miércoles, 27 de noviembre de 2013

A La Habana llega un barco cargado de...

Tuve que atravesar, en taxi pagado a precio de limousine, toda la ciudad de La Habana. Tuve que soportar el calor de un mediodía habanero con todo su sol decembrino y algunas otras cosas que, desde hacía una semana, estaban removiéndome la vida. Pero, no tenía razón alguna para decirle que no a la invitación a almorzar de Elisa, una cubana de tronío que vino en algún momento a hacer un trabajo en la Venezuela de aquellos tiempos y desde entonces, mantiene conmigo, gracias a la insuperable simpatía que nadie ha logrado robarle a los cubanos, una relación parecidísima a amistad de toda la vida.
Cuando finalmente llegué a su casa - construida de cualquier modo en el pedazo de porche que pudo robarle a la casa de sus padres - donde vive con sus dos hijos, el yerno y el primer nieto que le alegra la vida; la precariedad de recursos (prefiero ahorrarme la descripción de la “cocina” de una hornilla donde preparó el almuerzo tan sabroso) contrastaba enormemente con el despropósito de una reluciente nevera blanca que atrapaba todas las miradas de quien estuviera allí, aunque hablara de la lluvia y el mal tiempo. Elisa me conoce lo suficiente como para no sorprenderse - ni irritarse - cuando pasados los primeros 20 minutos de la visita, le caí a preguntas sobre la nevera imposible. Entonces, muy a pesar suyo y de los que escuchaban mi desconcierto, quien casi se atraganta con la sorpresa fue este curioso de oficio: la “neverota” había llegado recientemente de Venezuela. Resulta que el yerno de mi anfitriona había optado por anotarse en una misión internacional. Dicho del único modo que entendemos los venezolanos: el yerno de mi anfitriona es parte de los cubanos que tienen la patria acoquinada; lo es y en gran escala: su misión pertenece al área comunicacional del gobierno del que en ese entonces estaba vivo. Como premio, Rómulo tiene la posibilidad de llevar, en cada vuelta al hogar, cualquier cosa que le de la gana, para repletar una casa minúscula en la que ni los teteros o los juguetes del niño tienen un espacio que compartir con los tesoros que en cada viaje arriban de Venezuela, muchos de los cuales son compromisos, colocados a plazos, entre los necesitados vecinos de cuadra.
Entonces, ese día me enteré (han pasado tres años) que entre los beneficios ofrecidos por el gobierno del hoy difunto, para llenar Venezuela de cubanos a los que, todavía, estamos buscando algo para agradecerles, (liberando a los padres del difunto de la pesada carga que significa mal mantenerlos desocupados en el malecón) un cupo casi ilimitado de electrodomésticos, con licencia de entrada libre y poquísimas restricciones para convertirse en objeto de lucha, ocupa el lugar del cesta ticket criollo.
El recuerdo de ese día se hizo agradecida experiencia el momento en que empecé a recibir, vía redes sociales, las fotografías de cubanos saliendo por el aeropuerto de Maiquetía cargados de aparatos que, probablemente, son parte del botín repartido por el heredero pues, sencillamente, a ellos no les hace falta saqueo alguno ni para obtenerlo, ni para llevarlo a la isla. Si a alguien le queda alguna duda, permítanme echar mano de mi experiencia para contar una de las pocas cosas que funciona con exactitud en las acciones del desgobierno: Entre Maiquetía y La Habana, no es que exista un puente aéreo, lo que existe es un autobús de San Ruperto que va por los aires. Los cubanos que regresan a su isla después de algunos meses de servicios en la “nación hermana” son rigurosamente alojados en una barraca que nadie conoce (esas cosas de las que no se hablan) ubicada muy cerca (un cubano me dijo una vez que dentro) del aeropuerto de Maiquetía. De allí no pueden salir, sino a abordar el avión que los llevará de vuelta a casa y a ella no llevan sino el equipaje mínimo indispensable, que en su caso, consiste casi siempre en un bolso de vinilo en el que han echado un par de prendas de vestir. Todo lo demás, es decir, las incontables chucherías que han adquirido en tiendas de baratillo (ergo TRAKI) y los electrodomésticos a los que tienen opción prioritaria, se despachan en el mejor estilo de equipaje pre chequeado y abarrota cualquier vuelo comercial de Cubana de Aviación, en esa ruta. Ese avión de misioneros, al llegar a la Habana, descarga el cuantioso equipaje (toda Venezuela es puerto libre para los “servidores de la revolución bolivariana”) y lo distribuye entre sus propietarios en una sala especial del Aeropuerto José Martí, a la que no accede la aduana, a menos que tenga intereses pre concertados.
