Se le conoce también como Asia Menor y es un pedazo de mundo
lleno de importancia histórica, fue reducto militar durante varios siglos y
cruzadas, así como la tierra que definió la rara composición de Turquía como
país, metido casi a la fuerza, entre dos continentes; el Bósforo monumental la
separa de Europa y el estrecho de los Dardanelos la acerca a Asia. Es Anatolia,
un nombre que se usa muy poco para nombrar la península que se convirtió en el núcleo
central de la nueva República de Turquía, la que Kemal Atatürk fundó en 1923.
Es también, para muchos, el sitio de sus orígenes: como para Osman Kalin, un
turco que nació en sus predios a finales de la década 20 del siglo XX. Un
hombre de campo, sin mayores esperanzas, absorbido por la inestabilidad político
militar - que no es cosa nueva ni en su tierra ni en ninguna otra – forzado a emigrar
a Alemania, en algún momento cercano a 1947, cuando los destrozos de la guerra
clamaban a gritos por ayuda y el recién instaurado nuevo gobierno alemán abrió sus
fronteras a los turcos buscando mano de obra barata. Osman, como cientos de otros, se instaló en Kreuzberg, el “pequeño Estambul” de Berlín
(hoy su barrio más alternativo y pintoresco) y comenzó a vivir de lo que buenamente
producían sus fuertes manos o su habilidad para la construcción; pero, nunca
olvidó su necesidad de trabajar la tierra. Para Osman y su familia la vida iba
bien. Para Alemania, no tanto.
En 1961, sin que ninguno de ellos pudiera entenderlo, el
barrio de Kreuzberg se vio separado
de su entorno habitual por un muro de concreto que no se podía atravesar. La
vida de los alemanes quedo físicamente dividida en dos porciones concebidas en
su momento como irreconciliables. Osman, todos los días se acercaba tanto como
se lo permitían y veía el muro. Escudriñaba sus rincones y sentía inútil su
existencia. Desde su casa, buscando quizás una explicación, alcanzó a divisar
un cercano pedazo de tierra yerma, que parecía una equivocación en el diseño
del muro. Fue hasta el guardia y preguntó quién era dueño de esa pequeña
parcela de 500 metros. - “Niemandsland” - fue la respuesta que obtuvo. Preguntó muchas
veces más, muchos días más y siempre obtuvo la misma respuesta: “Niemandsland” (tierra de nadie)
Los constructores del muro, para ahorrar materiales y
simplificar el trabajo, intentaron hacer una pared en línea recta tanto como se
los permitiera el terreno; esa esquina
de Kreuzberg era una curva perfecta
en las vecindades de la Iglesia de Santo Tomas, curva que juzgaron insignificante;
pero, que en la complicada legislación que permitió la existencia de ese muro
ignominioso, pertenecía a Alemania del Oeste aunque estuviera en el “otro lado”
o fuera de sus límites e incluso no estuviera bajo el rigor del concreto impenetrable; la casa del señor Kalin era lo más cercano a su jurisdicción
y eso era Alemania del Este, Dejada por
fuera, burocráticamente, sin embargo, la pequeña parcela que él veía desde su
casa no podía ser reclamada por ninguna de las dos Alemanias; en su ingenuidad pragmática
de campesino que ama la tierra, Osman pensó que mejor sería darle algún
provecho y un día, sin que nadie se lo impidiera, empezó a plantar lechugas, más tarde, espárragos, luego algunas otras plantas de su tierra y un jardín de
girasoles que es famoso en la ciudad.
Durante años, dedicó sus mejores esfuerzos a mantener impecable un huerto
del que se beneficiaba su familia, todo el que necesitaba algo y los militares
que, de cuando en cuando, molestaban su existencia creyendo que mantenía un
túnel secreto.
- - Le daba tomates y algunas otras hortalizas
y con eso se calmaban, se iban y no regresaban hasta varios meses después – cuenta siempre una de las hijas
que recuerda vívidamente los años del muro.
