Don Armando
Scannone dijo una vez que su cocina era el mejor restaurante de comida criolla
que había en Caracas. Marva Griffith se servía una copa de vino, abandonaba la
“culta” conversación de los salones y se instalaba con ella en un taburete de
la cocina. Edward Albee me dijo una vez que nadie jamás había hecho, para él, desayunos como los suyos. Emilio
Carballido avisaba de sus visitas a Caracas sólo para que ella le preparara una
cena. Gabriel García Márquez le regaló una bufanda de seda elegantísima para
sobornarle un pabellón criollo. Pablo Cabrera,
Merce Cunningham y un buen etcétera de notables, se la habrían llevado a
vivir a Nueva York.
Se llamaba, sin más, Sara Delgadillo; pero era Sarita para navegar por el mundo. Un mundo que hizo suyo sin dejar de ser esa mujer diminuta, morenita, fumadora encapillada y cocinera
prodigiosa que acompañó a Isaac Chocrón durante más de la mitad de la vida de
ambos, alternando modos discretos con habilidades para estar donde la necesitaban y una carcajada simpática que salia de cualquier esquina y servia de conjuro. Exacta definición de buena mujer, sus manos no
tuvieron rival a la hora de servir en una mesa
y en todo.
Puestos a
ir más allá, posiblemente Sarita fue la mujer detrás del gran hombre. Su amor
ilimitado por El Doctor, hizo posible que Isaac Chocrón tuviera la tranquilidad
de vida que hacía falta para escribir sin mayores sobresaltos. Para muchos de
los que vivimos la familia que formaron Luis, Isaac y Sara en aquellos años
felices (que por nostalgia nos asaltan con
frecuencia) Sarita era, en nuestros
chistes, La Señora Chocron. Una señora
que por pura casualidad se llamaba Sara, como habría tenido que ser, que vino
de San Mateo para el Barrio Los Manolos de la Florida y, quiso la vida, que se convirtiera
en una referencia silente de una buena parte de la historia teatral de este
país, y una especie de madre por
extensión para muchos de los que necesitábamos el buen sabor de la buena mesa y
un abrazo a tiempo. Pero, además, creo
que no hubo tesista de la escuela de Arte que pasara sin revisar los archivos
que Sara llevaba con rigor de bibliotecaria (para cuya consulta había establecido
tarifas solidarias) y que ninguna obra sobre la obra de Isaac, está mejor escrita que la historia que reposa
entre sus álbumes de tapas negras, al lado de San Judas Tadeo y el ecumenismo
absoluto en que ambos vivieron la fe de cada uno.
Ayer, a escasos 7 meses de su Doctor, Sarita
emprendió el viaje definitivo. Posiblemente azuzada por la soledad, la
enfermedad dio el zarpazo final. Es demasiado fácil decir que fue a reunirse
con él y que ahora seguirán juntos en el cielo. Es un lugar común que no cabe
en la vida de estos seres irrepetibles, aunque tenga mucho de verdadero; ojalá
y además tenga mucho de tierra prometida y de más allá. Me encantaría verle los
ojos bailarines en su reencuentro definitivo con quien amó por encima de todo y
a despecho de cualquier circunstancia, sin que mediara ninguna de las cosas que
normalmente nos impiden ser felices aun cuando creemos saber que amamos.
A su modo,
Sarita ha conseguido develar ese misterio. El de la misión cumplida en el
servicio por amor y en silencio. No es fácil. Por eso fue la heroína de tantos grandes
hombres.
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