Más o menos sucede lo mismo “de allá para acá”: los pasajeros de los vuelos que salen de la Habana con destino a Maiquetía, lo hacen desde un aeropuerto especial, distinto al muy amplio, cómodo  y antiguo terminal José Martí, en el que las guayaberas de hilo (compradas a precio de oro) se enredan con cajas de Cohíba y botellas de Havana Club, que de todos modos pueden comprarse en Caracas, a mejor precio. Nadie revisa maletas, nadie le pone pegas al abordaje a menos que usted cometa la indiscreción de querer salir de allá con CUC`s sobrantes, sin darle lo que le toca al agente de aduanas.
Por eso, la alarma que han producido las fotos de marras, me parece atrasadísima. No se trata de descubrir que finalmente “nuestros hermanos cubanos” han decidido saquear el país que los mantiene. No, ni mucho menos. Se trata, más bien, del ejercicio equivocado de una prebenda a la que creen tener derecho, por tener 15 años defendiendo una revolución que en su propio patio no ha servido sino para llenarlos de hambre y malas mañas. En realidad, una nevera más, una nevera menos, de Maiquetía a las calles de La Habana, es lo que menos importa. Se los aseguro.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Esto no es juego

Tengo una nueva mala costumbre: todos los días al abrir los ojos, antes de levantarme de la cama e incluso, antes de darme cuenta plenamente del comienzo de un nuevo día, agarro mi teléfono y reviso Twitter. Usualmente leo los primeros 60 o 70 “mensajes” y con ello, me doy por enterado del estado de las cosas, en esto-que-nos-está-pasando.  Ayer hice el firme juramento – no es nuevo, solo que creo el de ayer fue más firme – de intentar romper con ese habito malsano, del mismo modo como un día me arranqué el cigarrillo de mis manos, (cosa que considero la mayor proeza de tipo personal que he logrado en los años que me quedan por vivir) pues, si no lo hago, un día alguien culpará a Twitter de mi muerte y tampoco los que inventaron el pajarito, tienen culpa de que seamos tan obstinados (y a veces tan brutos).
¿Por qué el juramento de ayer fue más firme que el de otros días? Quizás eso solo me interesa a mí,  pero voy a contarlo: ayer, el amanecer estuvo plagado de desalentadores zarpazos y,  por más que intenté superar la cuesta aciaga de las malas noticias, me fui a dormir (en la alta madrugada) convencido de que esto-que-nos-está-pasando no es juego. Para nada. Entonces, sentí que una gripe irremediable me mandaría a la cama a, sencillamente, esperar la muerte y,  la verdad, no es para tanto. Es decir, si es, pero tampoco se trata de entregarle la vida a los rojos. Ni más faltaba. Yo ya estuve suficientemente enfermo una vez por enfrentarme, sin herramientas, al daño que hacen las tropelías de ellos y conozco el sentimiento. Yo no puedo permitir que suceda de nuevo. Aun cuando lo de ayer fue una más de las muchas gotas que han colmado el vaso.
