Ilustración: Ricardo Ajler |
El 16 de septiembre de 1976, diez
estudiantes de la Escuela Normal Nro. 3 de La Plata, fueron secuestrados,
torturados y, más tarde, asesinados por efectivos
del Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejército y la Policía de la
Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por Ramón Camps, un esbirro
del régimen de Videla que se ocupó de justificar su terrorífica acción como “la lucha contra el accionar subversivo de
las escuelas”. La mayoría de las víctimas apenas sobrepasaban los 14 años de edad. Solo dos habían cumplido 18. Solo dos de
ellos tenían edad para votar o para reclamar (y ejercer) derechos ciudadanos. Los
demás eran unos adolescentes que creían en la patria verdadera y estaban
trabajando juntos para construirla. Es uno de los capítulos más terribles de
una historia: la argentina de Perón y otros generales contrarios que estaban
tan equivocados como él y que está plagada de capítulos dolorosos. Plagada de
experiencias desgraciadamente inútiles. Plagada de tristezas que podríamos
evitar que se repitan jamás. Se conoce como La Noche de los Lápices y
ejemplifica, por sobre todas las cosas,
la participación de los estudiantes en la cosa política y la valentía de
la juventud con un ingrediente posiblemente inédito: aquí estamos hablando de
estudiantes de educación media. De niños casi.
En Argentina, para el momento de la llegada de la dictadura, la política había impregnado el conjunto de la vida estudiantil, dentro y fuera de los colegios. Las organizaciones políticas incrementaron notablemente el número de sus militantes y el grado de su influencia. Según un trabajo del Diario Clarín, "las tres fuerzas más importantes eran, en este orden, la Unión de Estudiantes Secundarios, (UES), la Federación Juvenil Comunista (FJC) y la Juventud Secundaria Peronista (JSP)", quienes defendían, cada uno a su modo, ideales cuyos referentes revolucionarios y socialistas, ocupaban el mayor espacio en su conciencia; por lo tanto, uno de los objetivos más tenazmente buscado por la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983 sirviendo, como ninguna otra, los intereses de la extrema derecha, fue neutralizar a buena parte de la juventud y ganar a una porción para su propio proyecto reaccionario. Llama mucho la atención que para los militares que asumieron el poder en 1976, en Argentina había una generación perdida: la juventud. Esta por, lo que el gobierno creía era, la sofisticada acción de ideólogos se había vuelto rebelde y contestataria; necesitaba entrar al redil. Para ello, echaron mano de los clásicos procedimientos de represión: torturas, prisión y asesinatos selectivos. Nunca fueron tan obstinados como para suponer que se debía atacar a toda la juventud por igual; quienes habían tenido algún grado de participación en procesos “revolucionarios” anteriores, eran considerados en su mayoría irrecuperables y en consecuencia había que combatirlos. Entonces, usaron un pretexto tan obvio como falaz: se trataba de subversivos reales o potenciales que ponían en riesgo al conjunto del cuerpo social. Ser joven se convirtió en un peligro.
Ese peligro tuvo su momento inolvidable el 16 de septiembre de 1976, recién instalada la oprobiosa dictadura militar. En respuesta a una larga protesta que tenía caliente las calles de Buenos Aires, en la que exigían mejoras sociales para la comunidad estudiantil a partir de la reducción del precio del boleto de transporte para los estudiantes y la mejora en el monto de sus becas (pero que en realidad era parte de un proceso mucho más profundo de accionar el cambio social) entre las 4 y 5 de la madrugada de ese día, los efectivos del Batallón 601 del Ejército y la Policía de Buenos Aires allanaron residencias y lugares de reunión de las organizaciones estudiantiles y se llevaron detenidos varias decenas de estudiantes de educación secundaria. Fueron llevados a un par de infames prisiones de la ciudad de La Plata, donde fueron torturados, hacinados en celdas con poca comida, ninguna higiene, ninguna atención médica y cero contacto con el mundo exterior, incluyendo familiares y algún pequeño atisbo de justicia. Allí, diez de ellos fueron asesinados. Algunos más desaparecieron, otros recuperaron una libertad milagrosa que los puso, a todos sin excepción, fuera de su país y de sus entornos habituales llenándoles la vida de cicatrices imposibles de eliminar con cirugías plásticas. Fueron castigados porque eran “el relevo”, formaban parte del millón y pico de jóvenes entre 13 y 18 años, que poblaban las escuelas al momento de la dictadura y que, peligrosamente, estaban siendo “infectados” de participación ciudadana por sus compañeros grandes: los universitarios. El tema del boleto estudiantil sirvió de excusa. Un coronel de Campo de Mayo le expresó a un grupo de padres, años más tarde, que se llevaban a los jóvenes que habían estudiado "en colegios subversivos, para cambiarles las ideas". Sencillamente, enemigo era todo estudiante que se preocupara por los problemas sociales, por fomentar entre los estudiantes la participación y la defensa de sus derechos y los de su comunidad.
El miércoles 03 de Julio de 2013, a las 5 de la madrugada, aproximadamente, mientras dormían, un grupo de estudiantes y profesores que se encuentra en huelga de hambre en el edificio del rectorado de la Universidad de los Andes en Mérida, (en protesta por graves amenazas a la autonomía y el funcionamiento mismo de las Universidades Públicas del país y en defensa de nuestras libertades fundamentales) fue atacado por motorizados encapuchados que han estado a cargo de amedrentarlos con varios recursos: Persecución, morteros, botellas, gritos, amenazas de muerte y por último, bombas lacrimógenas ; la del miércoles 3, una bomba lacrimógena A.T.L.CS, fabricada por Cavim-Falken, modelo FA 224 H trifásica, de uso exclusivo de los organismos policiales y la Guardia Nacional Bolivariana. Pablo Gámez, uno de los estudiantes en huelga desde hace más de 23 días, hubo de ser trasladado al hospital de la ULA, al complicarse su delicado estado de salud.
