“El más importante de
los derechos civiles – el derecho a la vida – fue violado la noche en que
George Zimmerman atacó y tomó en sus manos la vida de Treyvon Martin”
Benjamin Todd Jealous
Benjamin Todd Jealous
El 26 de febrero de 2012, un
muchacho de 17 años de edad caminaba hacia la casa de su padre en una
urbanización privada de Sanford, Florida, vestido como se visten los muchachos
de esa edad. Regresaba de la bodeguita de la esquina, había comprado, entre otras
cosas, un par de bolsas de Skittles, una botella de té frio y, tal vez, se
había fumado un cacho.
Eran cerca de las 7 de la noche y estaba lloviendo. El vigilante armado del conjunto residencial lo vio venir. Le pareció sospechoso y llamó a la policía. Siete minutos más tarde, una nueva llamada al servicio de emergencias pedía ayuda por una pelea en el mismo vecindario. Esa llamada fue interrumpida por un disparo. Cuando la policía llegó a la urbanización encontró que uno de los implicados en la pelea estaba muerto de un tiro en el pecho.
El muchacho muerto se llamaba Treyvon Martin y era negro. Quien disparó fue George Zimmerman, un hombre de 29 años, hijo de una mujer peruana y un norteamericano blanco.
Esos son los hechos básicos de una página, ciertamente bochornosa, escrita por la justicia “popular” de un país en el que la justicia es un asunto muy serio en el que todos queremos creer a ojos cerrados. El sábado, un jurado compuesto por 7 mujeres, 6 blancas y una negra, pusieron fin al polémico juicio en contra de Zimmerman declarándolo “no culpable”, gracias a un tecnicismo legal aplicable en el estado de Florida, según el cual, si una persona necesita usar fuerza física, incluso de tipo mortal pues cree que su vida corre peligro (aunque ese peligro no sea real y sólo esté en la cabeza del que lo hace), debe ser declarada no culpable. De modo que, a pesar de que no existe ni la más pequeña duda de que fue Zimmerman quien mató a Treyvor Martin, esa muerte está justificada por un hecho terriblemente difícil de entender, que seguramente tendrá aristas de insospechado peso en el futuro: fundamentalmente, a Zimmerman el muchacho le metió miedo. Le pareció sospechoso. Por eso lo persiguió, probablemente lo agredió verbalmente, le sacó la piedra, pues; y el muchacho respondió como habría respondido cualquiera de su edad: en una pelea que duro escasos minutos, segundos tal vez. Una pelea que, de haber sido presenciada verdaderamente por alguno de los vecinos, habría cambiado el final de esta historia pavorosa. Nadie sabe cómo pasó, nadie sabe, a ciencia cierta quien empezó el pleito, y sobre todo: nadie sabe quién le estaba pegando a quién cuando sonó el disparo que atravesó el corazón de Treyvor y lo dejó muerto en el camino a la casa de su padre.
Ese y otros testimonios que no fueron bien contados, le ha valido a Zimmerman la posibilidad de get away with murder marcándole la vida. Nadie sabe si le ha marcado la conciencia. Nadie sabe si en su conciencia tiene espacio para otra cosa que para celebrar su recién adquirida libertad; pero, lo que sí se sabe - y es una pena - es que por algún tiempo, mientras los integrantes de la minoría más grande de Los Estados Unidos de América se calman y aceptan esta nueva mueca de su intrincado destino, Zimmerman tendrá que vivir las miserias de ser un hombre que mató a un chamo – posiblemente - porque a los negros se les dispara a las primeras de cambio. A excepción de Ann Coulter, una recalcitrante republicana que seguramente es racista y odia a media humanidad, los norteamericanos hoy, condenan ampliamente el veredicto del juicio a George Zimmerman. Tanto, que los jurados que lo concedieron están gozando de protección policial y sus nombres mantenidos en secreto. Nadie lo entiende, lógicamente. Todas las consideraciones en torno al caso a lo que dejan muy mal parado es al prejuicio que sigue existiendo contra los negros. No ha bastado con elegir un presidente moreno oscuro, quien (según sus propias palabras) si hubiese tenido un hijo, ese hijo luciría como Treyvon Martin. No ha bastado con escribir leyes que protejan y prediquen igualdad, no ha bastado que los negros y los blancos compartan escritorios, mesas de cafeterías, cama y edificios de apartamentos. No ha bastado que hayamos cambiado negro por afroamericano. Un negro caminando en solitario dentro de un conjunto residencial privado, con una capucha protegiéndose de la lluvia, es un blanco... de artillería.
Básicamente, se ha perdido la oportunidad de mantener el delicado equilibrio social a salvo. Es verdaderamente una lástima: la familia de Martin siente que a su hijo lo han asesinado por lo menos un par de veces y el dolor los sobrepasa. A los amigos también, a la comunidad afroamericana también. A George Zimmerman, ese error de juicio le ha costado la vida. Más allá de las voces que presumiblemente le alteren el sueño, pasará un buen tiempo antes de que pueda disfrutar su libertad; sobre él se empiezan a amontonar casos civiles, demandas y amenazas de todo tipo. De muerte sobre todo. Las pocas veces que se ha atrevido a salir a la calle lo hace protegido por un chaleco antibalas y un disfraz. Sobre la cabeza de Zimmerman pende la terrible certeza de que una muerte “accidental” en su caso, es perfectamente posible.
Todo eso se hubiera evitado si, por lo menos, George Zimmerman hubiera salido de ese juicio con un veredicto de homicidio culposo.