¿Qué pasó ayer? Nada que no haya sucedido antes: el régimen sacó sus garras, con un poco mas de saña - si es que eso es posible - para demostrarnos, sin que nos quede el menor espacio para la duda que, ellos, para mantenerse en el poder, están dispuestos a arrasar con todo lo bueno, lo malo y lo feo que no se parezca a lo que ellos han pensado es el poder: Secuestros legales, quiebras de empresas, amenazas, cinismo, militarcitos alzados y mucho más, estuvo todo el día rodando por lo que queda de un país que, lamentablemente, se parece más a 140 caracteres escritos de cualquier forma, que a 912 050 Kms. cuadrados de decencia. Entonces me abatió la sensación de que el horror está ganando la partida y, eso,  es una certeza que duele porque es compartida, aunque se sostenga en los hilos de optimismo que algunos se atreven a continuar moviendo. Ayer, mientras el país se desangraba un poquito más, quienes no estamos de acuerdo con esto, tuvimos la oportunidad de salir a gritarles que nos dejen seguir viviendo en algún tipo de paz y una gran mayoría tuvo excusas para no hacerlo. Algunos, incluso, estaban haciendo cola en alguna tienda de electrodomésticos para ver si pueden comprar un televisor -  que no les hace falta -  a precio de gallina flaca; mientras en su despensa hace rato que no hay leche ni mantequilla, urgencias ahora convertidas en necesidades de tercera mano.
Un amigo muy querido, resteado  defensor a ultranza de la cosa “venezolana” y del sentido de pertenencia, que suele autodefinirse como “más venezolano que la Plaza Bolívar” se me acercó afectuoso en la paupérrima marcha de los auto convocados (o lo que sea que sea). En la conversación me reveló haber abierto “operaciones” para salir del país con toda su familia, en algún momento de los próximos seis meses y no es el único. Otros conocidos o amigos con quienes hablé en algún momento del día, tuvieron cualquier buena excusa para no ser parte de la protesta, aunque viven horrorizados por todo. Alguien más me dijo que está cansado de “marchas inútiles” y que volverá a la calle cuando la orden (¿de quién?, nunca se supo) sea permanecer hasta el fin sin regresar a la casa (acampada mortal, lo llamo yo) y uno más, escribió en Twiter que lo bueno de esto-que-nos-esta-pasando es que nos hemos dado cuenta que cualquier cosa, incluso Barranquilla (con el perdón de los señores Barranquilleros)  es mejor que esto.
Entonces, se me instaló el pensamiento de que hasta razón tienen. Que lo que sucede es que, de nuevo, parece que en este juego - que no es juego - van ganando ellos: a costa de nuestras libertades, de nuestra salud y de nuestra codicia sin límites. A costa viva de nuestro silencio asustado y nuestras pocas ganas de pensar en el otro. A costa del nosotros de nosotros mismos. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

Ah malaya...una adafina!!

La primera vez en mi vida que comí Adafina, lo hice por meras ganas de comer algo nuevo. Un día cualquiera, Isaac Chocrón, que por esos años decidía una buena parte de las cosas que yo hacia fuera y dentro de la oficina, me anunció que el domingo siguiente tenía que acompañarlo a casa de su prima, Alegría Benguigui para una adafina en familia. Había conocido a Alegría, a quien llegué a tenerle mucho afecto, porque era la señora que vendía telas de lujo en Selecta Telas, uno de los grandes proveedores de la Compañía Nacional. La recuerdo porque era una mujer vivaz, ocurrente y muy jewish mamma que, para colmo de mis alegrías,  vivía (o vive, pues no he vuelto a saber de ella) en uno de esos edificios históricos situado en una de las calles transversales que dan al Boulevard de Sabana Grande lo cual ha tenido, desde siempre, la magia de todo lo muy deseado.
El domingo, entonces, llegamos puntuales a una invitación en la que, extasiado, presencié rituales desempeñados con la naturalidad de quien lleva siglos en eso.  Algo así como lo que debían pensar aquellos que llegaban a mi casa y me escuchaban pedirle la bendición a mi mamá. Fortunato, el marido de Alegría llevaba Kippah; por lo tanto, Isaac sacó uno de su bolso y se lo puso en la cabeza, mientras yo me pasaba de entrépito pidiendo uno para mí, que el mismo Fortunato se ocupó de ajustarme entre risas y amenazas de convertirme. Fue una ocasión memorable, básicamente, porque sentados a la amplia mesa del pequeño apartamento de Alegría, descubrí no solo un plato exquisito, sino una manera increíble de vivir alrededor de una mesa: la manera judía; más bien, la manera sefardita de celebrar la vida en torno a una sopa deliciosa que, para mí, tiene más que ver con el puchero canario que con el cocido madrileño, pero eso probablemente se debe a que el Puchero Canario me pertenece mucho más pues se parece al amor, tanto como la adafina se parece a la familia.