Un día, el hacendoso turco comenzó a recoger la basura que
mucha gente dejaba tirada alrededor de ese pedazo de tierra sin dueños,
reciclándola de la mejor forma posible: construyó una “Baumhaus an der Mauer” o lo que es lo mismo, una “casita en el
árbol” utilizando para ello hasta la armazón y los materiales aislantes que
obtenía de viejos colchones abandonados como basura. Nunca fue más allá de sus
predios: todo lo que usó para la construcción de la icónica casita lo obtuvo en
su tierra de nadie. Entonces, terminada
la construcción, se instaló a vivir en ella. Ese pedazo de tierra sin amo se le
hizo indispensable a su corazón; aunque, gracias a la suerte de su arduo
trabajo como inmigrante y encadenado como estaba a los recuerdos de la lejana
Anatolía, comenzó a pasar los duros inviernos alemanes en una estupenda casa
que había construido en el pueblo en que nació. Cuando lo hacía, dejaba el
cuidado del huerto en manos de uno de sus mejores amigos.
Entonces cayó el muro. Se descubrieron rincones que los
alemanes nunca habían visto o tenían olvidados y la tierra, esa posesión
maravillosa, empezó a tener dueños: gente que estaba dispuesta a lo que fuera
por reclamar la propiedad de lo que habían tenido “antes”. El sueño de Osman
Kalin comenzó a peligrar, los habitantes de Kreuzberg
divididos por opiniones encontradas sobre la casita en el árbol, no
lograban tomar una decisión respecto a permitirle a un inmigrante turco,
musulmán, la propiedad de la pequeña parcela que en definitivas pertenecía a la
Iglesia de Santo Tomas. El gobierno de Berlín reunificada amenazaba con derruirla para atravesar el
trazado de una carretera. La solución, salomónica, vino de la curia romana:
Kalin y su familia (el viejo agricultor tan atemorizado por perder sus pertenencias
pegó con cemento al piso de la casa todo el mobiliario, incluyendo electrodomésticos)
habían tratado esa tierra con esmero digno de reconocimiento: emitieron un título
de propiedad a su nombre. De nuevo la complicada legislación alemana (esta vez
la que entró en uso para evitar desaguisados como un nuevo muro) vino en su
ayuda y Kalin recuperó su huerta y su Baumhaus
an der Mauer.
Pero, el final feliz estaba lejos de llegar. El amigo del
alma a quien este señor confiaba el cuidado de su huerta cuando viajaba a su pueblo
en Turquía también se había hecho ilusiones de propietario sobre la parcela: se
armó la marimorena. Obtenido el derecho de propiedad a nombre de uno de los dos
(Osman Kalin, el fundador inicial) comenzó el pleito entre los patriarcas de
dos familias que se consideraban una sola y la amistad entre ambos viejos acabó
en malos modos; no por el valor
comercial del terreno, sino por lo que
significaba el trabajo que ambos habían hecho para restituirle la vida. La solución
que encontraron entonces fue producto de un aprendizaje de años: Construyeron
una cerca que divide el huerto en dos porciones, reservando para Osman el árbol
que sostiene la casa en la que crió a sus hijos e hizo feliz a sus nietos.
Han pasado algunos años. La guerra fría ha terminado. Ambos
parceleros han envejecido y aun son enemigos: el huerto de Osman es el único
pedazo de tierra urbana que hoy, en Berlín, continúa dividida en dos porciones.
Ni Osman pasa para el lado que su amigo reclama como suyo, ni el amigo hace
otro tanto. Así mantienen una frágil paz. Los recuerdos de Anatolía, de las
guerras, del muro e incluso de sus pleitos de tres décadas empiezan a ser
borrados por el Alzheimer de ambos protagonistas; pero, hoy, en una calle de Kreuzberg, un resabio del muro de Berlín
espera por la construcción de otros muros que hagan más estrechas las fronteras
de un mundo que, alguna vez, también fue de nadie.
Es una suerte que los hijos de ambos, hermanados por la
costumbre de muchos años, se sientan en las afueras del huerto a reír de la
testarudez de este par de ancianos y venderle refrescos fríos a los paseantes
que han convertido el huerto de Kalin en un importante atractivo turístico,
mientras buscan afanosos una reedición de la gesta heroica que devolvió la
dignidad republicana a su tierra de adopción. Es una pena que esa gesta heroica
parece traspapelada entre costosos vestidos de Ralph Lauren y cajas de regalo de Tiffany and Co.
Interesante y como siempre, escrito impecablemente
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