Ramiro es un amigo de Lucia. Nadie (del circulo cercano a Lucia) sabe bien de donde salió, pero eso en La Habana importa poco. Debe tener treinta y pocos años y trabaja, oficialmente, como supervisor de restaurantes. En realidad, se gana la vida de tantas maneras como en La Habana se puede, pues es guapo con avaricia y bastante desprejuiciado.
Hace muchos años, uno de los hijos de Lucia, deportista de meritos internacionales, recibió un automóvil como premio por alguna de sus hazañas. Un auto ruso de esos que ya casi no se ven sino en las chiveras más recónditas de nuestra Caracas. El auto sigue fiel a Lucia, pero ella lo usa muy poco. Prefiere caminar a los pocos sitios que debe ir, pues en general sale muy poco de su casa. Lucia prefiere estar siempre atareada en primores de azúcar y pastillaje. Ese auto ruso es la salvación de Lucia (y de Ramiro, por cierto)
Lucia tiene asignada una autorización para adquirir cierto número de galones de gasolina a la semana que, se supone, cubren sus necesidades de movilización. Todos los lunes, Lucia va a la gasolinera, llena completamente el tanque y regresa a su casa, después de haber cumplido con la ley. Guarda el auto en el garaje, cerrado y ajeno a la vista de curiosos y se dedica escrupulosamente a sacar del tanque casi toda la gasolina que ha cargado minutos antes. Sin derramar ni una gota, la guarda celosamente en unos bidones que uno de sus hijos le llevo en una “sospechosa visita” y sigue con su trabajo de repostera.
En la noche, con puntualidad inglesa, Ramiro sube la escalera de la casa de Lucia alrededor de las once. Lleva consigo una maleta cuyo contenido siempre despierta las celebres malas lenguas del vecindario. Se saludan correctamente, comentan alguna de las incidencias de la semana y hacen alguna conversación. Pasados unos minutos, Ramiro y Lucia bajan al garaje. Ramiro abre los pesados portones haciendo el menor ruido posible y acerca su propio automóvil (un auto japonés con menos de 10 años, obtenido no-se-sabe-como) y esconde en él los bidones de gasolina. Antes, Lucia ha guardado en el closet de su habitación, el azúcar que Ramiro le ha traido en la maleta.
Terminado el trueque, se despiden, no sin que Lucia invite al visitante con un pedazo de “cake” y sin que los ojos curiosos del vecindario, alboroten las mirillas de todas las celosías. Ramiro se marcha con gasolina suficiente para burlar las pocas horas de consumo que le autoriza su propia tarjeta. Lucia se queda con suficiente azúcar para no preocuparse por los encargos de la semana. Es “la lucha” en su versión más sofisticada.
Esta mañana, Lucia se me metió en mis nostalgias: Logré comprar 4 kilos de azúcar, a 14 Bs cada uno, metidos dentro de una bolsa negra, ocultos, como si de alguna droga maligna se tratara.
Acabo de abrir y de registrarme en tu blog por primera vez, y para inaugurarlo escogí leer el primer post que tenias bajo la etiqueta Habana: que bien escribes Juan Carlos! Mil felicitaciones!
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