En realidad no soy el primero al que le sucede
algo como esto, ni seré el último. Tiene de especial que es la primera vez que
me sucede a mí, y me gustaría pensar que
no será la última. Facebook se ha convertido en mi mensajero del mas allá. Y me
ha dado una alegría tan grande, que del tiro he regresado a la escritura
(olvidada por razones “ajenas a mi voluntad”) y a creer en la resurrección de
la carne, la vida del mundo futuro y una que otra cosa extraña que usualmente
se conoce como sorpresa.
Todo esto tiene que ver con Mario. Un amigo muy
querido al que conocí hace unos 30 años, en una fiesta que tuvo como escenario la
azotea aquella famosa, sobre la cual estaba puesto el gigantesco aviso luminoso
de Crema Nivea que titilaba en Caracas por los años 80 y 90. Es más, puedo
decir perfectamente que Mario y yo nos hicimos entrañables amigos, debajo de
los neones intermitentes que adornaban la inmensa caja de Nivea. Era ese tiempo
en que la juventud no dejaba espacio sino para acelerar la vida y Mario lo
entendió perfectamente desde el principio. Nos hicimos inseparables y creo que
llegue a pensar de él las mejores cosas que se pueden pensar de un pana, fraguado
al amparo de almuerzos en el Teresa, funciones de teatro, cafés en Rajatabla y
el Ateneo robado.
Por alguna razón, que no quiero averiguar por
que quizás no exista, un día, Mario me avisó que teníamos que hablar una cosa
muy importante. Vino a buscarme a la oficina y enfrentado a esa revelación
trascendental que nunca me hizo, acudió a la emergencia imprevista y, sin
terminar su almuerzo, salió disparado del cafetín del TTC. Nunca más supe algo
de él. Nunca más.
Apenado por la perdida de quien consideraba
fundamental en mi vida, y después de esperar algunas semanas, decidí empezar a
buscarlo. No era una pesquisa fácil. Mario vivía en alguna de esas
urbanizaciones de “las afueras” y si mal no recuerdo, no tenia teléfono o algo así.
(Y olvídense de celulares, correo electrónico o chismes tecnológicos, eso apareció
después) Atando muchos cabos llegue a cierta gente que aseguraba conocerlo y en
especial, a alguien que prometió conseguirme información sobre él. En efecto lo
hizo. Una semana más tarde me llamó para darme la muy triste noticia de su
muerte, ocurrida en un hospital público después de una corta y dolorosa agonía,
abandonado a su suerte por todos los que alguna vez le habían querido. Recibí
la noticia con profunda tristeza e hice lo único que siempre he pensado se debe
hacer por los muertos: mande a decir un novenario en la Iglesia de la Chiquinquirá de
Caracas.
Asistí a la primera misa y a la segunda. En la
tercera, un incontrolable ataque de llanto me hizo salir de la iglesia antes que
el cura anunciara que podíamos ir en paz. En mi casa lloré con verdadero dolor
al amigo de mi alma. Era, quizás, la primera gran pérdida de mis recién
estrenados años de adulto independiente. Lo enterré, no quise saber más
detalles e hice, lo mejor que pude, un solitario duelo.
Hace una semana recibí un mensaje suyo por Facebook.
No se como llego hasta mi, (creo que alguna “amiga” común subió una foto mía o
algo así) su mensaje, escuetamente, preguntaba si yo era el mismo de entonces y
anunciaba que en esencia el si lo era. Dios….habían pasado 28 años desde el
ataque de llanto y el dolor por la perdida. 28 años en los que le había pedido
favores a su alma y lo había encomendado en alguna misa de difuntos. Era Mario. El mismo entrañable, querido,
inolvidable buen amigo de los años locos, que ha resucitado para ver si podemos
reírnos de la muerte y de la ocurrencia fatal de aquel emisario del mal agüero.
No se si sucederá de nuevo. No lo creo.
Lamentablemente, todos los que se fueron en aquellos años, se fueron de verdad
y no escribirán mensajes por Facebook. Pero este, tendré que agradecérselo a Mark Zuckerberg. No
tiene ni idea del regalo que me ha dado su juguetito.
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