despreciable puerilidad. Eso no la salva de su condena, al contrario; eso hace que la sociedad se corrompa cada vez más y lo haga desde el ejemplo fútil de un acto de supremo enconamiento cuyas ramificaciones no han sido medidas. Eso hizo que Eichmann asesinara millones de judíos, que los Yihadistas arrasen con poblados enteros de infieles, que los cederrecos acabaran con la vida de millones de familias cubanas y que, los responsables de mantener los anaqueles de las farmacias llenas de recursos para la salud se roben el dinero destinado a tales fines, dejando a personas como mi amigo José, desamparado contra el dolor físico insoportable. Eso hace también que un jefe recién designado sea capaz de convertir un espacio creativo y hermoso, en un reducto de hostilidades y normas al que se va a demostrar un poder que no tiene más beneficios que el poder por el frívolo ejercicio del poder en sí mismo.
Una vez en Berlín, visitando un campo de concentración, me contaron que en el consultorio médico del campo, un soldado entrenado para tal fin, disparaba a través de un minúsculo hoyo en la pared con precisión exacta para que la bala se alojará en la nuca del judío que, segundos antes, había puesto su desvencijado cuerpo en manos del doctor del campo, justo en el momento en que ese doctor, lo ubicaba contra una pared con la excusa de medir su estatura. Ni el judío, ni el médico, ni el soldado sabían lo que ocurría, el soldado disparaba pues le habían ordenado hacerlo cada vez que el orificio en cuestión se oscureciera. El médico había recibido la orden de medir la estatura del “paciente” tan pronto este entrara al consultorio y el paciente no sabía lo que ocurría pues nadie había regresado del consultorio a contarlo en las barracas. Mientras esta atroz practica sucedía, el consultorio se inundaba con música de los grandes compositores alemanes de principios de siglo dando a todos una sensación de placida armonía. Esa música provenía de una especie de DJ cuyo sitio de trabajo era un pequeño cubículo ubicado a simple vista en las adyacencias de la morgue a la que trasladaban los cadáveres que salían del consultorio minutos después de haber entrado por sus propios pies.
Tal vez sea por eso que, pensando en las medicinas de mi pana y en las humillaciones que reciben quienes son mis amigos tan queridos; a veces, Gustavo Dudamel me parezca condenable.
La maldad, esa cosa horrible que dibuja llamaradas en el infierno, es el motor que mueve este país, desde que un equivocado salió a las calles a predicar exactamente lo opuesto y una buena cantidad de hastiados ciudadanos decidieron creerle el cuento. Desde entonces - pues estoy seguro que nunca antes fue tan patente - hemos ido escalando niveles de maligna perversidad similares a los crueles periodos que pasaron a la historia por haber destacado en depravación. Decir nuevamente que a nadie le importa una vida que vaya más allá de la suya propia (algunas veces, suya propia incluye su entorno más privado) es redundante. Lo que necesitamos decir, para ver si reconociéndolo empezamos a entender que vamos hacia la hecatombe, es que además, cuando se trata de la vida del otro, lo primero que se nos viene a la mente es una forma de reducirlo, hundiéndolo. Lo primero que se nos viene a la mente es como hacer para hacerle daño. La maldad, pues, ha copado todo resquicio de vida en sociedad, aunque existan miles de personas dispuestas a odiarme por decirlo y defenderse sosteniendo que nunca le han hecho daño a nadie; cosa que quizás sea cierta, conscientemente.
Comprender esa maldad globalizada, insidiosa, perversa, desgraciada, que se apodera de nuestras respiraciones, es necesariamente la primera de la tareas que se nos tiene que ocurrir a la hora de continuar con el predicamento de que en algún momento, habremos logrado el cambio; algo que, por cierto, será imposible pues esa crueldad de la que hablo, instilada sabiamente en el ADN del “hombre nuevo” no cambiará por arte de magia ante un eventual cambio de gobierno. No lo hará, pues requiere ser entendida y digerida. Requiere, perdóneseme el anglicismo tan antipático, que los venezolanos “realicemos” que vivimos en medio de la más pavorosa maldad dejándonos cobijar por ella, que comprendamos sus razones y que interioricemos una cosa terriblemente dolorosa: se trata de una maldad excesivamente frívola; por eso es tan despreciable.