Sorprende constatar que la represión es idéntica en cualquier bando. Que la violencia es la misma cuando se trata de silenciar a quien, en justicia, levanta la voz para incomodar al que manda sin legitimidad y con esfuerzo. Asusta darse cuenta que, de derecha a izquierda se ataca con saña imperdonable; Pero, de izquierda a justicia ciudadana, también. Con toda la maldad de este mundo.
Asusta pensar que la historia, cuando se repite, se repite en el horror.
En Argentina, para el momento de la llegada de la dictadura, la política había impregnado el conjunto de la vida estudiantil, dentro y fuera de los colegios. Las organizaciones políticas incrementaron notablemente el número de sus militantes y el grado de su influencia. Según un trabajo del Diario Clarín, "las tres fuerzas más importantes eran, en este orden, la Unión de Estudiantes Secundarios, (UES), la Federación Juvenil Comunista (FJC) y la Juventud Secundaria Peronista (JSP)", quienes defendían, cada uno a su modo, ideales cuyos referentes revolucionarios y socialistas, ocupaban el mayor espacio en su conciencia; por lo tanto, uno de los objetivos más tenazmente buscado por la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983 sirviendo, como ninguna otra, los intereses de la extrema derecha, fue neutralizar a buena parte de la juventud y ganar a una porción para su propio proyecto reaccionario. Llama mucho la atención que para los militares que asumieron el poder en 1976, en Argentina había una generación perdida: la juventud. Esta por, lo que el gobierno creía era, la sofisticada acción de ideólogos se había vuelto rebelde y contestataria; necesitaba entrar al redil. Para ello, echaron mano de los clásicos procedimientos de represión: torturas, prisión y asesinatos selectivos. Nunca fueron tan obstinados como para suponer que se debía atacar a toda la juventud por igual; quienes habían tenido algún grado de participación en procesos “revolucionarios” anteriores, eran considerados en su mayoría irrecuperables y en consecuencia había que combatirlos. Entonces, usaron un pretexto tan obvio como falaz: se trataba de subversivos reales o potenciales que ponían en riesgo al conjunto del cuerpo social. Ser joven se convirtió en un peligro.
Ese peligro tuvo su momento inolvidable el 16 de septiembre de 1976, recién instalada la oprobiosa dictadura militar. En respuesta a una larga protesta que tenía caliente las calles de Buenos Aires, en la que exigían mejoras sociales para la comunidad estudiantil a partir de la reducción del precio del boleto de transporte para los estudiantes y la mejora en el monto de sus becas (pero que en realidad era parte de un proceso mucho más profundo de accionar el cambio social) entre las 4 y 5 de la madrugada de ese día, los efectivos del Batallón 601 del Ejército y la Policía de Buenos Aires allanaron residencias y lugares de reunión de las organizaciones estudiantiles y se llevaron detenidos varias decenas de estudiantes de educación secundaria. Fueron llevados a un par de infames prisiones de la ciudad de La Plata, donde fueron torturados, hacinados en celdas con poca comida, ninguna higiene, ninguna atención médica y cero contacto con el mundo exterior, incluyendo familiares y algún pequeño atisbo de justicia. Allí, diez de ellos fueron asesinados. Algunos más desaparecieron, otros recuperaron una libertad milagrosa que los puso, a todos sin excepción, fuera de su país y de sus entornos habituales llenándoles la vida de cicatrices imposibles de eliminar con cirugías plásticas. Fueron castigados porque eran “el relevo”, formaban parte del millón y pico de jóvenes entre 13 y 18 años, que poblaban las escuelas al momento de la dictadura y que, peligrosamente, estaban siendo “infectados” de participación ciudadana por sus compañeros grandes: los universitarios. El tema del boleto estudiantil sirvió de excusa. Un coronel de Campo de Mayo le expresó a un grupo de padres, años más tarde, que se llevaban a los jóvenes que habían estudiado "en colegios subversivos, para cambiarles las ideas". Sencillamente, enemigo era todo estudiante que se preocupara por los problemas sociales, por fomentar entre los estudiantes la participación y la defensa de sus derechos y los de su comunidad.
El miércoles 03 de Julio de 2013, a las 5 de la madrugada, aproximadamente, mientras dormían, un grupo de estudiantes y profesores que se encuentra en huelga de hambre en el edificio del rectorado de la Universidad de los Andes en Mérida, (en protesta por graves amenazas a la autonomía y el funcionamiento mismo de las Universidades Públicas del país y en defensa de nuestras libertades fundamentales) fue atacado por motorizados encapuchados que han estado a cargo de amedrentarlos con varios recursos: Persecución, morteros, botellas, gritos, amenazas de muerte y por último, bombas lacrimógenas ; la del miércoles 3, una bomba lacrimógena A.T.L.CS, fabricada por Cavim-Falken, modelo FA 224 H trifásica, de uso exclusivo de los organismos policiales y la Guardia Nacional Bolivariana. Pablo Gámez, uno de los estudiantes en huelga desde hace más de 23 días, hubo de ser trasladado al hospital de la ULA, al complicarse su delicado estado de salud.
Sorprende constatar que la represión es idéntica en cualquier bando. Que la violencia es la misma cuando se trata de silenciar a quien, en justicia, levanta la voz para incomodar al que manda sin legitimidad y con esfuerzo. Asusta darse cuenta que, de derecha a izquierda se ataca con saña imperdonable; Pero, de izquierda a justicia ciudadana, también. Con toda la maldad de este mundo.
Asusta pensar que la historia, cuando se repite, se repite en el horror.
No hay comentarios:
Publicar un comentario