New York tiene un olor que no han
podido borrar ni ataques terroristas, ni remodelaciones fallidas, ni
construcciones ajenas. Es un olor imposible de contar, se concentra en los
alrededores de Penn Station y se percibe como señal de bienvenida cuando bajas
del tren que te ha traído del aeropuerto.
El olor de New York, mezcla de castañas asadas y otoños interminables, tiene que ver con el frio pero, va un poco más allá y no deja de sentirse
aunque el mercurio llegue a sus medidas más elevadas.
Paris es distinto, Paris huele a
Arco de Triunfo e historia, a palacio abandonado y un poquitín de azahar, a
retozo, a prisas y a escondite; tiene
que ver con cierta belleza incontable y
otros detalles guardados en la memoria de
cada día, no aparece en fotografías ni se puede tocar de modo alguno.
Pero está allí. Se le conoce aunque la
nieve cubra cada palmo de ciudad.
Venecia ha sido famosa por olores de siglos, insoportables para algunos y definitivos para los demás, siempre en competencia con la increíble elegancia de su vecina Florencia, que deja sentir efluvios parecidos al amor. Santa Fe de Bogotá huele a lluvia, campo mojado y almojábanas calientes y Londres a naftalina dormida y mayestática elegancia.
Mérida huele a orines rancios. No, no es su olor de toda la vida. Es la más horrible muestra de la nueva costumbre de los hombres de esta tierra. Se adueñó de ella y la marcó con saña. Más fuerte que el olor de la basura y mucho más que el espectáculo de la Sierra, la ciudad al completo huele a orines rancios, a prisas de taxista mal educado y a malos hábitos. Es la norma de los nuevos días corrientes: en cualquier esquina, detrás de cualquier arbolito, en el centro de la ciudad, cubiertos apenas por algún tarantín de mala muerte, cuando lo hay; los hombres de esta ciudad, no sé si por mostrar sus miserias o aliviar esfínteres, abren sus braguetas sin pudor alguno para vaciar sus vejigas y ofender un poco más a la ofendida ciudad que ya ni el buen Santiago de León reconocería suya.
Puestos a describir, podríamos decir que la Sierra sigue allí y es el majestuoso recinto de los caprichos blancos de este agosto caluroso, o que hay demasiado grafitti y tal vez pocos parques bonitos. La memoria podrá decir cualquier cosa buena, o mala, que haya decidido hacer suya. Quien nunca podrá mentir será el olfato, y eso es tanto una pena como una vergüenza…para unos pocos.
Venecia ha sido famosa por olores de siglos, insoportables para algunos y definitivos para los demás, siempre en competencia con la increíble elegancia de su vecina Florencia, que deja sentir efluvios parecidos al amor. Santa Fe de Bogotá huele a lluvia, campo mojado y almojábanas calientes y Londres a naftalina dormida y mayestática elegancia.
Mérida huele a orines rancios. No, no es su olor de toda la vida. Es la más horrible muestra de la nueva costumbre de los hombres de esta tierra. Se adueñó de ella y la marcó con saña. Más fuerte que el olor de la basura y mucho más que el espectáculo de la Sierra, la ciudad al completo huele a orines rancios, a prisas de taxista mal educado y a malos hábitos. Es la norma de los nuevos días corrientes: en cualquier esquina, detrás de cualquier arbolito, en el centro de la ciudad, cubiertos apenas por algún tarantín de mala muerte, cuando lo hay; los hombres de esta ciudad, no sé si por mostrar sus miserias o aliviar esfínteres, abren sus braguetas sin pudor alguno para vaciar sus vejigas y ofender un poco más a la ofendida ciudad que ya ni el buen Santiago de León reconocería suya.
Puestos a describir, podríamos decir que la Sierra sigue allí y es el majestuoso recinto de los caprichos blancos de este agosto caluroso, o que hay demasiado grafitti y tal vez pocos parques bonitos. La memoria podrá decir cualquier cosa buena, o mala, que haya decidido hacer suya. Quien nunca podrá mentir será el olfato, y eso es tanto una pena como una vergüenza…para unos pocos.
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