Para todo lo demás, desafortunadamente, una pregunta queda flotando en el aire: ¿Qué habría pasado en una Corte de Florida, si el muerto hubiera sido Zimmerman y el atacante Treyvor?
Ojalá y a nadie se le ocurra forzar una respuesta.
Eran cerca de las 7 de la noche y estaba lloviendo. El vigilante armado del conjunto residencial lo vio venir. Le pareció sospechoso y llamó a la policía. Siete minutos más tarde, una nueva llamada al servicio de emergencias pedía ayuda por una pelea en el mismo vecindario. Esa llamada fue interrumpida por un disparo. Cuando la policía llegó a la urbanización encontró que uno de los implicados en la pelea estaba muerto de un tiro en el pecho.
El muchacho muerto se llamaba Treyvon Martin y era negro. Quien disparó fue George Zimmerman, un hombre de 29 años, hijo de una mujer peruana y un norteamericano blanco.
Esos son los hechos básicos de una página, ciertamente bochornosa, escrita por la justicia “popular” de un país en el que la justicia es un asunto muy serio en el que todos queremos creer a ojos cerrados. El sábado, un jurado compuesto por 7 mujeres, 6 blancas y una negra, pusieron fin al polémico juicio en contra de Zimmerman declarándolo “no culpable”, gracias a un tecnicismo legal aplicable en el estado de Florida, según el cual, si una persona necesita usar fuerza física, incluso de tipo mortal pues cree que su vida corre peligro (aunque ese peligro no sea real y sólo esté en la cabeza del que lo hace), debe ser declarada no culpable. De modo que, a pesar de que no existe ni la más pequeña duda de que fue Zimmerman quien mató a Treyvor Martin, esa muerte está justificada por un hecho terriblemente difícil de entender, que seguramente tendrá aristas de insospechado peso en el futuro: fundamentalmente, a Zimmerman el muchacho le metió miedo. Le pareció sospechoso. Por eso lo persiguió, probablemente lo agredió verbalmente, le sacó la piedra, pues; y el muchacho respondió como habría respondido cualquiera de su edad: en una pelea que duro escasos minutos, segundos tal vez. Una pelea que, de haber sido presenciada verdaderamente por alguno de los vecinos, habría cambiado el final de esta historia pavorosa. Nadie sabe cómo pasó, nadie sabe, a ciencia cierta quien empezó el pleito, y sobre todo: nadie sabe quién le estaba pegando a quién cuando sonó el disparo que atravesó el corazón de Treyvor y lo dejó muerto en el camino a la casa de su padre.
Ese y otros testimonios que no fueron bien contados, le ha valido a Zimmerman la posibilidad de get away with murder marcándole la vida. Nadie sabe si le ha marcado la conciencia. Nadie sabe si en su conciencia tiene espacio para otra cosa que para celebrar su recién adquirida libertad; pero, lo que sí se sabe - y es una pena - es que por algún tiempo, mientras los integrantes de la minoría más grande de Los Estados Unidos de América se calman y aceptan esta nueva mueca de su intrincado destino, Zimmerman tendrá que vivir las miserias de ser un hombre que mató a un chamo – posiblemente - porque a los negros se les dispara a las primeras de cambio. A excepción de Ann Coulter, una recalcitrante republicana que seguramente es racista y odia a media humanidad, los norteamericanos hoy, condenan ampliamente el veredicto del juicio a George Zimmerman. Tanto, que los jurados que lo concedieron están gozando de protección policial y sus nombres mantenidos en secreto. Nadie lo entiende, lógicamente. Todas las consideraciones en torno al caso a lo que dejan muy mal parado es al prejuicio que sigue existiendo contra los negros. No ha bastado con elegir un presidente moreno oscuro, quien (según sus propias palabras) si hubiese tenido un hijo, ese hijo luciría como Treyvon Martin. No ha bastado con escribir leyes que protejan y prediquen igualdad, no ha bastado que los negros y los blancos compartan escritorios, mesas de cafeterías, cama y edificios de apartamentos. No ha bastado que hayamos cambiado negro por afroamericano. Un negro caminando en solitario dentro de un conjunto residencial privado, con una capucha protegiéndose de la lluvia, es un blanco... de artillería.
Básicamente, se ha perdido la oportunidad de mantener el delicado equilibrio social a salvo. Es verdaderamente una lástima: la familia de Martin siente que a su hijo lo han asesinado por lo menos un par de veces y el dolor los sobrepasa. A los amigos también, a la comunidad afroamericana también. A George Zimmerman, ese error de juicio le ha costado la vida. Más allá de las voces que presumiblemente le alteren el sueño, pasará un buen tiempo antes de que pueda disfrutar su libertad; sobre él se empiezan a amontonar casos civiles, demandas y amenazas de todo tipo. De muerte sobre todo. Las pocas veces que se ha atrevido a salir a la calle lo hace protegido por un chaleco antibalas y un disfraz. Sobre la cabeza de Zimmerman pende la terrible certeza de que una muerte “accidental” en su caso, es perfectamente posible.
Todo eso se hubiera evitado si, por lo menos, George Zimmerman hubiera salido de ese juicio con un veredicto de homicidio culposo.
Para todo lo demás, desafortunadamente, una pregunta queda flotando en el aire: ¿Qué habría pasado en una Corte de Florida, si el muerto hubiera sido Zimmerman y el atacante Treyvor?
Ojalá y a nadie se le ocurra forzar una respuesta.
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