Es una sopa, sabrosísima, que se cocina a fuego lentísimo por espacio de doce horas, las mismas durante los cuales, los judíos de Marruecos han estado observando el Sabbath (día de descanso de la religión judía, durante el cual no se debe trabajar, ni encender artefactos eléctricos o cocinas) que contiene chorizos, papas, garbanzos, cerdo, un pastel de carne especiado y algunas hierbas aromáticas, entre otras muchas cosas.  Es una sopa que se come por partes y es el secreto sobre el que reposa la fortaleza de un pueblo que seguramente estaría, de no tenerla, diezmado. Ese secreto, con toda su carga de historia lo encontró Edwin Erminy al crear su excelente espectáculo teatral, RONDÓ ADAFINA que se `está presentado en la Capilla de la Escuela de Enfermería de la UCV, en Sebucán, hasta los primeros días de diciembre.
Así como aquel lejano mediodía en la casa de Alegría Benguigui, este viernes pasado en el estupendo espacio de Sebucán, me reencontré con cosas tan valiosas como  amistades “de cuando éramos chiquitos”;  actores que no han renunciado, de ningún modo, al saber decir los requiebros de un texto emocionalmente comprometido y una música, que se ha ido quedando en mi memoria, para recordarme que aquello de “polvo eres y en polvo te convertirás” tiene mucho que ver con los remotos orígenes de un gentilicio que lleva más de 500 años tratando de mantener viva la fuerza de Moisés en un desierto tan estéril y tan nuestro como Coro, la ciudad con más historia y menos cosas que agradecer de este país de locos.
Hay obras de teatro que son buenas porque, fundamentalmente, están bien hechas. Hay otras que son buenas porque pueden cerrarse los ojos y escuchar la belleza de sus palabras. Hay otras que lo son,  porque solo pueden percibirse con la emoción nostálgica de tiempos buenos. Esas son las que voy prefiriendo; las prefiero porque en casos como este,  escuchar a Gladys Secco repetir los dichos de Alegría y hacerlos suyos, o a Pancho Salazar cantar el Kadish con resonancia de Sinagoga y verlo todo alrededor de una gran mesa que igual es barco, como hogar, como pedazo de tierra prometida, mientras nos paseamos por todo lo que somos, y hemos sido, desde que un accidentado marino genovés llegó a estas tierras para enredarnos las costumbres,  es una dicha en mayúsculas.
Además, y también vale, porque creo muy improbable que algún día me siente de nuevo en la mesa sefardita de esa gente buena que una vez me adoptó sin preguntas y es aún más improbable que Mery Taurel me llame para dejarme probar su adafina (tenida por la mejor de este mundo). Por todo eso;  por lo que dice pero quizás más por lo que calla, es que Rondó Adafina es un espectáculo sin desperdicios, sin errores; de una producción impecable, dirigido con artes de filigrana y dicho con maestría de buen teatro en el que se recuerdan tonos y maneras de actuar que ahora parecen “no estilarse”. (Es memorable todo lo que Carolina Leandro dice con solo un gesto de su cara o el tour de force al que Oswaldo Maccio se obliga, sometido por Hahim Benatar y el magnífico desdoblamiento de un actor – Pastor Oviedo - en todos los personajes que hacen falta para redondear el cuento de amor que Rebeca se niega a dejar inconcluso en la piel – insuperable -  de Mónica Quintero). Un musical nostálgico y hermoso, con la fuerza de unas voces nacidas para el deleite (inolvidable Vera Linares) en donde los sonidos se incorporan, sin estorbo, a la escena de una historia tejida con el ADN de las cosas que se cuentan sin dificultad porque son ciertas.
