
Recuerdo muchas cosas de ese año escolar transcurrido junto a Sarita. Recuerdo, sobre todo, nuestra crueldad. Recuerdo también las vergüenzas que sus hermanos “normales” intentaban ocultar a toda costa y que hoy deben ser parte de sus recuerdos más tristes. Sarita era inmanejable. Bien porque decidiera que no era día de clases y se dedicara a sabotear olímpicamente cualquier intento, por pequeño que fuera, de eso que hoy llaman educación formal, o bien por que resolvía hacer gala de su fuerza alborotada: Sarita brincaba, Sarita reía, Sarita cantaba, Sarita peleaba, volvía a pelear y peleaba de nuevo. Sarita lloraba. Sarita gritaba sin control y sus compañeros – nosotros - éramos, tanto el coro de sus impulsos, como su severos críticos y agresores. En nuestro mundo de niños “que funcionaban” Sarita era, por mucho, la muñeca rota. Me apena decirlo, pero Sarita fue el blanco de todas las maldades, todas las burlas y todos los hartazgos de un grupo de niños a quienes, algunas veces, la fuerza incontrolable de Sarita ponía fuera de quicio.
Tal vez tengamos la disculpa de la ignorancia. Aunque a algunos nos lo explicaron en casa, ningún maestro hizo nunca nada para que durante todo el año escolar, Sarita dejara de ser el bicho raro; quizás por eso, cuando regresamos al año siguiente, Sarita no estaba. Su familia, después de una lucha indescriptible había logrado una escuela especial para niños excepcionales y su alumna estrella era Sarita. Nunca más supe de ella.
Hace poco conseguí a uno de sus hermanos. Hablamos de Sarita por largo rato. Está bien. Es una adulta con necesidades especiales que ha sobrevivido a todos los pronósticos. Recibe atención familiar y tiene el mismo carácter indómito que conocí en su infancia. Por suerte para ella, su familia entendió hace rato que su “diversidad funcional” la hace poco probable candidata a compartir el mundo hostil y cruel de los normales. Que protegerla no significa necesariamente execrarla, sino exponerla suavemente a ambientes donde sea amada y respetada por gente que esté dispuesta a aceptarla. Es decir, por gente que esté preparada para entender ese otro mundo, no por cualquiera que crea que el tema se resuelve con nombres políticamente correctos y un corral donde quepan todos “porque la integración es necesaria”. Sarita, por suerte, está a salvo.
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