
El 02 de abril, el llamado madrugador, era para un hotel del centro donde haríamos las escenas correspondientes a una de esas bodas indispensables en la culebroneria latina. Muy temprano empezamos a prepararlo todo. Cruzábamos el lobby del hotel cada pocos minutos regando cables por aquí y escenografías por allá. En un rincón, la pantalla de un gigantesco televisor encendido, “amenizaba” de algún modo el trabajo, aunque nadie le prestaba suficiente atención. Trabajábamos concentrados en no tener contratiempos; finalmente, la grabación empezó y a la hora prevista, cortamos para almorzar. Almorzamos y retomamos el trabajo: una pequeña escena entre la protagonista y su madre, que se haría en un pasillo muy cerca del gigantesco televisor del lobby. A las 2 y media de la tarde o un poco más, un reportero de CNN anunció la muerte de Su Santidad Juan Pablo II. Yo estaba entrando en ese momento y aun no conocía la noticia, por eso me sorprendió ver a los camarógrafos apagar y bajar las cámaras al piso y al electricista apagar las lámparas. Me sorprendió el silencio triste en que se convirtió la algarabía de minutos anteriores; al preguntar qué pasaba, uno de los camarógrafos me dijo: The Pope is dead. Y se arrancó la gorra de la cabeza.
Miré a mi alrededor. Esos mismos hombres que parecían incapaces de emoción alguna, se habían reunido emocionados en el centro del salón, para, descubiertas las cabezas, entender la mala nueva. Me acerqué a uno de ellos justo cuando decía: He was a good man. Entonces recordé vívidamente el día lejano en que, a pesar de lo improbable, mis ojos se habían cruzado con los suyos en la esquina de la calle 24 de Mérida. Él desde su papamóvil, yo desde el país, había sentido exactamente lo mismo. Que había visto los ojos azules de un hombre bueno.
No abundan, para nada. A veces nos muestran otros ojos que deberian ser buenos también; es una suerte tener este recuerdo para conjurar realidades.
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