Eran los tiempos del paro
petrolero. Yo no vivía en Venezuela,
pero los efluvios de lo que pasó a la historia como la más importante
paralización patronal de Latinoamérica me llegaban por todos lados, básicamente
porque a Houston, donde había fijado residencia hacia algunos años, entraban
regularmente una buena cantidad de “expdvsa´s”
buscando un pedazo del enorme pastel petrolero que se reparte por esos lares y
porque, gracias al paro, en Houston
florecieron un par de restaurantes venezolanos que nunca terminaron de ser buenos
(el Café Caracas ya existía y poco tuvo que ver con esa historia) y algunos
negocios de la nostalgia, gastronómica sobre todo, que incluían a un señor, conocido por todos
como pastelito, que vendía (con rotundo éxito) unos pasteles maracuchos que a
mí, nativo de la tierra de los pasteles, me parecían rarísimos, por decir lo
menos. Como si de peregrinación se tratase, las caras venezolanamente cargadas de expectativas y de frustraciones iban, resumés y cuento en mano, por las empresas de allá, para que la suerte, esa cosa extraña, tuviera tantos tonos
como colores el gentilicio. Conocí a
quienes les ofrecieron contratos que cambiaron sus vidas y a quienes les tocó
ponerse a aguantar las verdes, mientras
llegaban las maduras. De todos se sabía
algo. Siempre había alguno que conocía a alguien, que conocía a alguno que
estaba buscando algo. En Houston.
Mientras tanto en Venezuela, - ya
es historia - la cosa ardía: Cacerolazos feroces, (una vez
en una cena en mi casa, hicimos un cacerolazo espontaneo al hermano de una
amiga nuestra que seguía trabajando con PDVSA, al parecer por pura suerte de enchufado)
marchas multitudinarias, protestas a toda hora y un franco clima de desasosiego
que, a juzgar por lo que aún se dice, no ha logrado ser superado. La
“revolución” medía fuerzas con la otra porción de pueblo y esa porción ponía a la “revolución” a estremecerse.
A pesar de no padecerlo en vivo y directo, conocía como ya he dicho, cada momento de lo que nos-estaba-pasando, no sólo por la cantidad irrefrenable de información que acompañaba la llegada de cada exiliado, sino porque mi Tía Cecilia, convertida en Pasionaria de La Carlota, se ocupaba de relatarme los intríngulis de cada marcha, de cada parón, de cada cacerolazo. Pasaba de hacer una cola infernal para cargar gasolina a caminar largas distancias para llegar a donde le tocara ir; de enfurecerse por la escasez y romperle en la cara a alguna cajera desprevenida un paquete de alimento racionado, a pararse en una esquina por un buen par de horas, cartelón en mano, para responder a la protesta convocada. Por supuesto, casi no le quedaban ollas pues, rigurosamente, se le podía hallar cada noche en el balcón de su apartamento haciendo todo el ruido que fuera posible. Todo, sin excepción, me lo contaba detenidamente en llamadas que sucedían posiblemente cada día por medio.
En el otro extremo, no obstante la revolución que estaba sacudiendo a la “revolución”, una versión más sosegada y por eso, bastante más preocupante, me llegaba (esta sí, puntualmente) cada día. Era la de mi mamá que, fiel a su costumbre, había instalado cobija y viandas en la luna de Valencia. Mamá, cuyo despiste era histórico, tenía la costumbre de esconder en algún rincón de su inconsciente profundo las cosas que más la preocupaban y conseguirle soluciones de extraordinaria simpleza, a todo aquello que amenazaba insomnio. Como todo lo que sucedía podía ponerla al borde un ataque de nervios, todo lo que sucedía era minimizado ante sus ojos, por ella misma. Se limitaba a no entender y llevaba la vida - más o menos feliz - del que no sabe. Para nosotros, que estábamos curtidos de esos estados de gracia, atestiguarlos simplemente nos ponía de los nervios. Si mamá enterraba la cabeza, era sin duda porque el mundo se estaba viniendo abajo sin remedio.