Cuando una persona hace mal a sabiendas de lo que está haciendo, cuando defiende su mal comportamiento con argumentos y razones válidas (si es que las hay) cuando se refocila en su maldad porque sabe cabalmente las consecuencias que sus actos traen a la humanidad, esa persona se convierte en un desgraciado admirable. No es inocente, no es de ningún modo justificable; pero, al menos a su favor, juega el hecho de que lo estaba haciendo a despecho de cualquier circunstancia. Esos hombres, gracias al universo, se repiten muy pocas veces en el transcurso de una vida. Hitler, por mencionar al que posiblemente sea el peor de todos, existió una vez y punto; esa existencia fue suficiente para causar el daño más grande que se ha causado a la humanidad. Osama Bin Laden, por ejemplo, no logra ser emulado por ninguno de sus lugartenientes, aunque estos lo superen en degeneración; la lista, posiblemente mucho más larga de lo deseable, incluye reyezuelos y tiranuelos que aun cuando no llegaron al nivel de los monstruos mencionados, sabían que estaban acabando con una porción de la población incómoda para sus planes de detentar poder a cualquier precio y emprendieron su malignidad sin sonrojo, inculcándola en sus seguidores embrutecidos quienes sin enterarse nunca de lo que están causando continuan la terrible espiral maligna para mantenerlos, a ellos en su pedestal. Es lo que Hannah Arendt llama en su libro, Eichmann en Jerusalén, “la banalidad del mal”. La aterradora banalidad del mal.
Los seguidores del maligno no saben lo que están haciendo. Es más, creen que no están haciendo mal alguno. Una mujer (o un hombre, que más da), deslumbrada por el poder, apoyada por un poderoso mediocre que le asegura permanencia en las alturas mientras esas alturas sean reservadas para él, es capaz de cualquier perversidad con tal de no perder su autoridad; esa mujer (u hombre, que mas da) levantará injurias, creará expedientes, dedicará su ocio creativo a escarbar los antecedentes de aquel o aquellos a quien quiere destruir y conseguirá una puerta que le permita hacerlo. Ahora, ¿esa persona sabe que la carrera hacia la destrucción de un igual, de quien podría en otro caso aprender grandes lecciones, tiene consecuencias? La repuesta, en nuestro caso, suele ser no. No lo sabe. La persona obnubilada por detentar poder, logra niveles increíbles de la más despreciable puerilidad. Eso no la salva de su condena, al contrario; eso hace que la sociedad se corrompa cada vez más y lo haga desde el ejemplo fútil de un acto de supremo enconamiento cuyas ramificaciones no han sido medidas. Eso hizo que Eichmann asesinara millones de judíos, que los Yihadistas arrasen con poblados enteros de infieles, que los cederrecos acabaran con la vida de millones de familias cubanas y que, los responsables de mantener los anaqueles de las farmacias llenas de recursos para la salud se roben el dinero destinado a tales fines, dejando a personas como mi amigo José, desamparado contra el dolor físico insoportable. Eso hace también que un jefe recién designado sea capaz de convertir un espacio creativo y hermoso, en un reducto de hostilidades y normas al que se va a demostrar un poder que no tiene más beneficios que el poder por el frívolo ejercicio del poder en sí mismo.
Una vez en Berlín, visitando un campo de concentración, me contaron que en el consultorio médico del campo, un soldado entrenado para tal fin, disparaba a través de un minúsculo hoyo en la pared con precisión exacta para que la bala se alojará en la nuca del judío que, segundos antes, había puesto su desvencijado cuerpo en manos del doctor del campo, justo en el momento en que ese doctor, lo ubicaba contra una pared con la excusa de medir su estatura. Ni el judío, ni el médico, ni el soldado sabían lo que ocurría, el soldado disparaba pues le habían ordenado hacerlo cada vez que el orificio en cuestión se oscureciera. El médico había recibido la orden de medir la estatura del “paciente” tan pronto este entrara al consultorio y el paciente no sabía lo que ocurría pues nadie había regresado del consultorio a contarlo en las barracas. Mientras esta atroz practica sucedía, el consultorio se inundaba con música de los grandes compositores alemanes de principios de siglo dando a todos una sensación de placida armonía. Esa música provenía de una especie de DJ cuyo sitio de trabajo era un pequeño cubículo ubicado a simple vista en las adyacencias de la morgue a la que trasladaban los cadáveres que salían del consultorio minutos después de haber entrado por sus propios pies.
Tal vez sea por eso que, pensando en las medicinas de mi pana y en las humillaciones que reciben quienes son mis amigos tan queridos; a veces, Gustavo Dudamel me parezca condenable.
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