Rondó Adafina, una de esas cosas tan raras en la Caracas de hoy, como una olla de adafina para quien sólo busca la belleza...

jueves, 14 de noviembre de 2013

Elvira, la que no le gusta esto….

Conocí a Elvira hace mil años. Nunca hemos sido realmente amigos, aunque tampoco somos adversarios u otra  cosa. Ella vive su vida como puede y yo la mía, como puedo. Si nos vemos, nos saludamos con esa manera correcta de saludarse que tienen dos personas que se conocen “de toda la vida” y si el tiempo y las prisas lo permiten, hasta montamos animadas conversas. Ayer la vi. Quiso, el tiempo y las prisas, que fuera día para animada conversa (pensándolo bien, mejor habría sido que no) Pues bien, para empezar la conseguí físicamente muy cambiada: un nuevo color de cabello, algunos kilos de menos, una manera distinta de vestir y juraría, por puras ganas de elucubrar, que algunos retoques “estéticos” tienen a Elvira de lo más buenamoza. Su exultante alegría, parece que también.
Elvira, según alcanzó a contarme, compró un apartamento hace relativamente poco con el producto de una herencia que recibió de manera inesperada. Fue un golpe de suerte porque andaba en procesos de divorcio y pleitos de esos de “usted se queda con esto y yo con aquello y usted verá que hace con los muchachos” así que hacerse con el apartaco, significó una tranquilidad que ella agradece a todos los santos. Finalizado el tema del divorcio y prestos los baúles para emprender vida en solitario (sus dos hijos veinteañeros aprovecharon el zaperoco para poner océanos de por medio y les va divinamente) Elvira anda en proceso de “acomodar” su garçonnière de soltera; esos, precisamente, eran los detalles por los que andaba la conversa,  cuando decidió anunciarme – felicísima -  que “de no haber sido por todo lo que el gobierno anda haciendo para tumbar los precios, yo jamás habría podido, por ejemplo, terminar la cocina…has debido verme, haciendo cola desde la madrugada para comprar todos los aparatos de la cocina, con la misma plata con la que habría comprado solo la lavadora;  yo creo que ahora si es verdad…este hombre se puso las pilas y está trabajando para empezar a enderezar las cosas…”
Creo que la expresión de mi rostro habló por mi o no sé. Elvira se detuvo en sus alabanzas para decirme casi apenada que de todos modos, “yo Chavista, tu sabes que nunca he sido” (mentira podrida, se de buena fuente que necesitó unas cuantas elecciones para convencerse de votar por el candidato que adversaba al hoy difunto) pero al Cesar lo que es del Cesar” y me batió su lacia cabellera cobriza. Entonces se me ocurrió un recurso que cualquier persona, relativamente inteligente, podría usar para desenmascarar la mala praxis. Le dije que el problema de esta bajada de precios, es que dejaba a las tiendas sin posibilidad de reponer inventarios, por ejemplo, y que seguramente algunas cerrarían y dejarían mucha gente sin empleo y que, finalmente, si el tema de bajar precios tenía que venir junto a saqueos y todas esas cosas que hemos sabido han pasado en varias tiendas, la verdad yo prefería no saber de eso.
Elvira puso cara de circunstancias y abrió su bocaza pintada de rojo pasión: “aquí no ha habido saqueos Juan Carlos, toda la gente que hemos visto en las puertas de las tiendas, ha pagado por sus compras, lo que pasa es que es igualito a cuando hay esas rebajas fabulosas en los moles de Miami, como nosotros los venezolanos somos así, locotes y desordenados, todo el mundo quiere entrar de primero y se arman los empujones y los tumultos; pero, no te creas el cuento ese de los saqueos y además, mijito, estaban especulando, todo ese poco de turcos lo que querían era volverse millonarios a costa de uno…yo si estoy feliz, y lo de que no van a poder reponer inventarios eso no es verdad, esa gente tiene galpones llenos de mercancía, tú crees que van a quedar sin vender en Diciembre…no mijito…si es que aquí es como una tradición gastarse las utilidades comprando corotos para la casa…no les creas a los que dicen que la cosa se va a poner fea, y si cierran tiendas, que las cierren y si se queda gente desempleada, chévere, porque con esa platica que les van a dar y con la experiencia que tienen en ventas, hasta montan su negocito…..yo creo que ahora si es verdad que las vainas empiezan a mejorar, espera que le caigan a los teléfonos celulares, todos vamos a poder comprar un Samsung…ya verás!”