Un día, en alguna de nuestras llamadas, descubrí en su saludo que algo realmente grave la tenía angustiada. Preparado para escuchar alguna terrible noticia, pregunté – fingiendo la tranquilidad del caso - qué nuevo dolor la aquejaba, para escuchar, ahora sí que muy sorprendido, una revelación asombrosa
A pesar de no padecerlo en vivo y directo, conocía como ya he dicho, cada momento de lo que nos-estaba-pasando, no sólo por la cantidad irrefrenable de información que acompañaba la llegada de cada exiliado, sino porque mi Tía Cecilia, convertida en Pasionaria de La Carlota, se ocupaba de relatarme los intríngulis de cada marcha, de cada parón, de cada cacerolazo. Pasaba de hacer una cola infernal para cargar gasolina a caminar largas distancias para llegar a donde le tocara ir; de enfurecerse por la escasez y romperle en la cara a alguna cajera desprevenida un paquete de alimento racionado, a pararse en una esquina por un buen par de horas, cartelón en mano, para responder a la protesta convocada. Por supuesto, casi no le quedaban ollas pues, rigurosamente, se le podía hallar cada noche en el balcón de su apartamento haciendo todo el ruido que fuera posible. Todo, sin excepción, me lo contaba detenidamente en llamadas que sucedían posiblemente cada día por medio.
En el otro extremo, no obstante la revolución que estaba sacudiendo a la “revolución”, una versión más sosegada y por eso, bastante más preocupante, me llegaba (esta sí, puntualmente) cada día. Era la de mi mamá que, fiel a su costumbre, había instalado cobija y viandas en la luna de Valencia. Mamá, cuyo despiste era histórico, tenía la costumbre de esconder en algún rincón de su inconsciente profundo las cosas que más la preocupaban y conseguirle soluciones de extraordinaria simpleza, a todo aquello que amenazaba insomnio. Como todo lo que sucedía podía ponerla al borde un ataque de nervios, todo lo que sucedía era minimizado ante sus ojos, por ella misma. Se limitaba a no entender y llevaba la vida - más o menos feliz - del que no sabe. Para nosotros, que estábamos curtidos de esos estados de gracia, atestiguarlos simplemente nos ponía de los nervios. Si mamá enterraba la cabeza, era sin duda porque el mundo se estaba viniendo abajo sin remedio.
Un día, en alguna de nuestras llamadas, descubrí en su saludo que algo realmente grave la tenía angustiada. Preparado para escuchar alguna terrible noticia, pregunté – fingiendo la tranquilidad del caso - qué nuevo dolor la aquejaba, para escuchar, ahora sí que muy sorprendido, una revelación asombrosa
-
Estoy muy
preocupada por Cecilia…cada vez que hablo con ella (cosa que sucedía dos o
tres veces al día, dada su adicción al teléfono) ella está llegando de una marcha, está ronca por haber gritado hasta
las tantas, está ocupada pintando pancartas, está parada en una esquina vestida
de negro con ese calorón de Caracas o
haciendo sabe Dios qué otra cosa, me dijo, realmente angustiada
- Es normal, mamá, no te angusties, eso es lo que está haciendo todo el mundo….repliqué para calmarla
- Pues están equivocados y van a enfermarse….me contestó firme e irreductiblemente convencida…lo que hay que hacer es esperar las elecciones y votar por otro. ¿Qué eligieron a un presidente y no ha servido? está bien, para eso son las elecciones. Esperen que haya elecciones y salgan a votar por otro….
- Es normal, mamá, no te angusties, eso es lo que está haciendo todo el mundo….repliqué para calmarla
- Pues están equivocados y van a enfermarse….me contestó firme e irreductiblemente convencida…lo que hay que hacer es esperar las elecciones y votar por otro. ¿Qué eligieron a un presidente y no ha servido? está bien, para eso son las elecciones. Esperen que haya elecciones y salgan a votar por otro….
Agradecí al cielo que no eran tiempos
de Skype, con su simpleza lunática, mamá acababa de decirme lo que yo también
creía, ingenuamente, que era la solución del problema; por eso en el otro lado
de la línea, tenía cara de iluminado…
Años más tarde, lamento profundamente no haber podido explicarle, (porque nadie puede explicarlo) como es que una cosa tan sencilla, que se llama Democracia, se ha cebado tanto en contra de nosotros…realmente lo lamento horrores
Años más tarde, lamento profundamente no haber podido explicarle, (porque nadie puede explicarlo) como es que una cosa tan sencilla, que se llama Democracia, se ha cebado tanto en contra de nosotros…realmente lo lamento horrores
No hay comentarios:
Publicar un comentario