Uno cruzaba a la derecha, al llegar a la Avenida Alejo
Zuloaga de El Trigal y la segunda casa a la izquierda era la Quinta Mis Nietos;
era Valencia, primero que nada, fiesta de primos, patio de juegos y escenario
de memorias. Era la casa de mis abuelos, la casa de los Liendo. La casa de
Ofelia y mi Tía Gladys o la presencia de un príncipe venido de Puerto Cabello
(o Choroní, o por esos lados, pues esa información siempre cambia) que era Don
Juan, el abuelo a quien la muerte libró de un mal recuerdo grabándolo para
siempre en nuestra memoria como el hombre más bello de este mundo y punto. Era
sobre todo - y sigue siendo - la Navidad, aunque una nueva generación haya
cambiado escenarios, el Trigal siga
siendo Valencia y la Quinta Mis Nietos no exista más.
Era una casa enorme, tanto que encerrados bajo el ojo
escrutador de la abuela Ofelia, sus pisos de granito fueron nuestras primeras
pistas de patinaje. Despertábamos en
cualquier habitación – nadie tenía habitación fija si llegaba de visita – nos
calzábamos los patines Winchester cuyas llaves manejaba magistralmente mi
hermano Luis y enloquecíamos al tropel de adultos que entraban y salían
prestándonos la más pequeña atención. Los niños, siempre que estuvieran dentro
de los límites de la gran casona, eran olímpicamente ignorados después del
primer saludo y las carantoñas de identificación que permitían establecer primogenituras.
Nosotros éramos hijos del primer matrimonio de Cheo, por tanto, junto a los Romero, hijos
del único (indisoluble) matrimonio de Gladys, eramos primogénitos dueños del cariño, el regaño y la atención de los muchos que iban
llegando. Por ahí campeaban
también los hijos del primer matrimonio del Tío Popito, Mamita el primer amor de todos (a quien yo lancé inadvertidamente
por una escalera ocasionándole un año de yesos y otros malestares) y Juan
Alberto, el más peleón y más difícil de los que llevan el pleito rápido en el
ADN de los Liendo y los primos, grandes y robustos, herederos de la buena onda
de mi Tío Iván y la simpatía de Beatriz Cedeño, la tía que se volvió tan Liendo
que se nos cae la baba por ella. A nuestro lado, para protegernos de los
extraños, la complicidad de Gladys y Leopoldo era orden sagrada que compartían
sus hijos, nuestros primeros hermanos, Los Romero, compañeros de todo lo bueno
y todo lo menos bueno de aquella era que, como la canción, parió un corazón que sirve para aguantar lo que venga.
Era también una casa de locos. Literalmente. Una casa que conoció varios tiempos, los de
Don Juan, que la convirtió en palacio. Los de la enfermedad de Don Juan, que la
convirtió en un triste hospital silencioso. Los de Ofelia, viuda al garete, que
la convirtió en casa de abuela. Los de la tía Beatriz, que la convirtió en alegrías
playeras a bordo de un Fairlane azul turquesa. Los del tío Negro, que la
convirtió en fiesta y los de mi papa, que la convirtió en nuestra, aunque solo
fuera por unos días al año.
En el piso de arriba, el tío Leopoldo y mi papa amanecían,
con una botella de ron en la mesa y discos de Blanca Rosa Gil que todavía
existen, tratando de cambiar el mundo
mientras alimentaban una amistad que no logró destruir la muerte. En una
habitación misteriosa detrás de todo, mi Tío Enrique, guapo y jovencísimo,
terminaba estudios y nos hacia la vida a cuadritos tanto como nosotros se la
hacíamos a él. En el piso de abajo, la Abuela Ofelia (Fella, la O, le decía mi madre) mandaba con mano de hierro, guantes
de seda y modales de margariteña (hay que tener una abuela playera para saber
lo que eso significa) sobre esa casa que
parecía gravitar sobre una cocina grandísima encendida las 24 horas. Mi abuela
Ofelia hacia las mejores cachapas, las mejores arepas, el mejor pisillo de chigüire
y las mejores hallacas de este mundo. Hacia los mejores papagayos (de verdad
era una experta haciéndolos) y tenía una amistad indestructible con la playa,
las arepas de maíz pelado y los cuentos de espantos y aparecidos. La abuela
Ofelia amaba la casa llena y era grosera, aspaventosa y reilona. Debe ser por
eso que cada 24 de diciembre me provoca verla sentada en el sillón reclinable
de la antesala de su habitación (un bunker al que teníamos acceso los nietos, a
pesar del reinado inalienable de Chabela) alimentando un ventilador industrial
al que siempre, siempre, quisimos meterle la mano (gracias a Dios que ella no
nos lo permitió) devorando telenovelas o desgranando las cuentas de un rosario demasiado
grande para ser tomado en cuenta. Debe ser por eso que me parece un privilegio haber salido de
esa casa ruidosa en la que siempre sonaba Billo`s desde el primero de diciembre (vengo del olivo, vengo del olivo, voy al olivar, un año que viene y
otro que se va) se tendían hallacas casi a diario pues, cuando los tiempos apretaron, Ofelia se busco
la vida vendiéndolas, y se recibía gente – de todos los caminos – para celebrar
una navidad que, por supuesto, terminaba en peloteras de borrachos, pleitos
ancestrales (los Liendo toda la vida pelearon por las mismas razones y toda la
vida pelearon durísimo) en donde era imposible emular la vida principesca que
Don Juan se llevó a la tumba.
La Quinta Mis Nietos ya no existe. La mayoría de quienes
engendraron los nietos que le dio nombre, tampoco. La Navidad es un recuerdo
del que casi no hay celebración ahora. Los tiempos felices se fueron yendo en
cada ladrillo de la Quinta Mis Nietos que se llevó el progreso y se enredó en
el pregonar de unos tiempos nuevos que
fracasaron llenándonos la vida de desesperanzas; pero, todos tenemos la casa de
los abuelos. Todos tenemos un refugio. Apelemos a él para saber que podemos echar a andar por alguna senda de bien otra
vez. Que esos tiempos fracasados no pueden ser más una visión de frente,
que ya está, que terminaron. Que nada puede ser peor, que ya no pueden hacer
mas daño.
Todos tenemos una liana de la cual sujetarnos para saltar al
otro lado. Es Navidad, pensemos en eso; pensemos en lo que significa este día,
pensemos en el motivo por el que hoy el ánimo de fiesta se ha mermado y vayamos
en su búsqueda, aunque solo sea para volver a celebrar una Navidad que signifique
algo de lo que somos, porque, después de todo, cada Quinta Mis Nietos de esta
tierra vuelta añicos, merece un minuto de memoria, un minuto de querer salvar
lo que tiene de cada uno, lo que tiene de esperanza y lo que tiene de sembrado.
Decía mi madre, repitiendo una copla leída en alguna parte, “lo que el árbol tiene de florido vive de lo
que tiene sepultado” usted y yo
sabemos que esas raíces están sepultadas en muchas Quintas Mis Nietos, en
muchas Avenidas Zuloaga, en muchas casas de cuando
éramos chiquitos.
¿No es cierto que la Navidad es renacimiento y
reflexión? Que renazcan entonces, en cada venezolano, las paredes de la casa de
su infancia, los jardines de la casa de los abuelos. Que encontremos las llaves
y abramos los arcones. Que encontremos las fuerzas en la hallaca de tiempos idos
y volvamos a sentarnos a la mesa, juntos,
para renacer todos los días de los años
que nos quedan para reconstruir futuro, esa tarea urgente e impostergable que
nos obliga a todos.
FELIZ NAVIDAD!
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