Con el ultimo hilo de voz, atiné a preguntarle por el futuro (creo que dije algo como libre empresa y competitividad y esas palabrotas de domingo; pero, entre oírla y evitar el ACV no puedo estar tan seguro)
“¿El futuro? mi amor…el futuro viene a precios justos…deja de preocuparte por esa vaina panita mío…así como pudieron meterse con los especuladores y ponerles un parao, así van a poder con todo lo que le joda a uno la vida de ahora en adelante, es que no tienes sino que verlo, todo está baratísimo…y no vayas a creer que es que a mí me gusta esto…pero…”
La escuché sin ganas de replicarle nada, me despedí apresurado - para evitar la desazón de la mala hora -  y me fui andando. En la cabeza se me instaló la esquizoide certeza de que, entender, lo que se dice entender, yo, desde hace años, no entiendo nada y que, además, por las muchas Elviras a las que no les gusta esto y andan sueltas por ahí, el futuro…está muy mal, muchas gracias.

martes, 5 de noviembre de 2013

El "mejor" país del mundo

Daniela es la hija de 19 años de uno de mis mejores amigos, le gusta la moda, no le gusta estudiar, pero, sabe que le toca hacerlo y adora la rumba. Si por ella fuera, convertiría el arte de rumbear en un modus vivendi y sería millonaria. En realidad Daniela es como cualquier muchacha de su edad, pero con un papá que la consiente demasiado, porque tiene con qué hacerlo.  Hace poco Daniela se fue a vivir a Barquisimeto pues allá hay una universidad en la que es posible que consiga un cupo, después de haber luchado a brazo partido con las iniquidades de la ULA.  Le bastaron horas para convertirse en la muchacha más popular de Barquisimeto. La invitada “by choice” de cuanto guateque inventan los universitarios que la persiguen. 
El viernes en la noche, el papá de Daniela me llamó para invitarme a comer. En homenaje a esa amistad que peina canas, nuestra  cena se convirtió en la  conversación insomne y amena que ya es costumbre. A las 3 y  media de la madrugada, sonó su teléfono. En la pantalla ambos vimos un número desconocido y a los dos, el corazón se nos detuvo por un instante.  Los latidos se reiniciaron, cuando escuchamos la voz calmada de Daniela buscando consuelo en su padre: ella, su novio del momento y 4 amigos más, acababan de ser víctimas de un secuestro exprés cometido al salir de una discoteca en Barquisimeto. Entrompados por 6 malandros armados  “con unas pistolas enormes papá…” los dos automóviles en que viajaban Daniela y sus amigos, fueron obligados a dar vueltas por toda la ciudad, hasta que un par de policías que patrullaban un centro comercial lograron, por pura suerte de quien no le toca, detener a los delincuentes en una operación más o menos limpia, en la que - por gracia de Dios - a nadie le dio tiempo de disparar un tiro. De todos modos Daniela perdió el teléfono, los documentos, las tarjetas, las prendas que llevaba – bisutería barata – y la tranquilidad. No perdió las ganas de rumba, porque eso no se pierde cuando se tienen 19 años.
Su padre y yo (a quien ella llama tío) tuvimos la necesidad de un whisky doble cuando la niña colgó el teléfono. Pero, le dimos gracias a Dios de saberla viva, en manos de ángeles que la protegen. Nos fuimos a dormir asustados, con ganas de salir corriendo a buscarla y protegerla, frustrados de saber que eso, en esta emboscada que llamamos país, no es posible.
