
Pasarán los años y sabremos que fue imposible desprenderse del furor opinativo que nos mantuvo el alma en vilo, cuando creíamos tenerla bajo control. Que fue imposible sustraerse a la peor pesadilla de la pesadilla: contemplar como la historia se fue escribiendo a millones de manos en el espacio global, mientras tratábamos de hacer que se redujera a algo cuya sustancia hubiera sido, si no auténticamente real, por lo menos creíble.
Basta sentarnos frente a la computadora, o accionar una tecla diminuta de nuestro teléfono, para que cien mil teorías se nos crucen. Basta, además, tener la osadía de comentarle alguna de esas teorías a cualquiera dispuesto a escucharnos (y en eso a todos nos sobran oídos) para salir con el convencimiento de que hace mucho tiempo teníamos que haber hablado con fulano. Siempre, en cada oportunidad que nos atrevemos a dejar escapar algún comentario sobre la tenaz situación política o social que nos ahoga, alguien sabe más que uno, no sólo porque ha leído un par de cartas o de “posts” que aun no alcanzaron tu inbox, sino porque tu interlocutor, tan generoso como José Gregorio Hernández, tiene la dicha de tener un primo que lo ve todo, con sus propios ojos, mientras trabaja en Fuerte Tiuna (o por ahí cerca, no importa) y está dispuesto a hacerte parte del chisme.
Pareciera que de verdad, la mitad de los venezolanos están muy cerca del poder, aunque vivan en Puerto Ayacucho. El cuento de la esposa del Coronel que se-le-soltó-la-lengua-en-la-peluquería-delante-de-mi-mamá-cuando-le-hacían-las-uñas, ha ido mutando en primas que recogen las sabanas del hospital que han construido, más o menos, en cualquier espacio proclive a las visitas del sabanetero; o en hermanos que arreglan las computadoras de Miraflores y saben perfectamente como es que hace sus trampas el CNE. Todo se cuenta, todo se documenta, todo se comparte. Todo, menos algo que se parezca a la verdad; esa se analiza, para desgracia nuestra. Grandes, pequeños o anónimos nombres, auto salvadores de la patria, encuestadores, profesores con gran prestigio, pensadores, analistas y expertos, han encontrado en Venezuela una suerte de gallina de los huevos de oro para el lucimiento de sus intelectos. Cada uno con su propia legión de seguidores y detractores han ido poco a poco convirtiendo el espacio virtual en un pesado tamiz de opiniones que, cada vez más babelizada, busca el blanco perfecto: sus fieles creyentes.
Sucede en cada cadena diaria, ante cada abuso, ante cada chiste, ante cada comentario casual. Sucede siempre y a toda hora: Cada movimiento, cada palabra, cada gesto, cada traje del sabanetero y de su gente, son estudiados con esmero digno de examen final de anatomía patológica; y al final, sólo se repite lo que cada quien, en su propia realidad esquizoide, entiende de lo que lee: lo que cada quien ha creído porque quiere creerlo de esa forma.
Todo lo demás, no cuenta. Vea usted, en este momento usted acaba de leer 40 y pico de líneas que en realidad dicen muy poco de cualquier cosa nueva. Pero es probable que en algún momento, las comente con alguien en medio de una conversación casual. Sin pesar (ni verguenza) alguno, yo también me adueñé de un espacio. Yo también opino y también peco de arrogante anunciador de epifanías. Yo también busco mi tiempo para hablar de política, de cáncer y de La Habana. Tres temas en los que, con total seguridad, no nos gana nadie en toda la bolita del mundo. Así nos va.
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