El sábado desperté con el susto en el cuerpo y recordé que tenía que salir a “hacer mercado”. Después de almorzar, revise la despensa y salí decidido a comprar algunas cosas básicas para enfrentar la semana pues, me niego a hacer filas de damnificado, cambiando mi dieta de semana a semana, de acuerdo a lo que haya aparecido en los supermercados que, me niego también, a recorrer con la desesperación de mis paisanos. Sorteando largas filas, apretujamientos y el pésimo humor de quienes como yo, salieron a mercar con metas un poco más urgentes (un pote de leche que no existe le amarga el sábado a cualquier padre) terminé haciendo una compra pavorosamente alta (en unos bolívares que no sirven para nada) de chucherías que realmente no son alimentos. Monté las bolsas al auto para hacerme la idea de tener la despensa llena de nada y me fui a la carnicería de toda la vida. Por suerte allí el desabastecimiento no es tan grave, aunque los precios son muy altos, como en todas partes. Mientras ordenaba la carne para la semana, el carnicero me ofreció aceite (MAZEITE, lo crean o no) que me apresuré a aceptar porque me da miedo llegar a diciembre y no poder hacer hallacas por no tener aceite de verdad para ello (yo no hago hallacas con aceite de soya ni por todo el oro del mundo, el buen nombre de mis hallacas no se lo va a tirar el desgobierno) Junto con el aceite, terminé comprando leche, Harina PAN, Papel higiénico, crema dental y jabón (Palmolive que me parece horrible, pero peor es ,en mi piel, el jabón azul) Fue la primera vez que me arriesgué con tal seriedad al mercado negro, y aunque me gasté un dineral que no me sobra, armé despensa para varios días. Pensé que ese, el de comprar subrepticiamente productos que deben llegar  a la maleta del auto en bolsas negras, es un placer nuevo, digno de eso que llaman la revolución.
Entonces me fui a visitar a una amiga que hace un par de años “emprendió”  un negocio de dulces de frutas. Realmente destaca, en medio del gentío que hace dulces en Merida, porque su producto es delicioso. Fui con la intención de traerme un par de frascos de Dulce de Higo (mi perdición) y en el proceso de compra montamos té y conversa. Zulay acaba de participar con sus productos en FITVEN, es más, Zulay tuvo la “suerte” de darle a probar sus postres al mismísimo Ministro Izarra,  momento que aprovechó para decirle que tenía una gran cantidad de proposiciones para empezar a exportar su producto; pero, el tema de las divisas le tenía esa posibilidad cerrada. Zulay todavía tiene la respuesta de Izarra grabada en la mente: “Exportar no es la alternativa de crecimiento para ustedes, hagan sus dulcitos para venderlos aquí, a la gente de Mérida, cuando mucho a Los Andes, pero eso de exportar no es la solución que usted busca…olvídese de exportar”. La escuché con la misma estupefacción que me asalta cada vez que  les oigo hablar de economía, el gran sinsentido de la patria nueva.
Salí de visitar a Zulay y, camino a  casa, paré un momento en el laboratorio de una compañera de estudios a quien había prometido llevarle unos libros. Al entrar, la encontré llorando desconsolada: 10 minutos después de abrir las puertas de su pequeño local (ubicado en un centro profesional privado), mientras buscaba algunas cosas detrás de la recepción, alguien entró sin ser visto y se robó las dos laptops con las que lleva adelante el negocio. Reponerlas puede llegar a costarle 80 o 90 mil bolívares (de esos que no sirven para nada, pero cuesta horrores ganarlos) La consolé como pude, sabiendo que esa violación flagrante al sustento de Laura y su familia, no se repara con palabras, porque las palabras decentes dejaron de existir en esta equivocación de la historia que algunos llaman país.
Me fui a casa. Sin más. Dispuesto a encerrarme sin salir ni a la puerta aunque con eso no consiga nada. En mi edificio no había agua. Justo en ese momento un timbre anunciaba la llegada de un mensaje telefónico que hablaba de las bondades de este, "el  mejor país del mundo…"
No se imaginan la mentada de madre que salió de mis labios en ese preciso instante.

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